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Añoranzas de tiempos idos

Cuando el 24,

aun el Niño

Dios ‘ponía’

Por Luis Roberto Herrera Mendoza

Con la llegada de la novena de Navidad, mis recuerdos me trasladan al pasado, a los tiempos en que todavía no conocíamos a Santa Claus ni a Papa Noel, o San Nicolás.

A mi generación los regalos nos los traía el Niño Dios, que —nos decían— en horas de la madrugada visitaba las casa y ponía los juguetes al lado de donde uno dormía..

Ante un pesebre se hace la novena de Navidad, desde el 16, hasta el 24, cuando la imagen de Jesus es istalada en el Nacimiento.

Muchas veces los regalos resultaban ser todo lo contrario a lo que habíamos pedido con anterioridad en cartas escritas y entregadas a los padres que servían de ‘mensajeros’ ante el niño Dios y, además, eran los que certificaban el buen comportamiento y la promoción al siguiente año escolar: el merecimiento del aspirante a recibir el obsequio.

Desde antes de la noche de víspera, celebrábamos grandes y chicos. Apenas asomaba diciembre, ya estábamos contentos y el ambiente de fiesta se sentía por toda la ciudad, y mucho más en nuestro barrio. Y es que hay una verdad de a puño: los pobres gozamos más las fiestas.

Entre otros episodios, recuerdo la celebración del Día de las velitas: el jolgorio iniciaba bien temprano la noche del 7: torpedos, triqui tracas, chispitas, y en la madrugada del 8 se ponían las velitas, en las puertas o pisos de las terrazas de las casas. La madrugada parecía que fuera de día, pues todas las calles se llenaban de gente caminando de un lado a otro, y muchos de nosotros cuidando las velas, porque se formaban ejércitos de jovencitos que recorrían las calles aledañas para robárselas, y hasta enfrentamientos entre grupos había. Algunas señoras de edad salían detrás de los muchachos pegándoles con escobas, después que estos, pura travesura de jóvenes, les robaban las espermas encendidas.

Los gratos recuerdos de infancia que me vienen por la celebración la noche del 24 de diciembre —guardados en lo más recóndito de la mente, vuelan raudos hacia el presente— me trasladan a lo más lejos posible, a mi infancia, como de 6 años, por allá por 1970: vivíamos en una casita de barro, de la que todavía había vestigios de su existencia hasta no hace mucho. Quedaba en toda la esquina de la calle 11 con carrera 11 —la calle del Hospital, con la carrera del Cementerio— y allí no sabía qué era Navidad, solo sabía que al amanecer de la noche del 24 de diciembre llegaba el niño Dios a poner los juguetes. De lo poco que recuerdo sobre las novenas, es las que realizaban las monjitas de la capilla del hospital Nuestra Señora de Los Remedios de Riohacha —las que fungían como enfermeras en esos tiempos— porque un grupo de niños y jóvenes se trasladaban en las tardes, armados de carruchas —estas se hacían con checas (tapas de gaseosa o cerveza), las que se pangaban con una piedra o martillo y se clavaban en una tabla— las cuales utilizábamos para imitar el sonido de las panderetas. Yo personalmente nunca asistí a estos festejos, primero por la recia disciplina impuesta por mi madre. A pesar de que la capilla estaba a 400 metros de la vivienda familiar, era imposible que yo pudiera ir solo o con el grupo de muchachos vecinos. La otra opción era que fuera acompañado de algunas de mis hermanas mayores, a quienes en mi mente no registro como asistentes.

Las pocas veces que fui a la capilla lo hice acompañando a mi madre en las noches del 24 de diciembre cuando ella asistía a la misa de gallo y yo ya estaba grandecito. Muchos de mi vecinos y vecinas contemporáneos en edad, iban en tropel todas las tardes a rezar la novena, lo que les aseguraba golosinas y refrescos, pero el premio mayor era el obsequio que le entregaban el último día de la novena, la noche de la víspera, para muchos de ellos este era su juguete para mostrar el día del nacimiento del niño Dios.

Nuestro hogar, humilde, honesto y lleno de valores, de entre los cuales mi padre me legó la bondad, el amor por la naturaleza, su sentido de la solidaridad, su sentido de la responsabilidad, su creatividad para hacer todo lo que se proponía y su facilidad para las actividades técnicas; de mi vieja  heredé su fortaleza, el desprendimiento por las cosas materiales, su independencia, su irreverencia, pero sobre todo su indiferencia por las divisiones sociales en las que la misma humanidad nos ha encasillado, que a mí me da igual estrecharle la mano a un millonario, que a un habitante de la calle.

A pesar del casi nulo nivel académico de mis padres, y las restricciones que impone la pobreza, ellos siempre se preocuparon por darnos lo necesario para la supervivencia, pero sobre todo por nuestra formación, por lo que se optimizaban los recursos conseguidos mediante el trabajo. Fueron muy escasos los 24 de diciembre en que el niño Dios me haya puesto algún obsequio, pero nunca estuve triste por esto. Que yo recuerde, la única vez que me sentí  acongojado  fue la vez que —tenía  aproximadamente entre 8 o 10 años y ya  había descubierto que no era el niño Dios quien me ponía los juguetes, sino nuestros padres que en puntilla de pies y en ropa interior, colocaban los obsequios— me ilusioné con un juguete y erradamente pensé que mis padres me lo comprarían y me lo regalarían  el 25 de diciembre: una pistolita de esas que cada vez que uno le apretaba el gatillo sonaban y mostraba como si por los lados del cañón saliera candela, que vendían en la tienda de la señora Catalina Flores, a donde íbamos a hacer los mandados. Ese día me levanté muy temprano con la ilusión de que iba encontrar la pistola de juguete a mi lado, pero nada, mi padre no estaba, había tenido que trabajar en la noche con el grupo musical en unos de los clubes de la ciudad y mi madre estaba plácidamente recostada. Patalee en el patio de la casa y cada vez subía más y más el tono del llanto, con el convencimiento que mi madre se levantaría y me la compraría, pero de nada valieron. Casi me gano una garrotera de mi madre, que en sí no sabía él porqué del berrinche. Ese episodio de un 25 de diciembre nunca lo he olvidado, pero este hecho no interfirió en mi crecimiento y desarrollo personal, ya que sigo siendo feliz.

En mi casa, durante mi infancia, nunca hubo un arbolito de navidad, y eso que en esa época los arbolitos se construían artesanalmente: se conseguía un árbol pequeño y se les forraban las ramas con algodón y se adornaban con papeles de colores y muchas veces con bolitas. Los árboles de navidad los veíamos en las casas de los vecinos un poquito mejor acomodados que vivían en el barrio.

La llegada de diciembre traía consigo la alegría de las vacaciones y el bullicio de los cientos de infantes del barrio, que, como gallinas, nos revolcábamos todo el día en las dunas de arenas de las calles, del barrio, en pantaloncitos cortos, a los cuales denominábamos ‘ropa de diario’, es decir: la ropita que nos fue comprada en años anteriores, que de tanto uso estaba raída y remendada hasta en los remiendos. La compra de la ropita de diciembre, era la única preocupación de los padres responsables de la época —como lo era el mío—: eran tres o cuatro mudas de ropas, una por cada día de fiesta, y a lo sumo dos pares de

zapatos. Para muchos de nosotros era muy importante tener la ropita de diciembre, porque sabíamos que era con la que nos vestiríamos durante todo el año, que los juguetes en menos de lo que cantaba un gallo ya no servían, muchos de estos no pasaban del mismo 25 de diciembre...

Bueno: la diversión de ese día festivo era cambiarnos y salir a pedir la bendición de los padrinos de bautizo —pero más por el interés por el consabido regalo que venía acompañado de la bendición, que en la consagración católica del mismo— y visitar a los familiares cercanos, luego de buscar las bendiciones. La siguiente estación era el paso obligado por el parque Padilla, donde todos iban a mostrar los juguetes que les había puesto el niño Dios, y otros la ropa nueva que estaban estrenando. Era todo un espectáculo ver a ciento de niños y jóvenes con toda clase de juguetes, ciclas, carritos, pistolas de tiritos, etc., pero el show que seguía era el mejor: el de los zapatos en las manos. Eran utilizados solo el día de la fiesta o en uno que otro acto que requería de la formalidad, en especial por la ‘mareadera’ de estrenar, un hecho que no ocurría todos los días. Al comprar los zapatos, como ha sucedido en todos los tiempos, escogíamos el que nos gustaba, así no nos calzaran. La fila de niños y niñas con los zapatos en la mano, al regresar para sus casas después de haber realizado el recorrido mañanero del 25 de diciembre, era interminable, un motivo de diversión para  aquellos jóvenes que no habían tenido la fortuna de estrenar ropa, una razón para burlarse del tormento de aquellos, que al inicio no sentían las molestias de los calzados pero con el trajín de la mañana era imposible aguantar el dolor de las vejigas producidas por los calzados nuevos y muchas veces estrechos o muy grandes.

Ya en las horas de la tarde a los entusiastas, pero sufridos niños, no les provocaba salir a caminar, ya no era lo mismo y muchos preferían solamente jugar con sus juguetes nuevos en las casas, acompañados de aquellos que no habían tenido la dicha de recibir los juguetes.

Qué hermosos e inocentes momentos nos quedan en el recuerdo de lo que ahora llaman la Navidad, que para muchos solamente era la fiesta del niño Dios, y no celebrábamos el nacimiento del hijo de Dios, sino que era el día que el niño Dios nos ponía los juguetes. No sabíamos de estrella de Belén, como tampoco de Reyes Magos, solo que era la fiesta de los niños y en realidad así era, ese día los protagonistas eran los niños.

Tiempo más adelante, con más edad, me acuerdo que algunos padres les aceptaban excesos a sus hijos, ejemplo, había jóvenes y niños, que reunían entre todos algunos pesitos durante días anteriores y el día 24 y compraban un licor que llamaban Totoña —nunca supe a qué sabía—, porque no participaba de estas actividades por diversas razones, entre otras la no aceptación por parte de mis padres a estas prácticas. Una más: nunca teníamos dinero para aportar, y en esos tiempos se practicaba rigurosamente el dicho que dice que “el que no pone no come”. Estos jóvenes, en forma secreta, se tomaban sus traguitos y ya en las prima noche había jóvenes borrachitos por las calles, con la anuencia de sus mayores, y a otros que eran sorprendidos por sus progenitores se le pasaba la borrachera después de algunos correazos. Todo esto acontecía en las celebraciones durante mi niñez de lo que ahora llaman Navidad.

Ahora hablan de la cena navideña, esa vaina en mis tiempos no existía, ¿cuál cena?ese 24 de diciembre comíamos lo mismo de todo lo días y nos acostábamos bien temprano esperando ilusionados que amaneciera de una buena vez, para disfrutar de los regalos que el niño Dios nos había puesto.

A pesar de todas las limitaciones que imponía la pobreza éramos felices y nos divertíamos todo el tiempo. Y si los padres no tenían cómo regalarnos un juguete, nos las ingeniábamos para construir carritos de madera con ruedas de checas de cervezas o gaseosas con las cuales también hacíamos carruchas, hacíamos bolas de trapos, ‘fabricábamos’ trompos o cualquier cosa que pudiéramos imaginarnos que servía para jugar.

Como han cambiado los tiempos. Ya no es el niño Dios, quien trae los juguetes, ahora, las colonizaciones comerciales nos han impuestos a otros personajes navideños, como son Santa Claus, Papá Noel y San Nicolás. Ya no son los carritos, los balones, las bicicletas o los juguetes que se pedían en las cartas al niño Dios. Ahora son juegos electrónicos, muñecas que caminan o hablan o motos en miniaturas los encargos de Santa Claus para los niños.

A pesar de todo eso, seguiré repitiendo que en aquellas éramos felices, completamente felices.

Todo es diferente. Hoy otras son las costumbres. Aquí, tres niños hacen su participación a su manera, ante un pesebre.

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