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Gabriel García Márquez dijo que “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y yo lo que pretendo es mecerme en la hamaca de los recuerdos, curucutear los relicarios de las reminis-cencias, zarandear las telarañas de las nostalgias, desem-polvar los anaqueles de las anécdotas, auscultar mi cora-zón eternamente enamorado del amor —que también de 

algunas soledeñas, ellas siempre bellas—, hojear el catá-logo de amigos conterráneos a lo largo de los diversos pe-

riodos de mi vida transcurridos en Soledad, evocar más de lo bueno que de lo malo y lo feo y escribir y escribir y escribir a ver qué carajada ha de resultar para este parto semanal que se conoce como El Muelle Caribe... (JO)

Soledad

Entre notas de amor y de músicos,  

algún cheque sin fondos y algo más

Por José Orellano

Me has preguntado tú, apreciada amiga, si en estos relatos hablaré de mis experiencias sen-

timentales, más allá de mis amores platónicos tangibles y de mi primer beso romántico —labios sobre labios—, en mi terruño.

Me has advertido que, al ser de conocimiento público mi agitada vida amorosa —con verdades

irrefutables como la de los 8 hijos con diferentes madres—, esperas con cierta aprensión detalles sobre el tema si es que tengo, lo has dicho tú, “la osadía de hacerlo”.

¿Por qué me cuestiona y me plantea advertencias tan especial amiga conterránea?

No lo sé, porque desde siempre ha sido solo amiga. Sin derechos, aunque sí con deberes, esos que forja

la sinceridad de la amistad. Y hasta hoy, con más de medio siglo de relaciones amistosas, la franqueza ha si-do mutua.  Y la confianza también.

Te diré, pues, amiga, que tal asunto en mi vida no tiene mucha actividad para recordar en mis 23 años

continuos de vida vivida, día tras día, en mi Soledad del alma: no conlleva recordaciones en exceso emocio-nantes en las comparticiones de mis relicarios, en los que, en cambio, en estos momentos, flotan olores de bistec y de butifarras de ‘La mona’ García, bullen décimas de Gabriel Segura, complacencias musicales noc-turnales de Checo Acosta cuando aun él no era famoso y vuelven las emociones en torno al disfrute de que en diagonal a la casa de la viuda de Orozco, donde yo vivía en la calle Nueva, vivía Alci Acosta cuando salió su primer elepé con el tema ‘Odio gitano’. En esos compartimientos evocativos, amiga, escucho la voz de Efraín Orozco Araujo contándome, una y otra vez, la historia de ‘El mochilón’ y de ‘Mi vaquita’ y de muchas de sus más de cien composiciones —otros títulos de sus canciones no los preciso, aunque sé que Alci Acosta le grabó algunos—, y oigo también, en eterna audición, el sonido magistral del clarinete negro de Juan Gayaspá y su anécdota proverbial…

Te diré —y tú lo sabes mejor que yo— que más de una docena de chicas soledeñas hizo acelerar los la-

tidos de mi corazón y de mi pulso niño-adolescente… Que, durante mi adolescencia, anduvieron por largo rato haciéndome vibrar los rincones de mi alma… Que percibía de ellas, sin ‘malcreerme’ un Adonis, mariposas en sus estómagos cuando nos veíamos de frente o de reojos, pero que en casi todos los casos no fui capaz de

hacerles saber, ni siquiera por interpuestos amigos co-munes, que me gustaría intimar con ellas, de pronto co-rresponderles a su ‘traga’, a su ilusión niña-mujer, porque siempre pensé que los ‘correos’ terminaban quedándose con las pretendidas. ¡Y nunca fui amigo de celestinas o alcahuetas! Pude haberte pedido a ti que “me hicieras el cuadre”, pero no. ¡Jamás te lo hubiera pedido! Y hoy mi memoria está en capacidad, amiga mía, de hacer una lista en orden alfabético con todos esos nombres, pero no viene al caso. Dejemos esa lista allí guardada, en el cajoncito mágico del baúl evocador donde veo danzar ta-les gracias onomásticas en un baile como de gnomos, de un lado para el otro, sembrándome la sensación de que están burlándose de mí.

Nunca fui bueno para la ‘carreta del enamoramieto’

soltada al oído de la dama, aunque sí lo era, lo fui y aun lo soy, para las reconquistas tras una pelea. Preferí las oportunidades de un baile para ir transmitiendo de hecho y con hechos mis requiebros: ‘dátilmente’, espiraciones profundas al cuello femenino —y aspiración sonora de sus fragancias, de sus humores—, fusiones corporales selladas con abrazos que no estrujaban, pero sí trans-mitían. Jamás dije, de niño, de adolescente o de adulto, “dame un sí” o “dame un no”. Nunca lo hice entre mis admiradas soledeñas ni entre mis amores peregrinos, allende las fronteras del pueblo, del departamento y de la

patria toda. Cuando pude sufragarlo, acudí a la serenata. Y esas sí que movían corazones y desarmaban re-sistencias femeninas.

Solo una mujer soledeña fue novia mía: dibujaba en sus labios una sonrisa interminable, dulce pero e-

nigmática, ni siquiera la rabia borraba aquel gesto hermoso que nunca dejé de sentir en mis manos. Y ha sido la única de quien pedí su mano. La quería tanto cuando daba inicio a mi azarosa vida en paralelo con el perio-dismo que preferí dejarla sin anunciárselo, sin despedidas. Nuestros amores habían comenzado antes de mi ingreso a la planta de Diario del Caribe, tras varios meses de prácticas-aprendizaje —codeos con Rafael Sal-cedo, Aquiles Berdugo, Jairo Avendaño, Hernando Gómez Oñoro, Julio Roca Baena, Álvaro Cepeda no tan hombro a hombro, Ricardo Rocha, Fabio Poveda Márquez, Joao Herrera, el mismo Benedicto Molinares— y yo iba al medio día a esperarla a ella, mi novia, debajo de unos árboles de la calle 72, frente a la puerta del colegio donde ella trabajaba en Barranquilla, la colmaba de besos y la acompañaba hasta la estación de bu-ses hacia Soledad y yo seguía para el periódico. Algunos de mis compañeros de trabajo habían de verme cuando pasaban y me mamaban gallo todo el resto de la tarde, cada vez que me perdía al medio día.

De domingo a viernes, era dedicado a mi trabajo. Pero por la noche de los viernes comenzaba a forjarse

otro estado de parranda con mis nuevas amistades del periódico y otras que se iban abriendo y sumando gra-cias a la actividad del advenedizo, sin muchas pretensiones sino las de aprender y trabajar periodismo. Los sábados eran para el ‘desenguayabe’, cama corrida, y en los otros días los horarios de trabajo se extendían, por pura pasión y placer, hasta bien entrada la noche. A mi novia con mano pedida, pero sin fecha establecida para el matrimonio, la fui abandonando. Y en medio de la nueva ‘vida social’ a la que ingresaba sin arribismos, hizo aparición una tal Maritza Rosado, que vino a cambiar el derrotero de mi vida. Con ella surgieron cosas nuevas tanto en el corazón como en la piel, una relación afectiva y el destape reprimido, ahora sin retenes ni aduanillas, del deseo masculino.

Mi vida daba un giro de 180 grados. Otros eran los escenarios donde me movía. Ya no eran las cuatro

esquinas de las tiendas ‘El concejo’ de ‘El viejo’ Pozo y ‘El amigo del pueblo’ de Héctor Duque y las colas del patio de las Rosales y ‘El cuba’, ni el ‘Rey soy’ ni los billares ‘Oriental’, ni los teatros Olimpia y Colón, ni la American Bar ni el atrio de la iglesia de San Antonio de Padua —santo patrono del pueblo—, escenario de más de un beso robado a mi novia, esa de dulce y eterna sonrisa cargada de enigma, en la oscuridad de al-gunos de los tramos del andén que flanquea por los cuatro lados el sitio de mis rezos infantiles, juveniles y adolescentes y de mis dos discursos luctuosos que, años después, había de pronunciar, desde el Altar tallado

...fusiones corporales selladas con abrazos que no estrujaban, pero sí transmitían, para conquistar...

en oro, en las misas de cuerpo presente y despedida para siempre de mamá y papá: ¡Cuánto llanto comu-nitario, muestras de amor hacia mis viejos, había de ser derramado al compás de mis palabras!

Pues bien: desde cuando comencé a ‘asentar-

me’ en mi labor periodística en Diario del Caribe, nun-ca más volví a hablarle a mi única novia-novia solede-ña. Cuando ella pasaba por mi enfrente, no era capaz de buscarle la mirada. Pero la verdad: me alejé de 

ella sin palabras, me fui de ella para no dañarla, para no lastimarla con la frecuencia inusitada con que lastima un parrandero desabrochado, por siempre enamorado del amor, como lo he sido yo...

La única novia-novia que tuve en Soledad ha si-

do la única a la que le llevé serenata con el tema ‘Mo-na Lisa’ —nada que ver con ‘Los alkilados’ del hoy—, interpretada por el violín de maestro Rafael Rosales, la guitarra de Teódulo Cervantes y la voz, cuando aún no era famoso, de Alci Acosta Agudelo, ‘El checo’, y yo aún no era titular de la planta de Diario del Caribe, pero en sus instalaciones pasaba días enteros, como si estuviera devengado y en el pueblo metia ‘mis mo-nos’. Participaba también en un programa de radio con Germán Donado y la pintora Aminta Geraldino y me codeaba con esos músicos, frecuentes de mi ca-sa, la casa que por fin había comprado papá, la casa propia, al lado de Lucio De la Hoz. Checo también a-parecía en momentos de parranda e iba conmigo a poner serenata, muy cerca de la casa en la cual yo vivía, en la Calle 20. “Mona Lisa, la de mística sonri-sa, cuánto diera por tu gesto adivinar…” o algo así, gemía el violín del maestro Rosales.

Después todos nos fuimos distanciando. Checo

tomaría el vuelo exitoso que había de tomar y deja-mos de intimar y ya no hubo más serenata pedidas por mí. Pero alguna vez había de referirme a él desde Valledupar, en notas para El Heraldo durante la co-

cobertura de un Festival de la Leyenda Vallenata. Le decía que no le quedaba bien que se desgañitara pidien-do “una histeria… una bulla” al público, que para eso tenía su presentador, que lo suyo era cantar, provocar la histeria colectiva y subir la bulla con sus interpretaciones, no alzar la voz para reclamarlas. Jamás supe si lo leyó o no, pero no hemos vuelto a relacionarnos.

Foto Fabiolamorera.com.co

Ahora evoco en todo su periodo de ‘em-

plumaje’ a mi hermana Sol María, 3 años ma-yor que yo, el día en que fue presentado ofici-almente por las emisoras de Barranquilla el primer elepé que grabó como solista Alcibia-des Acosta Cervantes —el papá de Checo— con el tema ‘Odio gitano’, de la autoría de Cristóbal San Juan. Recuerdo, como si estos fueran los instantes precisos de aquel ‘…tú sabes que las lágrimas del alma, no brotan a mis ojos por cualquiera’, una y otra vez pues-to en una molienda musical interminable des-de la máquina de sonidos de aquellos enton-ces en la casa de los Agudelo, en la calle Nueva, diagonal a donde yo vivía, amplifican-do para que todo el pueblo supiera que otro músico soledeño, después de Pacho Galán, había llegado al mundo discográfico para in-

mortalizarse. Aquella mañana, Sol María y yo

nos bañábamos en la calle con el chorro de una manguera. Y desde aquel ‘Odio gitano’ —‘¿Qué tratas de insinuarme con tus actos, a mí que te saqué de la amargura?’—, Alci Acosta no pararía en éxitos, los cuales aun sigue cosechando tanto en presentaciones personales como en grabaciones del recuerdo. En mi condi-ción de periodista, a él le haría, mucho años después, quizá 50 años más tarde del pasaje de ‘Odio gitano’, uno de mis mejores trabajos para televisión en el espacio mañanero ‘Tinto y tema’ del noticiero Telemundo de Telecaribe producido por Pasatcol de Arturo Meza, dirigido por mí y presentado por Edgardo Caballero y Fabiola Torres. Un ‘Tinto y tema’ para, por siempre, recordar... ¡Ah!, y Sol María, misma a quien Juan Gossain haría parar en el Paseo Bolívar para preguntarle si era hermana mía porque “tú eres José Orellano con tetas”.

Foto me-tro.blogspot.com

Al compositor Efraín Orozco, tras nuestras relaciones co-

merciales en el salón-billar ‘Rey soy’, donde, en ocasiones, me era encomendado el productivo trabajo de ‘coimer’ por él mismo —después de que muchas veces me le volé sin pagar el chico que perdí, para cancelárselo después y me permitiera volver a jugar en sus destartaladas mesas de buchácara y billar—, me le fui metiendo en el corazón cuando yo ya fungía como periodista y ya no era el ‘levero’ de la clase de español en el Bachillerato Masculino Codesol. Me buscaba y me invita-ba a su casa a compartir con amigos, uno de ellos don Pepe Bejman, propietario del que fuera un famoso restaurante de Barranquilla: ‘Mi vaquita’, al cual Efraín Orozco le compuso una canción promocional, cuyo estribillo más pegajoso decía: ‘Si quieres comer sabroso, vete a mi vaquita ya’… Por inter-medio de Efra, también ingresé a las profundidades sinceras

de los cálidos afectos de don Pepe… Él venía haciéndole se-

Checo Acosta, sus serenatas con el autor de esta nota.

Alci Acosta, la vez que se estrenó ‘Odio gitano’.

guimiento a mi labor en El Heraldo y una vez me llamó por teléfono a la oficina para invitarme a que hiciera parte de un ágape que él le ofrecía a miembros de la colonia hebrea en Barranquilla… Después, las visitas a ‘Mi vaquita’ se me hicieron frecuentes, hasta el día en que don Pepe no pudo aguantarse más y me lo dijo: “Quiero que te vayas un año para Israel, con todos los gastos pagos, y escribas un libro sobre la gran hazaña de los israelitas: estar llevando agua hasta sus granjas mediante una tubería que sale del mar y atraviesa un extenso desierto. A tu familia le giraremos mensualmente el salario que te ganas en El Heraldo, pero como contrapartida solo te pedimos una cosa: que escribas una crónica mensual para el periódico, hablando favora-blemente de los hebreos…”. Ganas de decirle que sí, de una vez, no me faltaron, pero le pedí unos días para pensarlo, los suficientes para hacer tanteos con el director Juan B. Fernández Renowitzky. Todo era posible, hasta lograr una licencia no remunerada de un año, pero el único contratiempo era la contrapartida planteada por don Pepe. Al cabo de una semana, mientras almorzaba una jugosa ‘punta-gorda’ con yuca en ‘Mi vaquita’, se lo dije: “No puedo aceptar, con todo el dolor de mi alma”. Es que El Heraldo no iba a permitirme la publica-ción mensual de mi crónica, así fuera pagada como publirreportaje: no quería verse involucrado, mera diplo-macia del exembajador de Colombia en Chile, en medio de una situación conflictiva entre hebreos y palesti-nos, que para entonces estaba bien subida de tono. A Efraín Orozco le dolió mucho mi obligada negativa, sin

embargo entre este, don Pepe y yo perduró la amistad, matizada muchas veces con uno que otro whisky…

Efraín Orozco A: del ‘Rey soy a ‘Mi vaquita’.

Juan Gayaspá fotografiado por el pincel del pintor soledeño Raúl De la Rosa.

Para mí, Soledad sí era el

mejor vividero del mundo y no son ganas de repetir el desgasta-do sentir de lo que todos dicen sobre algún sitio. Era el pueblo-pueblo ideal para la parranda con amigos, un pueblo sano, se-guro, en el cual individuos con alguna mala reputación social no hacían prevalecer tal condición ante un conocido, sino que prefe-rían caminar a su lado cuadras y más cuadras como acompañan-tes para evitar las malas horas que, por ejemplo, pudieran sonar durante el discurrir de una ma-drugada que se nos vino en la calle desde la noche emparran-dada con tal de que nadie se metiera con uno. ‘El Cueva’, por ejemplo —Cueva era su apellido, aunque sonaba más a alias—, e-ra uno de esos: cuando me veía pasar en ‘tres quince’ a mitad de madrugada, ya yo en El Heraldo, se me pegaba ‘y es que nadie te va a tocar, viejo sapi’, me decía. Se volvía mi guardián por largos trechos, hasta percatarse de que mamá ya había asegurado la puerta, una vez entré a casa. Pa-pá y mamá nunca me dieron lla-ve de la puerta, pero mis dos últimas hijas la cargan desde los 16. Días después, Cueva me pe-día ‘pa´la gaseosa’, que yo siem-pre creí que era para un tabaqui-to. El tiempo en el cual más me

dejaba proteger de Cueva en mi camino a casa —en alguna época fuimos vecinos, en la calle de ‘La pobre-za’—, era durante los días de fiestas patronales: religiosas, paganas y gozonas para todo el pueblo. Eran esas ‘fiestonononas’ gracias a las cuales a Soledad llegaba mucha gente de otras partes, especialmente maricas a venerar su santo patrono, por eso la fama que se nos ha querido endilgar. Eran esas fiestas en las cuales el clarinete de un músico llamado Juan Jiménez pero conocido como Juan Gayaspá no dejaba de sonar un solo día en la plaza, un músico espontáneo que tenía como su principal motor para actuar el Ron Blanco y quien había de escribir con palabras —él que no distinguía la O de la A— una de las anécdotas más imperecederas en mis recuerdos, en mis nostalgias, en mis añoranzas. Con algunos de mis amigos socios del club social ‘Los espaciales’, andaba de parranda en la tienda-cantina ‘El concejo’ de ‘El viejo’ Pozo y hasta allí se acercó el maestro Gayaspá con su infaltable ‘Lito’ o ‘Nucito’, su hijo, que tocaba el redoblante, y el ciego de oro que iba a todas partes con ellos y tocaba los platillos. Víspera de San Antonio de Padua y la orden era celebrar. En medio de las emociones alcohólicas quise llevar irresponsable serenata y le solicité sus servicios a Juan Gayaspá y sus muchachos. En ese entonces le ofrecí 60 pesos y dos botellas de Ron Blanco. Juancho aligeraría el trago que le había servido, lo pasaría por su gaznate sin estremecerse y sin que se le arrugara su rostro de muy pronun-ciado mentón y me respondió con esa voz de tono inimitable que lo caracterizaba y que podría graficarse así: “¿Yyyyy pooor queeeeé noooo meee daaaas mejoooor doooos peeeeesos y seeeseeeenta boteeeeeellas deeeee Ron Blanco?” (¡Y por qué no me das mejor dos pesos y sesenta botellas de Ron Blanco!). Como es de suponer, no hubo serenata. Y la salida genial de Gayaspá me salvó de incurrir en una incomodísima situación tanto para uno como para el otro lado. En medio de mis tragos, aspiraba llevar esa serenata a la exnovia soledeña. A la dama que dibujaba en sus labios una sonrisa interminable, dulce pero enigmática, que ni siquiera la rabia podía hacer borrar aquel gesto hermoso que nunca he dejado de sentir en mis manos.

El pasaje había de suceder para ser recordado por siempre, mientras Juan Gayaspá había de quedar

haciendo parte de ese listado de grandes artistas soledeños como Antonio Lucía Pacheco, Alejandro Barceló, Pacho Galán, Efraín Mejía, Rafael Rosales, Alci Acosta, Armando Galán, Efraín Orozco, Fernando Galán, Teódulo Cervantes, Amina Jímenez, Vicky Rodríguez, Javier Echeverría, Checo Acosta, la Cumbia Soledeña, la Cumbia Siglo XX, los Soneros de Soledad, Los pregoneros, Eduardo Jinete y la orquesta ‘La renovación’ y pare de contar…

Al comienzo de esta entrega le decía a mi amiga soledeña que en las compar-

ticiones de mis relicarios estaban flotando olores de bistec y de butifarras de ‘La mo-na’ García… Y sucede que algún ‘acontecimiento’ raro de mi pasado estaba exacer-bándome, me producía irritabilidad en el instante puntual de ese recuerdo: el de un cheque sin fondos, y un pecadillo más allá, girado a nombre de Eufrosina García… Sucede pues que de visita y caminando por las calles de mi pueblo me había encon-trado una chequera, la recogí y la guardé en mi mochila arhuaca. Por la noche había de emparrandarme con los amigos y cuando hizo hambre nos fuimos a comer donde ‘La mona del Colón’, que así se le llamaba a doña Eufrosina, la del bistec más deli-cioso del mundo: carne frita entre perfectas rodajas de tomate y cebolla cabezona. Pedimos ese plato y también mondongo y alguna buena sarta de butifarras… Yo era asiduo cliente de ‘La mona’ y, al término de la comelona, no hubo inconvenientes, como en otras ocasiones, para preguntarle que si me recibía un cheque. Ella dijo que sí. Pero yo no tomé mi chequera del Banco del Estado sino que, ‘cosa de tra-gos’ —lo justificaba después—, agarré la que me había encontrado, arranqué un cheque y lo llené con una cantidad apreciable, pues éramos seis o siete los que ha-bíamos asistido al banquete. Firmé, lo entregué y me despedí… La tarde del día si-guiente, cuando surgía de los efluvios del alcohol y puntualizaba las embarradas de la noche anterior mientras trataba de redactar una noticia, recordé lo del cheque no solo sin fondos sino sobre chequera de otro: estafa, falsedad, podían acusarme de ‘chequera robada’, imaginaba, y abandoné a la volandas, con cualquier excusa, las oficinas de El Heraldo en la calle Real de Barranquilla, salí a la plaza Colón, tomé un taxi y volé a la calle Cocosolo de Soledad, a la casa de doña Eufrosina. Sin darle las buenas tardes le dije que el cheque no tenía fondos y, para mi sorpresa, ella me res-pondió amigablemente: “Sabía, José Orellano, que hoy mismo estarías aquí. No sé por qué, pero anoche mismo imaginé que ese cheque tenía algo raro y por eso hoy no me afané en mandar a cobrarlo. Estaba esperándote”… Le confesé no tanto que el cheque no tenía fondos sino que era de una chequera que no me pertenecía... “Creo que por eso fue que me abstuve de diligenciarlo”, me dijo. “Otras veces me has pagado con cheques del Banco del Estado y este es de un ‘Bank no sé qué’ que yo no conozco”. Le pagué en efectivo y delante de ella no solo rompí aquel cheque tramposo sino todos los de la chequera... Aquel desliz quedó para siempre entre ella y yo, ni siquiera su hijo Fernando Castañeda lo supo, nunca me lo ha comentado. Y

haber recordado este pasaje de mi vida loca cuando aludí a los olores a bistec y bu-

Butifarras evocativas en el pincel de Fernando Castañeda, hijo de ‘La mona’ García.

tifarras de ‘La mona’ había de causarme escozor, ciertos ramalazos de enfado. Por eso trataba de olvidarlo

hasta que se acercara el momento del cierre de esta nota de hoy… ¡Y el momento llegó! Y el malestar de ese feo recuerdo lo desfogué, ha sido como una catarsis.

No me lo has preguntado, apreciada amiga, pero lo más probable es que haga un pare en estas evoca-

ciones, solo por quince días. Sí, estoy casi seguro de que mis remembranzas continuarán el 10 de octubre…

Continuará  

Evocaciones sobre el terruño que “me vio nacer” (VI)
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