top of page

Cierre de año con sabor argentino (II)

Ilustración, Ricardo Ajler

Cambalache

Identidad con el sentido común

de los argentinos...

Discépolo: el aura

de un verdadero profeta nacional

Por Sergio A. Pujol

¿Es el tango Cambalache, como muchos creen, el verdadero Himno Nacional argentino?

Así lo sugirió el poeta Leónidas Lamborghini hace unos años. También podría considerarse a Cambalache un anti-himno, bien lejos de la demanda patriótica.

A 114 años del nacimiento de Enrique Santos Discépolo (27 de marzo de 1901) y a más de cinco décadas del estreno de su tango más famoso, sus mordaces compases siguen sonando con énfasis de marcha. ¿Quién no reconoce inmediatamente, más allá de toda valla generacional, esos acordes mayores del comienzo? ¿Quién no se ha visto tentado de citar alguna vez esa letra que puntea la totalidad del mundo y la Historia con retórica sardónica? Si se sigue escuchando y cantando Cambalache con sentido de actualidad, como vehículo de protesta popular, es por la sencilla razón de que ninguna otra canción logró identificarse con el sentido común de la gente de manera tan estrecha y cómplice. Aquello de: “Ves llorar la Biblia contra un calefón” contiene una parte sustancial del país que desciende de la inmigración.

Aunque es pertinente hacerlo, tal vez no baste con identificar aquella condena moral del mundo (disfrazada de amargo cinismo) con el ánimo nacional. Al fin y al cabo, en Cambalache hay escasas referencias argentinas: su poderosa letra hace hincapié en el siglo XX mundial (el de la "maldá insolente"), situándolo en un primer plano excluyente. Su descreimiento ideológico, que en los 70 fue entendido por algunos como reaccionario, encaja perfectamente (tristemente, en verdad) con la visión posmoderna del mundo.
Podríamos aventurar entonces que la vigencia de Discépolo es transnacional, y ahora más activa que nunca. ¿Recuerdan la versión de Caetano Veloso, con algunos nombres cambiados? ¿O la de Joan Manuel Serrat, que enfervorizaba aquí y allá? Recientemente, también vio su aspiración universal el ensayista francés Pierre Vidal-Naquel en su libro ‘Les assassins de la mémoire’, una documentada denuncia contra el revisionismo neofascista que campea hoy en la escena historiográfica europea. El libro termina, de modo sorprendente para el lector argentino, con la transcripción completa de Cambalache. Para el historiador, el mundo fragmentado e inmoral del vieux bazar metaforizó de manera contundente la ambigüedad y el relativismo axiológico de nuestra época. ¿Triunfará la verdad? “¿La verité aura la dernier mot?”.
No obstante las proyecciones internacionales de Discepolín, el gran tema de su vida y de su obra ha sido y sigue siendo el tipo de relación que logró establecer con la sociedad argentina. Nadie hizo algo similar. Hoy esta relación resulta evidente: sabemos que atraviesa gran parte de la historia argentina contemporánea. Maduró a través de los años, de modo sincrónico con los avatares del país. Lo tuvo al propio Discépolo como gran difusor, mediante sus intervenciones públicas. Creció geométricamente en la últimas décadas. Cuánto más anacrónicas resultaban las letras de otros autores, más actuales, por contraste, sonaban ‘¡Qué sapa señor!’, ‘Yira...yira...’, ‘Tormenta’, ‘Tres esperanzas’.

Pero ese lazo tan estrecho entre una sociedad cambiante y multiforme y un conjunto de canciones no fue una creación fortuita, ni una triquiñuela del azar. Tampoco el resultado de una empatía inmediata entre un creador y su público. Lo que hoy nos resulta tan familiar como el idioma que nos une fue bastante resistido en sus comienzos. Podría decirse que, así como Discépolo fue producto de un tiempo y un espacio, en interacción con la sociedad que lo supo escuchar y entender, el autor y compositor ‘construyó’ a su público, (nos) habituó a sus tangos, se hizo históricamente necesario.
Si bien exitoso en su tiempo, mimado y celebrado por la gente y una porción considerable del campo intelectual, Discépolo adquirió el aura de verdadero profeta nacional, muy por encima de todos los demás letristas, después de su muerte en 1951. Es cierto que, a su manera, se preparó para ello durante toda su vida. Pero fue creciendo de modo subterráneo, a contrapelo de circunstancias adversas, cuando él ya no estaba para defender celosamente su producción artística.
.

En los cuatro años restantes de gobierno peronista, su nombre fue el de un prócer un tanto incómodo para los políticos. ¿Acaso no se sospechaba que Discepolín había muerto deprimido, después de aceptar hacer un programa radial de propaganda oficialista? Con el golpe del 55, el silencio fue absoluto. Quien había expresado la rabia y el escepticismo del argentino medio no podía despegarse de sus últimos años de adulación peronista. Fatal paradoja que, de haberle sucedido a otro, hubiera inspirado algún tango discepoliano.
Fue recién a mediados de los 60, en un renovado clima de ideas, cuando la figura y la obra de Discépolo empezaron a descongelarse. Una serie de notas periodísticas de José Barcia dieron cuenta de su vida, mientras Enrique Pichon Rivière y otros ensayistas le dedicaron al autor de ‘Cafetín de Buenos Aires’ un número completo de la revista Extra, bajo el significativo título de ‘Discepolín. Aniversario para la angustia’.

Corría el año 1965 y se estaba operando un claro vuelco de algunos intelectuales a la poética del tango. La especie languidecía como fenómeno bailable y masivo, pero crecía su peso literario y cultural. La poesía de los 60 era muy sensible al influjo popular. Por su parte, Ernesto Sabato declaraba a Discépolo uno de los grandes poetas argentinos de todos los tiempos y Luis Adolfo Sierra y Horacio Ferrer escribían ‘Discepolín. El poeta de Corrientes y Esmeralda’, una detallada exégesis de los tangos y los avatares de una vida, aunque el texto omitiera mencionar los vínculos del biografiado con Perón.
Luego vino el trabajo de Norberto Galasso, ‘Discépolo y su época’, una reivindicación política —y por lo tanto muy parcial— del tanguero amigo de Evita. Tanto el silencio al que fue sometido Discépolo como tema en tiempos represivos como la entronización que conoció en otros momentos contribuyeron a la polémica y al mito. No faltaron las voces académicas convencidas de que Discépolo, nuestro ‘Horacio del tango’, era un mal ejemplo para los argentinos: derrotista, frustrado, cínico... Con similares argumentos, la dictadura militar llegó a prohibir la difusión de Cambalache por radio y televisión.
El creciente interés por las letras de tango, inicialmente apuntalado por Idea Vilariño y Noemí Ulla, estimuló la investigación en ese campo. ¿Cómo no llegar así a Discépolo? En su ensayo ‘Enrique Santos Discépolo: obra poética’, Osvaldo Pelletieri se atrevió a considerar a Discepolín por sus valores literarios y como parte de una tradición que había empezado con Celedonio Flores. Sin embargo, ninguna opinión más o menos calificada pudo mediar, positiva o negativamente, en esa relación tan confidente y directa entre un puñado de tangos y lo que podríamos llamar ‘la mentalidad argentina’. En ese sentido, Discépolo es hoy tan clásico como el género del tango en su conjunto.

No fue un talento precoz. No en materia de tangos, al menos. Debutó como comparsa en una pieza de su hermano Armando en 1917, y desde ese momento se soñó a sí mismo como actor. Llegó a serlo, y estuvo entre los buenos. Pero no tenía el rigor de un Casaux ni el oficio de un Parravicini. La relación con Armando, el gran Discépolo de los años 20, fue difícil y a la vez necesaria. Sin Armando, ¿qué hubiera sido del debilucho y acomplejado hijo menor de Santo y Luisa? Con un gran autor a su lado, Enrique intentó ser dramaturgo —nunca de tiempo completo— con ‘Páselo, cabo’, sainete de influencia anarquista, y ‘El Organito’, feroz grotesco escrito a cuatro manos con Armando. Hubo otras piezas menores, pero tampoco en ese terreno, el de la escritura dramática, Enrique llegó a descollar. Si su vida pública hubiese terminado en 1925 o 1926, hoy de Discepolín sólo hablarían algunos historiadores del teatro.
Finalmente, en 1925, Discépolo sopesó seriamente la alternativa del tango. Colaboró con el dramaturgo José Antonio Saldías en Bizcochito, una pieza muy menor, y un año más tarde compuso su primer gran tango: ‘Qué vachaché’. A partir de ese momento, las cosas cambiaron definitivamente. Para él y para la canción porteña. Desoyendo las fórmulas fáciles del tango-canción que más y mejor encajaba con el gusto de la época, Discépolo intentó establecer un nuevo “pacto de lectura” con sus potenciales oyentes. Tomó el tema del abandono, tan caro a los sentimientos del tango, y lo convirtió en vehículo de crítica mordaz.

Piantá de aquí

no vuelvas en tu vida.

Ya me tenés bien requeteamurada,

No puedo más pasarla sin comida

ni oírte decir tanta pavada...

¿No te das cuenta que sos un engrupido?

¿Te crees que al mundo lo vas a arreglar vos?

Si aquí ni Dios rescata lo perdido...

¿Qué querés vos? ¡Hacé el favor!.

Sin malevos retobados ni vecinos heridos de amor, sin pecadoras desalmadas ni bacanes altaneros, Discépolo planteó en ‘Qué vachaché’ una situación axial inspirada en el ambiente bohemio que había conocido unos años antes de la mano de Armando. Ella lo echaba a él por inútil y soñador. Y por soberbio. La resignación final tenía una contundencia aforística que, con el tiempo, sería frecuente en el corpus discepoliano:

¡Qué vachaché! Hoy ya murió el criterio...

Vale Jesús lo mismo que el ladrón.

Rechazado la noche de su estreno en Montevideo, incomprendido tanto por el público como por los intelectuales a los que indirectamente citaba, aquel tango fue al fin aceptado con la versión teatral de Tita Merello y la discográfica de Carlos Gardel. Aunque esa aceptación llegó sólo después de la consagración que significó su primer gran éxito ‘Esta noche me emborracho’, en 1928.

  Quien había expresado la rabia y el escepticismo del argentino medio no

podía despegarse de sus últimos años

de adulación peronista. Fatal paradoja

que, de haberle sucedido a otro, hubiera inspirado algún tango discepoliano.

Discépolo y Gardel en una escena de los cortos sonoros filmados en Buenos Aires en 1930. Después del breve diálogo entre ambos, el zorzal interpreta un tema del autor y en ese año los tangos de Discépolo sellaron una alianza indestructible con el argentino medio.

Las principales líneas de su obra ya estaban expuestas antes de 1930, pero fue en la ‘década infame’ cuando los tangos de Discépolo sellaron una alianza indestructible con el argentino medio. Mientras el romanticismo evocador de Homero Manzi definía el mundo del suburbio, de cara al campo y a la arcadia perdida, Discépolo se situaba, como Scalabrini Ortiz, en la encrucijada urbana: Corrientes y Esmeralda, o cualquier otra esquina del centro. Despojado de sus ilusiones de clase media, el hombre discepoliano alcanzó su máxima expresión en ‘Yira...yira...’, tango magistralmente interpretado por Gardel. Allí el porteño se podía identificar con la yiranta de la mala vida y acaso también con el flaneur abatido que siente el extrañamiento de su querida ciudad. Ya por entonces, el mundo discepoliano era el de la gracia perdida y el desencanto: “Verás que todo es mentira”. El mundo era inestable por naturaleza. Nadie estaba a salvo de ser abandonado “después de cinchar”, de encontrarse en la vía como un linyera, sin premios, sin recompensas, sin esperanzas.
Deslizándose entre la tragedia y la comedia, Discépolo había encontrado una manera terriblemente argentinae decir las cosas. Sus hipérboles y analogías, sus metáforas llenas de humor, sus apóstrofes llenos de rabia pero a la vez indulgentes resumieron el verdadero idioma de los argentinos. Más que por las situaciones y los personajes, sus tangos se adhirieron definitivamente a la memoria de toda una sociedad por sus hallazgos lingüísticos, por la violencia de su lenguaje. Con su estilo desmesurado, Discépolo se alejó de la idea canónica del poeta popular que dice las cosas bellamente para ingresar en una zona visceral de la comunicación. Venía del grotesco y se dirigió hacia un mundo musical y literario propio e irreductible. Tal vez por eso sus tangos —en especial los de su primera época— pueden hoy ser valorados después del rock, el punk y otros cortes abruptos. Aunque algunas letras reproducen los clisés del modernismo literario, el núcleo de la obra de Discépolo sigue apelando a la angustia del hombre moderno.

A fines de los años veinte, Dante Linyera lo bautizó ‘el filósofo del tango’. Discépolo se hizo cargo de la definición. No tradujo mecánicamente sus lecturas de Schopenhauer y Pirandello a las formas breves de la canción, pero logró que sus versos transmitieran un cierto efecto filosófico, básicamente existencial. Apeló a los tópicos de la ‘alta cultura’ de su tiempo: el automatismo de los arlequines, el juego de máscaras de la vida moderna, la prédica a un Dios ausente, la soledad y la alienación en el mundo moderno. No eran cuestiones ligeras, y en manos de otros autores hubieran desbordado, por incontinencia o petulancia, el horizonte de la canción popular. En cambio, Discépolo logró ‘bajar’ esas inquietudes a tangos que fueron profundos sin ser densos, reflexivos sin dejar de ser cantables.

Desde su papel en el filme ‘Mateo’ hasta su despedida en ‘El hincha’, Discépolo cifró en el cine muchas de sus expectativas actorales. Pero las veces que se animó a dirigir no logró desarrollar sus ideas dentro de los límites de un buen guión. Su talento, más episódico que argumental, su agudeza para el destello poético, su incapacidad para entender la trama industrial de eso que solía llamar ‘el monstruo moderno’ le permitieron plasmar algunas buenas escenas —generalmente musicales, como las de ‘Cuatro corazones’, su mejor trabajo para la pantalla— pero no una producción coherente que estuviese a la altura de sus mejores tangos.

No obstante las limitaciones de su cine y la discontinuidad de su teatro (‘Blum’ fue su último acierto), Discépolo cristalizó una imagen, fue una figura porteña —casi siempre al lado de su querida y conflictiva Tania—, un ‘caso’ argentino involucrado, al menos en la creencia de sus seguidores, con sus tangos, especialmente los de su última etapa: ‘Uno’, ‘Sin palabras’ y ‘Cafetín de Buenos Aires’, los tres escritos en colaboración con Mariano Mores.

Cuando hoy nos preguntamos por la clave de su trascendencia, no debemos desechar esa cualidad iconográfica. He ahí el Discépolo de los filmes y las fotografías, de las anécdotas y los rumores. Desde su papel de antihéroe nacional, Discépolo fue una estrella. Un intelectual-estrella, capaz de encarnar las historias de sus tangos valiéndose de su máscara de actor. Esto no sucedió con ningún otro autor de su generación.

Fuente: Clarín, 25/03/01

bottom of page