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Ante una insistencia de Guillermo Valderrama (I parte)

Aquella Morgana

llamada Olguita

Recuerdos sobre una grata experiencia profesional

El Heraldo-1978: la Señorita Atlántico era Marcela Pérez Escolar... Olguita ya era asistente de la dirección... El autor de la crónica era coordinador de redacción... Vilma Cepeda había ingresado como redactora de sociales... Uno de los dos gerentes era Alberto Mario Pumarejo... Un grupo de alto nivel para hacerle recepción a la beldad barranquillera... Hasta brindis con champaña para el agape-entrevista, una idea de Olguita, que era cátedra para las relacionistas de la época.

De derecha a izquierda, José Joaquín Rincón Chaves, Juan Goenaga, Christian Pérez Labrador y José Orellano, cuando recibían la tarjeta profesional de periodista. Los redactores de El Heraldo contaron con los buenos oficios de Juan Gossain para ese logro…

Equipo de microfútbol de El Heraldo en 1975: Omar García, la madrina Ana María Vásquez, un asistente de fotografía, cuyo nombre no recordamos; Carlos Lajud Catalán, Sugifredo Eusse, Juan Gossaín, José Orellano y Álvaro Ojeda, jefe de fotógrafos.

El de camisa de cuadros, un periodista uruguayo que estuvo con José Orellano en el seminario de periodismo electrónico en Caracas. El mismo día que regresaron, escala en Barranquilla antes de volar a su país, visitó El Heraldo y compartió con Ahmed Aguirre, Yadira Ferrer, Ricardo Rocha, Celina Lizarazo y el autor de la crónica. Aun se abría periódico con el ‘Día de la banderita’ de la Cruz Roja. Y se fumaba en las oficinas.

Por José Orellano

La primera referencia de ella —lejos de que algún día había de ser su ahijado de matrimo-

nio y su subalterno— me la facilitó Alberto Duque López.

Compañero de trabajo en El Heraldo de la Calle Real —yo en mis plenos pininos—, un gran señor,

escritor y periodista, experto en cine, encargado de la página Internacional y los ‘bocadillos’ de opinión a dos columnas a la derecha de la tercera página —‘la 7 y 8’ llamábamos ese espacio, para entonces los periódicos eran de ocho columnas—, Alberto se mudaba para Bogotá y me legaba algunas asesorías periodísticas que él ejercía: Sonovista Publicidad, Centro Artístico, Incolda, Sociedad de Mejoras Públi-cas y en fin...

Hubo de ser Alberto quien me hablara por primera vez, muy bien, eso sí, de Olguita Emiliani Heilbron, una diná-

mica barranquillera que estuvo vinculada con la Universidad del Norte, mientras yo me preparaba para relacionarme y producir textos para sus respectivas entidades con Fernando Dávila López-Sonovista, Elisa Gamba-Incolda, un se-ñor Martínez-Centro Artístico, entre otros.

Cómo ya lo he dicho en algunas ocasiones, Arturo Fer- 

nández Renowitzky fungía como director alterno de El He-raldo cuando, a mediados de agosto de 1973, le dio el aval, ipso facto, a mi ingreso a la nómina de este diario, llevado de la mano del reportero gráfico Álvaro Ojeda —un especial amigo para siempre, desde mis 23 años—. Juan B. Fernán-dez Renowitzky era el Embajador de Colombia en Chile. Y Arturo nos recibió en Inversal, en el Paseo Bolívar.

Alfonso Fuenmayor era el subdirector y escribía edito-

riales y columnas de opinión.

El autor no puede sustraer los recuerdos sobre la pu-

blicación de aquel editorial pulcramente redactado por el e-ditorialista para enrostrarle el estilo ‘coprofágico’ a un im-portante dirigente político barranquillero que había tenido la osadía de ofender a El Heraldo. No lo escribió Alfonso Fuen-mayor, Juan B. Fernández Renowitzky aun no regresaba y Juan B. Fernández Ortega ya se sustraía a tal función... So-

lo queda ‘Turi’, excelente pluma.

Tras los sucesos de Chile de septiembre de 1973 que terminaron con la muerte del presidente Salvador Allen-

de y de regreso a su tierra, asumió la dirección del periódico el doctor Fernández —siempre llamé así a Juan B. Fer-nández Renowitzky, que una de las primeras cosas que había de ponderarme apenas nos tratamos fue la de que “por fin alguien escribe bien mi segundo apellido”—. Llegó anunciando que escribiría su novela sobre los sucesos chilenos, la muerte de Allende, el ascenso de Pinochet y los extravagantes lamentos, a las puertas de la Embajada de Colombia, en aquellos momentos de crisis en Santiago de Chile, de la hija de un caudillo asesinado en la Séptima de Bogotá, 25 años antes del golpe a la democracia en el país austral.

El doctor Fernández asumió y yo compartía como redactor con ‘veteranazos’ como Víctor Moré, Luis Bradford,

Otto Garzón-Patiño, Norberto Tejeda-‘Norte’, Porthos Campo Pineda, Manuel Guerrero, y con Alberto Duque López, Julio Olaciregui, José Cervantes Angulo, Beatriz Manjarrez, Aquiles Berdugo, Alvaro Ojeda, Tito Vega, Saul Gómez-

Foto Scopell y Rodolfo Rodríguez Calderón, que fungía como coordinador de redacción. Por esos lares pasaba varias veces a la semana el venerable doctor Juan B. Fer-nández Ortega, director consejero, con el tiempo suficiente para inculcarnos amor por la divisa desde la perspectiva de que, para entonces, El Heraldo era un ‘periódico de buena fe’. Telefónicamente todos atendía-mos, muy de vez en cuando, a las dulces solicitudes —“un favor, si no causa molestia alguna”, decía— de doña María Renowitzky: notas sociales, enviar un fotógrafo a algún acto, estar pendientes de las cosas positivas del Club de Jardinería…

Meses después Rodolfo salía del pe-

riódico y por ello la coordinación —el puente entre la redacción y la dirección— quedó a-céfala y se quiso instituir rotatoria entre to-

dos los redactores. Como no funcionó, sobre el tapete cayó una propuesta del director: 100 pesos por noche para quien decidiera no solo convertirse en el puente que había quedado roto, por razones que no viene al caso precisar, sino trasnochar, estarse en el periódico hasta cuando arrancara la rotativa. Lo asumí, tras convincente insistencia de Julio Olaciregui y ante la negativa del resto de compañeros que bien hubieran podido hacerlo: 600 pesos a la sema-na —cada viernes me los pagaba Gustavo Sánchez, cajero-pagador, tras el lleno de los vales amarillos—, 2.400 al mes, cuando mi sueldo normal era de 2.600 pesos. Y me fui consolidando como coordinador de redacción.

Como ya está dicho, Alfonso Fuenmayor era el subdirector y tiempo después del regreso del doctor Fernán-

dez, asumiría la sección sabatina —última página, debajo de ‘Hechos en broma’ de Enrique Loheste—, ‘El perfil de la semana’ o ‘La semana de perfil’, uno de los dos el nombre, no preciso cuál, pero en todo caso finalmente definido por Juan B. Fernández Renowitzky.

Volvería Juan Gossaín a El Heraldo, asumiría la jefatura de redacción, aparecerían nuevas caras en el equipo

periodístico y yo me quedaría como su asistente: Juan entregaba la primera página —pero antes coordinábamos conjuntamente material para interiores—, y yo seguía de largo hasta que arrancaba la impresión en la rotativa Goss, etapa final de aquel proceso de linotipos, galeras, titulación en ludlow, clisés, estereotipos de cartón y tejas, todo ba-jo el poder del plomo derretido. Un ejemplo de aquella coordinación conjunta del material para interiores, una nota judicial de Sigifredo Eusse que él y yo titulamos ‘4 roban el 5 y 6’ y, como subtítulo, ‘Se llevaron 7 millones de pe-sos’. Cuando llegó a las manos de Juan, se complementó el título: él agregó —al final de cuentas una genialidad de varios padres— ‘En un 2 por 3…’: Finalmente se publicó así: ‘En un 2 por 3, 4 roban el 5 y 6’ y, de bajada, ‘Se llevan 7 millones de pesos’. El 5 y 6, aquel famosos juego hípico que tenía su apostadero en el Paseo Bolívar.

Juan volvería a irse de la planta de El Heraldo y yo asumiría la coordinación de redacción con algún ajuste sa-

larial y asumiendo, ‘jopón’, un legado ‘gossainiano’: el cubículo de madera y vidrio que le habían mandado a levantar

en la oficina de redacción, segundo ni-vel, como la oficina del jefe de la sec-ción. Desde esa oficina, ya yo podía rotar, entre los otros compañeros, el turno nocturno…

Vale aquí precisar que, con Juan

en la jefatura de redacción de El Heral-do, habíamos logrado la tarjeta profe-sional de periodista que después tum-bó el gobierno de Gaviria. Y habíamos representado los gloriosos colores de El Heraldo en un torneo de microfútbol de rodillones, equipo integrado por re-dactores y empleados de otras seccio-nes. Yo era el arquero o guardavallas. Para entonces, mi fronda capilar era la misma de ahora, pero… ¡claro!: negra azabache y años distantes de que se me plateara y se circunscribiera, literal, a aquello de que —como cantaba Ro- berto Jordán— “es otoño… las hojas de los árboles cubren los campos”, que en mi caso es el piso de la ducha cada vez que me baño, lo cual ocurre todos los días, como buen Caribe.

Todo esto no es más que un rela-

jado viaje al pasado ante la insistencia ‘feizbukiana’ de Guillermo Valderrama —a lo mejor no como se vivió sino co-mo se recuerda—, un viaje al pasado con ligero equipaje para recrear re-cuerdos en torno a Olguita Emiliani Heilbron, a la vieja guardia y el ‘kinder de Olguita’ en aquel ‘glorioso Heraldo’. Heme aquí, poniendo en juego mi ca-pacidad de retener y recordar asuntos del pasado. ¡Todo por Guillo!

Decía que Gossain había regre-

sado y tengo nítida en los recuerdos la primera acción en su retorno, ahora

como jefe de redacción: las precisio-nes que le hizo a una crónica de Ra-

fael Vega Jácome —quien colaboraba y aspiraba ingresar a la nómina de re-dactores— sobre el suceso judicial del momento en Barranquilla. ¡Cómo no recordarlo, si yo era quien estaba coordinando la publicación de ese material!

Del listado de compañeros arriba

citados muchos se fueron yendo —al-gunos jubilados, los otros con otras perspectivas en el extranjero—. Y, en-tonces, las nuevas caras eran Lola Salcedo Castañeda, Sigifredo Eusse, Mabel Morales, Ana María Vásquez, Carlos Lajud Catalán, Yadira Ferrer, Celina Lizarazo, Vilma Cepeda, Ricar-

do Rocha, Neyía Vargas, Soledad Leal, Omar García, Gilberto Marenco, Manuel Pérez Fruto, Patricia Escobar veni- da de El Mundo de Medellín, Zoraida Noriega, Pedro Anchila, Gustavo Torres, Copete Acuña, Fabio Poveda Már-quez, Margarita Cubillos y Aphan De la Torre. No preciso si ya Guillermo Valderrama se había sumado al equipo de la ‘vieja guardia’ en la calle Real. Sin embargo, creo que sí... Y hasta Rafael Baena, el periodista y escritor reciente-mente fallecido.

En 1977 llegó Olguita Emiliani Heilbron a El Heraldo. Oficina en el tercer nivel, a un lado de la oficina del direc-

tor en funciones, que era como una especie de antesala de la del director consejero Fernández Ortega.

—Viene para asumir la sección de Sociales y escribir una columna semanal, ‘Morgana’ —había de enterarnos

el doctor Fernández a manera de presentación de la nueva miembro de la familia heraldiana de la calle Real entre La Paz y Progreso, al pie de la plaza Colón y la iglesia de San Nicolás. Y, en efecto, así comenzó siendo. Yo le dia-gramaba-diseñaba en papel las páginas especiales de la sección sociales —otras se llenaban solitas en armada: Joaquín Pacheco y Alonso Bernal se ponían de acuerdo para ello: las fotos de cumpleaños, grados y similares, las notas luctuosas— y Olguita no me bajaba de “genio”. Y así, fuimos compenetrándonos en respetuosa amistad. En aquel Heraldo de la calle Real no solo la hice llorar por primera vez, sino que, mucho después, la induje a que se convirtiera en mi madrina de matrimonio, que el padrino había de ser Gustavo Castillo García.

Aquellas primeras lágrimas de Ol-

guita tienen historia de mucho peso. Y pesos, también: el doctor Fernández me había enviado a Caracas —durante varios días, hospedaje en el hotel Ávila, emblemático en aquellos tiempos—, a un seminario de periodismo electrónico organizado por la Sociedad Interameri-cana de Prensa, SIP. De regreso a mis funciones, abrí primera página con los retratos de cinco o seis figurones loca-les sin oreja ni copete, solo el rostro de ellos ilustrando la información: media frente, cejas, ojos, nariz, boca y barbi-lla, “lo demás sobra”, me habían dicho. Había puesto en práctica una de las en-señanzas en Caracas: “Cuando nos in-vadan, a los extraterrestres no les van a interesar las orejas ni el cabello ni el cuello de los terrícolas, solo van a tener presentes las caras, los rostros”, había puntualizado el exponente de aquella clase de moderno diseño gráfico de pe-riódico en la era del periodismo electró-nico.

Con esa novedad circuló el diario.

Había de haberlo visto en casa, como es de suponer. Que a su llegada a media mañana al periódico, el doctor

Fernández no hizo otra cosa sino hacerme subir, primero que cualquier otra labor, al tercer nivel. Se situó a la dere-cha del escritorio de Olguita y yo me quedé frente a ella. Hubo intercambio de ideas en tono subido, bien alto de par-te y parte, hasta que…

—¡Esto está malo! —dijo el doctor Fernández lleno de ira mientras golpeaba con el envés de su mano dere-

cha la primera plana de aquella edición de El Heraldo que yo había diagramado-diseñado. Con fotos editadas, inclu-so recortadas directamente del papel con el bisturí, hecho con tal amor, orgullo y entrega, que hasta esperé la prime-ra ‘impresión perfecta’, de acuerdo con el veredicto del jefe de talleres, ‘El mochito’ Bernal, para llevarme ese primer número de la edición para mi casa. Había puesto en acción lo que el doctor Fernández me había mandado a apren-der en Caracas, aquella Caracas lejos de ser la que es hoy... La Caracas aquella en que “yo levantaba mi mano de hermano y Caracas me abrazaba... a mí”, que así le cantaba Piero.

“Eso no está malo, doctor Fernández”, le respondí. “Que a usted no le guste, es otra cosa”.

Olguita, sin saber a quién darle la razón, comenzó a llorar.

—¡No me gusta y haga lo quiera! —me espetó.

“No señor, haga lo que quiera usted, doctor Fernández”, le respondí inmediatamente, sin pensarlo dos veces, y

bajé al segundo nivel, al cubículo de madera y vidrio que había heredado de Gossaín, a la espera de la carta de bo-tada. Había dejado a Olguita hecha un ‘mar de lágrimas’. Siempre creí que estaba de acuerdo conmigo. Nunca me lo quiso confirmar. Ni en aquellos días cuando aun no era un hecho que en El Heraldo “no se movía una hoja si Olguita no autorizaba” ni cuando tal premisa ya se convertía en una verdad de apuño para mucho beneficio de aquel ‘glo-rioso Heraldo’, como insiste Guillermo Valderrama en reiterarlo.

Aquel día seguía su curso, pero la carta de despedida no llegaba. Yo seguía trabajando y aplicaba en varias de

las páginas interiores lo aprendido en el seminario de periodismo electrónico en Venezuela. Para eso me mandaron, pero… En todo caso, aquel día ¡yo seguía cortando orejas y copetes...!

Tras aquel choque verbal, había de transcurrir una semana sin que el director y el coordinador se dirigieran la

palabra. Y era Manuel Pérez Fruto, redactor judicial, quien subía al tercer nivel, a la oficina del doctor Fernández, el material preseleccionado para publicarse y era el mismo Manuel Pérez Fruto quien los bajaba, al segundo nivel, con el Vo. Bo. de la dirección para su publicación en primera, lo demás para interiores y el resto al cesto de la basura. Ol-guita se iba temprano, hasta entonces no trasnochaba. Todavía las hojas se movían sin que ella tuviera que ver algo en ello, solo ‘mandaba’ en sociales o en las mordaces crónicas que escribía de vez en cuando o en su columnas, desde las cuales ‘Morgana’ no dejaban títere con cabeza.

¡Una semana sin hablarnos! —afirmación que no tiene el más mínimo tris de exageración—: así, sí, hasta la no-

che de domingo en que el doctor Fernández llamó telefónicamente desde su cabaña en Playa Mendoza…

—Hola ‘Tigre’ —dijo.

“Qué hay doctor”, le contesté. Y todo volvió a la normalidad.

Algún tiempo después, la oficina de Olguita ya era otra: la que era del doctor Fernández… Y el doctor Fernán-

dez Renowitzky pasó a la que era del doctor Juan B. Fernández Ortega… Al escritorio donde se sentaba Olguita lle-gó entonces una secretaria, excelente presentación, pero… ‘Estaba muy buena’ —“Yo te pongo la cañaña”, le cantó un día el radio-fotista Arturo Forero y ella no sabía que esa era una canción, la canción de moda. Pensó que le esta-ban haciendo acoso sexual y acusó a Forero en gerencia, donde le aclararon el origen de lo que ella supuso era un deseo indecente de su compañero—... Después, allí se sentaría Sonia Pedroza.

Ya Olguita comenzaba su misión de asistente de dirección en firme… Y así comenzaron a transcurrir las labo-

res en El Heraldo de la calle Real, hasta aquel día en que ella como tal y yo como coordinador de redacción viaja-mos juntos a Bogotá a un seminario organizado por Andiarios… Por pésimas diligencias hechas por una subalterna en Barranquilla, la de la cañaña precisamente, el hotel para que pernoctaramos varios días en la capital de la Repú-blica no era de la categoría que se merecían la asistente de dirección de El Heraldo y su coordinador de redacción… Habíamos arribado a Bogotá hacia las diez de la noche y aquel era un Dann, en zona un tanto escabrosa a esa hora, en el centro... Recordaría incluso que de tercera categoría. Llegamos, pero al distinguirlo apenas entramos, no pasamos del lobby… Tomamos maletas y nos fuimos para el Dann cinco estrellas de aquellos años finales del dece-nio de los 70, siglo XX...

Esa noche en Bogotá, conocí el talante de Olguita Emiliani Heilbron, quien poco después me apadrinaría en

una de mis tantas experiencias sentimentales: mi matrimonio católico… Un doloroso fracaso.

Pues bien, aquellos pasajes con Juan B. Fernández Renowitzky y este con Oguita Emiliani Heilbron —apenas

el primero de los tantos que se dieron con estos dos queridos personajes— no me dan patente para considerarme, ¡ni más faltaba!, su alumno, tanto del uno como del otro, más cercano. Nooooo —como ella acostumbraba escribir las negaciones— . Sería mucho presumir… ¿O acaso, abusar?

Próxima actualización: segunda y última parte.

Juan B. Fernández Renowitzky

Juan B. Fernández Ortega

Arturo Fernández

Alfonso Fuenmayor

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