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Asesinatos selectivos en Yolombó

Foto de Jesús Abad Colorado

Patético: “No maltrate a los niños, son el futuro”... La guerra no distingue... La paz une y ha de cristalizar ese satírico pensamiento fariano. Ese rostro es...

Foto de Jesús Abad Colorado

Paz... Anhelamos ser territorio de paz... Marcha, en diciembre de 2000, contra la violencia ejercida por las Farc. Los manifestantes: habitantes de Granada, días después de la toma del pueblo, 6 y 7 del mismo mes, con saldo de 22 civiles muertos... Viene la paz, para que próximas marchas sean para dar vítores a la paz.

Foto de Jesús Abad Colorado

Ana Felicia Vásquez dignificó su casa abandonada, en Mapuján, Bolívar, durante la conmemoración del décimo aniversario del desplazamiento forzado de este pueblo por acciones paramilitares:

las AUC.

Foto de Jesús Abad Colorado

El resumen es desgarrador...

El daño que se le hace a una víc-

tima se le inflige a toda la humanidad. No obstante, aunque el conflicto armado en el país (Colombia) ha cobrado millares de vidas, muchos conciudadanos lo sienten como un asunto ajeno a su entorno y a sus intereses. Las víctimas y sobrevivientes sufren la violencia en medio de profundas y dolorosas soledades.

De ese talante son los párrafos que hemos seleccionado con el propósito de hacer que

muchos  apáticos entiendan que ‘La paz, es mejor que la guerra’.

Los hemos tomado del texto de presentación, del prólogo y del primer capítulo, apenas,

de un resumen del estudio ‘¡Basta ya!, Colombia: memorias de guerra y dignidad!’: cuatro capítulos con material de lectura. Solo resumen, porque son 20 volúmenes de “un memorial de agravios de centenares de miles de víctimas del conflicto armado interno” que, al momento en

que fue hecho público en 2013, aspiraba ser también “un acta de compromiso con la transfor-mación del futuro de Colombia”.

Auspiciado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, el Departamento para la Prospe-

ridad Social y la Presidencia de la República, presentación al Presidente Santos y prólogo fueron hechos por el director del Centro Nacional de Memoria Histórica Gonzalo Sánchez G.

Los tiempos corresponden al lapso empleado para la investigación. Y los respetamos.

Hay personas cuyas memorias se

quedan confinadas al ámbito privado. Hay otras que hacen de la memoria una militancia, convertida a menudo en resistencia. Hay quienes, en respuesta al agravio, acuden a la memoria como una propuesta de transformación de la realidad. Pero hay quienes se anclan en memorias sin futuro, aquellas que toman la forma extrema de la venganza, que en un escenario de odios colectivos acumulados equivale a negar la controversia y la posibilidad de coexistir con el adversario. Significan la negación radical de la democracia.

¡Basta ya! intenta romper con las visio-

nes que reducen el conflicto a una historia de buenos y villanos e intenta plasmar la complejidad de lo que se ha vivido. “La

sociedad ha sido víctima, pero también ha sido partícipe en la confrontación: la anuencia, el silencio, el respaldo y la indiferencia deben ser motivo de reflexión colectiva”.

No obstante, esta extensión de responsabilidades a la sociedad no supone que estas se disuel-

van en un “todos somos culpables”. La reconciliación o el reencuentro que todos anhelamos no se pueden fundar sobre la distorsión, el ocultamiento y el olvido. El esclarecimiento de lo que ha ocurrido durante la guerra es un requerimiento político y ético que nos compete a todos.

El informe es un momento, una voz, en la concurrida audiencia de los diálogos de memoria

que se han venido realizando en las últimas décadas. Es el “¡Basta ya!” de una sociedad agobiada por su pasado, pero esperanzada en su porvenir.

Los desastres que medio siglo de guerra han dejado en Colombia han sido hasta ahora poco

visibles. Muertes, destierros, destrucción y profundos dolores humanos son el legado que dejan los actores armados.

La magnitud de los daños que ha producido el conflicto armado se confunde con las otras múl-

tiples violencias que vive nuestra sociedad. Sin embargo, la guerra ha sido estremecedora, y tanto su larga permanencia entre nosotros como su degradación merecen una reflexión.

Basta con decir que entre 1958 y el 2012 murieron 220.000 personas como consecuencia del

conflicto armado. Esto equivale a toda la población de una ciudad como Sincelejo o Popayán. Esta cifra también permite confirmar que una de cada tres muertes violentas del país la produce la guerra y que, durante cinco décadas, en promedio, todos los días murieron 11 personas por esta causa.

Lo más grave es que 180.000 de esos muertos (el 81%) eran civiles. La guerra colombiana no ha sido una guerra de combatientes, sino que todos han enfilado sus fusiles contra quienes están desarma-dos. A veces de manera colectiva, con masacres, pero la mayor parte del tiempo de manera selectiva a través de sicarios o comandos que actúan rápido y casi siempre sin dejar huella.

Todos los grupos armados han justificado estos crímenes señalando a los civiles como prolon-

gación del enemigo. “Pueblo guerrillero”, “pueblo paraco” “guerrillero de civil” son algunas de las frases con las que justifican sus incursiones y acciones violentas y con las que estigmatizan a la gente.

Matar, desterrar, secuestrar, violar y, en todo caso, aterrorizar a los civiles no ha sido un acci-

dente del conflicto, ni un daño colateral imprevisto. Ha sido parte de las estrategias de los grupos en su competencia por controlar los territorios, las actividades económicas que allí se desarrollan o ganar una ventaja en la guerra. La violencia ha sido más brutal cuando el grupo armado llega al sitio que quiere dominar. Casi siempre su irrupción se da a sangre y fuego, y cuando logran un relativo control, la violencia se vuelve más selectiva, de baja intensidad. Aunque los colombianos han conocido los hechos más atroces de la guerra, el grueso de sus episodios, pequeños y aislados, ha pasado inadvertido para la mayoría. Esto ocurrió, en un principio, porque las instituciones empezaron muy tarde la tarea de tomar nota sobre los múltiples horrores que estaban pasando en las zonas de conflicto, o bien por incapacidad o por falta de voluntad política.

El director del Centro Nacional de Memoria Histórica Gonzalo Sánchez G, al hacerle en-

trega del  informe al Presidente Santos y, por su intermedio, “a las víctimas y a la sociedad colombiana”, dijo que se cumplía con un mandato de ley, pero más allá, se trataba de “una responsabilidad ética y moral, particularmente frente a las víctimas: La responsabilidad de esclarecer lo sucedido  y de visibilizar su tragedia. Nos acompañan, señor Presidente, delega-

El presidente Santos cuando recibió el informe de manos del director del CNMH Gonzalo Sánchez.

La caremonia se cumplió en 2013.

ciones de víctimas de todos los casos que hemos estudiado en este esfuerzo de reconstrucción del mapa de la memoria y del conflicto en el país: de Trujillo , Valle; de El Salado, Carmen de Bolívar;  Bahía Portete, Alta Guajira; de  Bojayá, Chocó; Comuna 13 de Medellín; de San  Carlos, Antioquia; del Magdalena; de Montería, Córdoba; de los campesinos de La India,  Santander; de Remedios y Segovia, Antioquia; de  El Placer y El Tigre, en Putumayo; de Mampuján, en Maríalabaja, Bolívar; de Las Brisas, San Cayetano, Bolívar, y de  Libertad y Rincón del Mar, San Onofre, Sucre.

El relato intenta romper con las visiones que reducen el conflicto a una historia de bue-

nos y villanos e intenta plasmar la complejidad de lo vivido. La sociedad ha sido víctima, pero también ha sido partícipe en la confrontación: “La anuencia, el silencio, el respaldo y la indife-rencia deben ser motivo de reflexión colectiva”, precisa el ‘¡Basta ya!, desarrollado por el Gru-po de Memoria Histórica, adscrito primero a la Comisión Nacional de Reparación y Reconci-liación, CNRR, y posteriormente parte del Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, y que se propuso dar respuesta a un requerimiento ineludible: considerar a los actores armados ilegales no solo como aparatos de guerra, sino como productos sociales y políticos del devenir histórico del país.

Queremos creer, como todos los colombianos, que el pormenorizado recuento histórico

sobre el conflicto, recuento que no distingue entre actores —guerrilla, Farc-Eln; autodefensas o paramilitares; fuerzas del Estado y delincuencia común—  fue asumido por el Presidente Santos como un auténtico y 'verdadero' “memorial de agravios de centenares de miles de víc-timas” de la guerra que nos desangra desde hace más de medio siglo y que, allá en La Habana, hayan sido tenidas en cuenta, pero muy en cuenta, las recomendaciones del informe.

Y seguimos con más frases y párrafos en torno al estudio detallados de una horrible no-

che decasi sesenta años, “una larga historia de violencia", pero también una renovada capacidad de resistencia de los colombianos, "una de cuyas más notorias manifestaciones en las últimas dos décadas ha sido la creciente movilización por la memoria”.

Aunque en casi todas las

guerras contemporáneas los civiles son quienes sufren más, en Colom-bia hay dos rasgos particulares: que la mayor parte de estas muertes ocurrieron de manera cotidiana, se-lectiva, silenciosa, en partes muy alejadas de los centros urbanos, y por tanto, han pasado inadvertidas para la mayoría de la sociedad. Y segundo, que estuvieron acompa-ñadas de crueldad y terror. A los desaparecidos los sacaron a la fuerza de sus casas, de sus sitios de trabajo o fueron interceptados en carreteras y pueblos y nunca más se supo de ellos. Algunos fueron torturados y posteriormente asesi-nados. Sus cuerpos se hundieron en ríos como el Cauca y el Magda-lena o fueron enterrados en fosas anónimas, y a veces descuartiza-dos. Incluso algunos cuerpos que-

daron reducidos a cenizas en hornos crematorios artesanales. La desaparición es considerada un crimen perfecto por quienes la cometen. Cuando no hay cuerpo se facilita la impunidad. Casi nunca los sobrevivientes pueden señalar un autor, y el terror y el daño que genera en el entorno de la víctima es demoledor.

El sufrimiento es infinito, ya que sin cuerpo el duelo queda suspendido y el dolor permanece.

Los muertos y desaparecidos no son la única referencia para mostrar la magnitud del sufrimien-

to que ha causado la guerra en Colombia. Hay una violencia que no es letal, pero es igualmente destructiva. El secuestro, el desplazamiento forzado, la violencia sexual, las minas antipersonal y la destrucción de bienes han sido secuelas profundas del conflicto. La mayoría de ellas siguen ocurriendo todavía.

Los grupos armados llevan muchos años desplazando a los campesinos, indígenas y afrodes-

cendientes, bien sea para usar sus tierras como corredores de movilidad de sus tropas, para consolidar rutas de narcotráfico, porque están interesados en controlar la riqueza minera o natural de esos territorios o para hacerse a la tierra en favor de proyectos e inversiones de sus aliados.

El desplazamiento forzado ha sido también un crimen invisible, ya que el 73% de las personas

tuvieron que desplazarse de manera individual y no en los éxodos que han sido registrados por la prensa. Las familias llegaban a las ciudades una a una, con sus pertenencias al hombro, a engrosar los barrios marginales, a veces a pedir limosna, sin saber cómo sobrevivir en el mundo urbano. Municipios prósperos como San Carlos, en el oriente de Antioquia, vieron desplazar el 90% de su población, lo que supuso un daño inconmensurable para la vida de cada una de las personas que allí habitaban, y para la economía, la vida social y cultural de la región.

Las realidades son muy duras: desde 1958 hasta 2012, 220.000 colombianos, por

lo menos, murieron violentamente como consecuencia del el conflicto armado. ¿Cuántas más produjo la guerra entre 2012 y 2016? De todos, quizás el  80% han sido civiles inermes.

Cientos de miles de víctimas fatales producto de masacres y asesinatos selecti-

vos, a las que hay que sumar, muchos otros miles de víctimas de desaparición forzada, desplazamiento forzoso, secuestros, ejecuciones extrajudiciales, reclutamien-

to ilícito, tortura y sevicia, minas antipersonal y violencia sexual, un hecho de guerra cuyas consecuencias que apenas comienza a aflorar.

Son miles de víctimas, muchas desapercibidas, no solo por la estrategia de ocultamiento empleada por los actores armados sino por la rutinizacion de la violencia y la indiferencia social e institucional.

Una primera ola de violencia asociada al conflicto armado ocurrió entre 1982 y 1995 debido a la

expansión de las guerrillas. No obstante, tuvo lugar en un ambiente de violencia generalizada protagonizado por el narcotráfico, y en medio de la guerra sucia auspiciada por las élites regionales, los narcotraficantes y miembros de la Fuerza Pública a través de los grupos paramilitares.

La Constitución del 91 significó un corto descenso en la escalada de la violencia gracias al des-

arme de algunas guerrillas y el fin del narcoterrorismo. Pero aquella volvió a remontar desde 1996 hasta el 2005, cuando guerrillas y paramilitares se disputaron los territorios a sangre y fuego. La competencia por la hegemonía militar y política en las regiones significó el peor baño de sangre para el país en décadas y la ruptura de todos los límites morales de la guerra. La degradación los tocó a todos.

A partir del 2005, con la desmovilización de las AUC y el fortalecimiento de las Fuerzas Militares,

el Estado ha retomado el control relativo del territorio en zonas de alta influencia de grupos armados. En consecuencia, la violencia por causa del conflicto ha empezado a disminuir progresivamente en casi todas sus expresiones. A pesar de ello, el reacomodamiento de la guerrilla y el rearme paramilitar continúan representando importantes desafíos para la seguridad nacional.Una gran conclusión que deja el estudio de las modalidades y dimensiones de la violencia es que esta ha sido una guerra degradada. Que el grado de violencia contra los civiles ha dependido en buena medida del grado de competencia entre los grupos armados y por ello a veces aquella ha sido masiva, indiscriminada y visible, y otras, silenciosa y selectiva. También ha quedado claro que los ataques a civiles han sido parte de planes premeditados y no han sido el resultado indeseado de acciones de guerra.

Esta violencia no es fruto del azar sino de estrategias políticas y militares, y de complejas alian-

zas y dinámicas sociales que involucran a los grupos armados, pero también al Estado y a muchos sectores de la sociedad. Reconocer este pasado implica rechazar la naturalización de la guerra, romper el círculo perverso de justificaciones que se han hecho sobre ella, y condenar sin atenuantes tanto a las atrocidades cometidas como a sus responsables. En últimas, es necesario recuperar la indignación que produce la degradación del conflicto y oponerse al imaginario de que la guerra es un estado natural y que durará para siempre.

Continuará
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