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Gabriel García Márquez dijo que “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y yo lo que pretendo es mecerme en la hamaca de los recuerdos, curucutear los relicarios de las reminis-cencias, zarandear las telarañas de las nostalgias, desem-polvar los anaqueles de las anécdotas, auscultar mi cora-zón eternamente enamorado del amor —que también de 

algunas soledeñas, ellas siempre bellas—, hojear el catá-logo de amigos conterráneos a lo largo de los diversos pe-

riodos de mi vida transcurridos en Soledad, evocar más de lo bueno que de lo malo y lo feo y escribir y escribir y escribir a ver qué carajada ha de resultar para este parto semanal que se conoce como El Muelle Caribe... (JO)

Soledad

‘Lejos de ti’,

amigo fiel y

3 caminantes

Por José Orellano

No había mundo para albergar nuestros sueños. Y el

que más se acariciaba era el de la libertad. ¡Sentirnos libertarios! Pero sin idearios anarquistas, que a lo mejor estoy pensando en escribirle a la Real Academia Española, RAE, para que, dada la belleza fonética de la locución —¡libertario!— reconsidere el significado que su Diccionario le acuña.

Entre parranderos empedernidos, fue precisamente la

parranda la que, entre tres jóvenes que Soledad había visto crecer —dos nacimos allí—, forjó una amistad a la cual el tiempo se encargaría de distanciar, pero no de diluir de los recuerdos. Y fue, precisamente, en medio de una parranda en las cuatro esquinas del mercado público del terruño, las tien-das de ‘El ñato’ Barrios y de ‘El cachaco’ y la cantina el ‘Capitolio’ —exactamente en esta cantina—, cuando los tres se juraron que, tres días después, se embarcarían en una gran aventura de jóvenes soñadores.

Toño Pedraza Fábregas

Éramos pateadores de bola’e trapo y de los tres, Ricardo, espigado, delgado pero atlético, era no

solo el de más edad sino el más ‘pintoso’. Ricardo Cabarcas ha de ser su gracia completa.

Con Toño Pedraza Fábregas armamos el trío que había de arriesgarse a salir a recorrer Colombia con

los bolsillos llenos solo de ganas y tres corazones desbordantes de ilusiones: ¡íbamos a conocer otros lares! Ninguno de los tres trabajaba en esos momentos ni tenía otros compromisos familiares sino vivir en los respectivos hoteles ‘papimami’. Y había de ser la pinta física de Ricardo la que nos serviría de ‘mete monos’ para superar muchas situaciones de hambre en el discurrir de la aventura.

En el ambiente mundial se consolidaba el ‘jipismo’ y hasta podemos decir que fuimos hippies, pero

sin fumar marihuana ni practicar maximizaciones de la irreverencia: ‘jipis zanahorios’, eso fue lo que fuimos. ‘Jiputas’, nos denominarían los amigos cuando regresáramos. Aunque, recordándolo bien, sí hubo algo por

ahí, una pincelada de irreverencia con más veras de mamagallismo: en Girón, Santander, nos echamos un discurso contra el consumo de carne: era domingo, habíamos amanecido durmiendo sobre unas carretillas en un mercado público y, hacia el medio día, solo teníamos algunas hojas de vegetales, un par de pepinos y otro par de zanahorias para almorzar, mientras las riberas pedregosas del río Girón estaban repletas de fogones y asadores en los que se preparaban los platos típicos de la región en práctica inequívoca del denominado ‘turismo local de olla’. Yo arengué desde un promontorio de piedras y me ufanaba de proclamar, junto con mis compañeros de aventura, el vegetarianismo. ¡Cuánta falsedad!, surgida de la misma hambre que nos estragaba: las tripas gritaban que querían comerse una morcilla o una longaniza o una carne seca asada o un muslo de gallina ‘sudá’ o una taza de mute, pero el orgullo nos obligó en ese momento a no mendigar, aunque nos hubiera quedado fácil pedir y ser satisfechos, porque nuestras pintas eran de caminantes

El río Girón, en Santander, hoy...

pobres-buena gente. ¿Vegetarianos, nosotros?, ja, que ahora, en estos entonces, habían de llamarnos ‘veganos’ (no solo nada de carne, tampoco mieles ni semillas, nada que tenga siquiera un contacto con los animales, es más: ¡ni lo que producen las huertas que se abonan con boñiga de vaca! Veganos, ja). Lo cierto es que no nos fue del todo mal con el ‘tráfico de cuchara’ gracias al físico de Ricardo: impactaba a cocineras y meseras de restaurantes y estas, embobadas, aligeraban cualquier bocado para satisfacernos los conciertos de nuestro jugo gástrico, el de los tres.

Para entonces, viajamos a lo puro auto-stop… Todavía los conductores de camiones y tracto-mulas

no dudaban en dar chance y lo llevaban a uno bien lejos y hasta nos permitían ganarnos unos pesos con ellos: cargando el camión con chatarra, descargando el cargamento de llantas… Y hasta le daban cigarrillo y las gracias a uno, porque podíamos servirles de copilotos, solo para conversar en horas de la noche y espantarles el sueño: nos turnábamos: uno al lado del conductor, los otros dos atrás, sobre la carga, fuera lo que fuera… Barrido de restaurantes por un plato de comida para tres… Una llamado a larga a distancia, vía marconi o telegrama, desde Telecom a papá para que, “por favor, viejo, gíreme algo” y los pesos que eran puestos hacia la ciudad a la que se seguía y se reclamaban… Lo aprendido en el Ejército puesto a disposición de las caminatas, extensas en diversas ocasiones: jalar para que Toño y Ricardo se pusieran, digámoslo así, a la pata mía —en ciclismo es ‘chupar rueda’—, alternar también, con Ricardo y Toño, la misión de ‘jalador’ de la fila india de tres y eche pa’lante caminante: éramos jóvenes y arriesgados. Allí en Santander también vivimos otra situación, con visos de melodramatismo: aún la subversión no era tan atrevida, pero ya Barichara y su entorno figuraban en los mapas militares señalados con puntos rojos como ‘zona roja’. Era domingo y tras habernos llenado nuestra vista y nuestros pulmones de verdor urbano, yendo de un parque para el otro en la, entonces, ‘Ciudad de los parques’, Bucaramanga, ahora ‘Ciudad bonita’, decidimos salir para Pamplona, en puro auto-stop. Una camioneta del Ministerio de Obras Públicas había de ‘aventarnos’ 24 kilómetros fuera de la capital de Santander para que el ángelus vespertino nos sorprendiera en un punto llamado ‘La Corcova’, a 1.600 metros sobre el nivel del mar y en cuyo entorno se adelantaban algunas obras de infraestructura… La Corcova era una sola calle-carretera, con comederos y casitas a lado y lado… Llegamos a unos de esos comederos y pedimos, contra el frío paramuno que aun prevalecía por aquellos años —hipotérmico enemigo de la temperatura del cuerpo—, tres sopas bien responsables: ¡válga-me Dios! Humeaban casi hirvientes al ser servidas, pero a la tercera cucharada ya eran una nata, casi repulsiva, tanto que para siempre me quedaría la sensación de que una próxima cucharada había de ser como un cubito de hielo con sabor a sopa santandereana… Pero eso no fue todo: apenas terminamos de ingerir el caldo casi congelado, se nos aparecieron tres uniformados de la Policía: al pueblito habíamos llegado tres forasteros que —nosotros que pensábamos pedirles alojamiento a la Policía—, a pesar de tener todos ‘los papeles en regla’, incluso una cédula de identidad militar de suboficial del Ejército de Reserva’,  muy lejos aun de ser mayores de edad no podíamos pernoctar allí porque, nadie quitaba que pudiéramos

Hoy que la lluvia
entristeciendo esta la noche,
y las nubes en derroche
tristemente veo pasar,
Viene a mi mente
la que lejos de mi lado,
El cruel destino ha posado
solo por verme llorar.
Y a veces pienso
que es tal vez mi desventura,
La causa de esta amargura
que no puedo soportar,
Quiero estar al lado de ella

para decirle que es bella,

Para decirle que nunca
podre dejarla de amar.

Pero estoy lejos de ti
sin saber cómo estarás,
Si estarás pensando en mí
o no me recordaras.

Solo sé que yo te quiero
con una inmensa pasión
Y que mi más grande anhelo
es que no olvides mi corazón.

Y así, cuando comenzaba a caminar

por el ejercicio remunerado de la embadur-nada de cuartillas, Soledad, mi terruño, me regaló una hermosa historia que conté en Diario del Caribe: el perro que, cada vez que escuchaba una canción, lloraba, hocico apuntando hacia el cielo, a los pies de un traga-níquel en la cantina ‘El senado’, misma que daba complemento a un cuarteto de establecimientos públicos soledeños a los cuales asistían, casi a diario, los hombres del pueblo a departir (y mamar ron): ‘Concejo’, ‘Cámara’ y ‘Capitolio’. Si mal no recuerdo había algún otro lugar para tertulias parran-deras, cuyos administradores trataban de que se conociera como la ‘Asamblea’. Como es de suponer, esos nombres hacían honor a lo que el común de la gente creía —cree y ha de seguir creyendo— que se hace en los reales recintos de cada una de esas corpora-ciones públicas: ¡hablar nido y pasarla bien, que en algunos han rodado el whisky, inclu-sos camuflado en tinto!

Me he visto abocado a hacer un puente

tecnológico Bogotá-Soledad para rastrear y volver a tener conciencia plena del título de la canción que hacía llorar al perro durante el lapso en que sonaba, que bastante era la plata que ganaba el administrador del ‘Sena-do’ generada por el extraño sentir de aquel animal irracional: un comportamiento que to-

celular—, volví a obtener un favorecimiento de Cuevas, mi guardián en

 madrugadas parranderas y quien, me cuentan, avanzado en edad aun está en sus papeles fu-mando cigarrillos como loco, pero alejado de cualquier travesura pasada, dedicado a su trabajo de guardia de otro amigo soledeño: Jose Antonio Florián. Ha sido el Cueva —creo que se llama Elberto— quien ha precisa-do, con exactitud extrema, el título de la

canción, un tango: ‘Lejos de ti’. La letra es de Raúl Garcés, la interpretación del inmortal Julio Herazo: 3 minutos 11 segundos de duración, para evocar los 3 minutos 11 segundos de lastimeros aullidos de aquel perro soledeño, cuando la molienda de canciones de despecho echaba al aire, entre sus lamentaciones musicales, el tema ‘Lejos de ti’.

Cuando publiqué la nota hará 44 años o un poquito menos, muchos no creían que fuera posible que

un perro llorara cuando escuchaba una canción, allá en Soledad, lugar de mi residencia, Debía ser una exageración de principiante de periodismo, ¡no me creían! Y para convencerse, muchos visitaron Soledad para ver al mamífero cuatro patas aullando sus dolores… Después, aquellos dudosos no me miraban a los ojos.

Frente al ‘Senado’, calle 17 carrera 19, quedaba el teatro Colón —hoy, ni el uno ni el otro: el ‘Senado’

pasó a ser una panadería, el teatro Colón se convirtió en centro de locales comerciales—, en diagonal, el caserón de don Demetrio De la Hoz, reconocido dentista del pueblo. Frente a la casa se don Demetrio y del ‘Senado’, el almacén de ‘El señor Madero’, tronco de una honorable familia en la localidad. Esas cuatro esquinas han sido y son zona de mucho movimiento. Del pueblo también era personaje Racedito, de boca en boca no solo por sus exageraciones al contar supuestas vivencias suyas sino también el sonsonete de su hablado. Racedito fabricaba chancletas y un día —siempre lo contaron así las malas lenguas—, fue a proponérselas al señor Madero. Este le contestó, a pesar de la insistencia del fabricante, que no estaba interesado. Contrariado, Racedito no iba a quedarse con esa. Se fue y contrató a un puñado de muchachos de su barrio, les sumó familiares suyos y les dio instrucciones para que fueran muchas veces, en seguidilla, al almacén del señor Madero a decirle que “Señor Madero: mi mamá que si tiene chancletas de Racedito”. Uno, tres, diez, veinte, un sinnúmero de visitas en pocos días preguntando por el producto movieron al señor Madero a buscar a Racedito y a comprarle toda su producción de chancletas… La historia cuenta que quedaron colgadas y arrumadas en los armarios por años, porque a nadie, en verdad, le interesaban las chancletas de Racedito.

Aristides Nicolás Donado Martínez —fundamental soporte confirmativo para estos relatos— da como

cierta la historia. Yo, cuando ya transitaba calendarios más allá de la ciudadanía, que entonces se alcanzaba a los 21, la escuchaba como un hecho real. “Se murió el viejo madero con las chanclas en el armario”, decía la gente, y ahora lo reitera Nico, muchos años después del fallecimiento del apreciado Caballero.

Continuará  

do el mundo quería presenciar al can en pleno show y metían y metían monedas, una y otra vez, y una vez más, al traga níquel para que sonara el tango. Y gracias al puente que he tendido —Facebook, e-mail,

A la derecha, la esquina donde quedaba el ‘Senado’  y al fondo el recuerdo del teatro Colón: cuatro esquinas de movimiento en Soledad.

Interpretación y letra de un ‘Lejos de ti’

ser ‘contactos de la guerrilla’ y, por si las, “es mejor que abandonen el pueblo” ¿Pero cómo?, preguntamos. “Nosotros les colaboraremos haciendo parar cualquier carro particular para que los lleve a Pamplona”, nos dijeron los policías. Y así fue: como a las 8:00 de la noche apareció una camioneta con su única cabina ocupada por conductor y acompañante y a disposición de los tres caminantes quedaba solo la mesa o la batea, como le llaman en México, o el compartimiento para la carga. “Lo toman o lo toman”, nos dijeron los policías con asentimiento de cabeza de dos jóvenes estudiantes, casi de nuestra edad, presurosos porque la noche rodaba y, bien temprano del lunes, iban a presentarse a la Universidad de Pamplona: a medianoche

ascendíamos, bamboleando de un lado para el otro y del otro para el uno, los tres hechos un nudo muy difícil de zafar y con media mogolla zampada entre los dientes y con la mandíbula-cráneo fuertemente asegurados con los calzoncillos para evitar daños físicos en la configuración facial ante el salvaje tiritar tanto por el frío del páramo de Berlín —tres caribeños en esas, sin el ropaje adecuado: a 3.200 metros de altura sobre el nivel del mar a la media noche— como el miedo casi de muerte ante el serpenteante ascenso. Ahora averiguo el porqué del nombre y establezco que se llama ‘La corcova’ en consideración a que en este sitio comienza un ascenso con predominación de curvas cerradas.

Ah, aquella aventura que, incluso, activaría para siempre mi oficio de escribidor. Garrapateaba el

diario de viaje. Inventaba frases. Me firmaba Onallero. Y escribía párrafos de atrás para adelante. Muchos años después, cuando había de leer a Daniel Samper Pizano en una nota dedicada a Serrat, a quien llamaba Tarres, me dije: ‘Tú lo habías hecho con tu apellido y el de algunos amigos hace rato, pero por ahí dejaste todas esas cosas sueltas sin prestarle mucha atención…’

Muchas cosas para contar de esa experiencia que, cada uno, aprovechó a su manera. Yo me decidí,

después de vender electrodomésticos y dictar clases, por la redacción: ¡45 años en ello! 45 años embadurnando primero cuartillas, ahora pantallas. Por y con placer y sin aspiraciones competitivas.

‘Lejos de ti’ y... ‘auuuuuuuuu’.

Evocaciones sobre el terruño que “me vio nacer” (VI)
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