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Reminiscencias sobre un ayer que no volverá

Riohacha:

entre baños en

arena, muendas,

mitos y leyendas

De las cuatro esquinas, dos casas eran de material y las otras dos de barro o bahareque...

Había noches en las que contaban fabulas como las de tío conejo o tío maco o tío tigre o la del por qué el morrocón tiene el pecho hundido...

Ilustración de Emagister-Andrés Sánchez

Cuando termino la fiesta vino la vaina buena, porque la paloma se fue con su palomo y se olvidó del morrocón.

Ya casi todos habían abandonado la fiesta y el pobre animalito ahí en la orilla del cielo sin quien lo bajara. Tío maco que era terrible y para colmo estaba tomado, lo vio y se acercó, preguntándole por qué estaba tan triste… El morro-cón le contó que la paloma lo había dejado y no tenía quien lo bajara. Tío maco en forma jocosa le contesto “¿y ese es el problema? No te preocupes, ya te ayudo”. Se puso detrás del morrocón y con las dos patas le dio un empujón: el pobre morrocón cayó de pecho sobre una piedra y así fue como se le hundió el pecho.

Así transcurría nuestra niñez y juventud, hasta que llegó la televisión y se dio inicio al final de las reuniones fa-

miliares. Es posible que nosotros hubiéramos sido la última generación que disfrutó de los juegos grupales y escu-chó los mitos, leyendas y fabulas contadas por nuestros padres.  Ya mis hijos son de la época de las computadoras y los celulares inteligentes o de altas gama, todo lo cual ha llevado a la sociedad a ser cada día más individualista: incluso en las reuniones familiares, cada uno está inmerso en su equipo, aunque aparentando están reunidos… Ya no se conversa, sino a través de los chat aun estando frente a frente, en el mismo lugar. Son nuevos comportamien-tos, en medio de los cuales se ha venido perdiendo hasta el respecto de los joven hacia sus mayores, sus propios padres.

Aquellas de antaño son costumbres pueblerinas que ya nunca volverán.

Entre otras cosas, estas historia

también eran utilizadas por los padres y abuelos para infundirles temor a los hi-jos, para que no fueran desobedientes. No siempre las historias eran de espan-tos o de cosas raras, también había no-ches que nos contaban fabulas como las de tío conejo o tío maco o tío tigre o la del por qué el morrocón tiene el pecho hundido: había una fiesta en el cielo a la cual estaban invitados todos los animales. El morrocón quería ir pero no encontraba quien lo llevara. Como no tenía alas, debía pedirle el favor a algún animal alado, pero ninguno de sus amigos quería asumir ese compro-miso. Estaba muy triste y cabizbajo, la-mentándose porque Dios no lo había dotado de alas. El día de la fiesta y en-tre los animales se sentía el ambiente alegre: pasó una paloma y el morrocón le rogo y rogó, hasta que la paloma aceptó subirlo a la fiesta.

tranjeras: Radio Habana de Cuba, Radio Miami en español y las de Venezuela. Los jóvenes se recreaban con jue-gos como: ‘El escondido’, ‘La quema’ o rondas como ‘El marinero’, “componte niña componte que ahí  viene tu mari-nero, con ese bonito traje que parece carnicero… Anoche yo te vi bailando el tulipán, con las manos en la cintura para sacarte a bailar” o a ‘La patilla jaba’, “patilla jabá jorobá, el que mire pa’tras, penca llevará”. Muchas veces, e-sos juegos de contacto terminaban en peleas, pero rápidamente se calmaban para seguir el juego. No había renco-res, estos juegos fortalecían la amistad entre vecinos. Era normal escuchar a las madres expresar que por una pelea de pelaos no podían acabar la amistad, “ellos después quedan bien y siguen jugando”.

Parecíamos hermanos, había mucho respeto por los mayores, que tenían la potestad de reprender a cualquier

joven de la cuadra, como si fueran sus hijos. Eran tiempos en los cuales a la hora de las comidas los platos iban de una a otra casa: interminable intercambio de alimentos o reparto entre vecinos o familiares cercanos. Para enton-ces, los niños wayuu no morían de hambre. Esa hora era muy mortificante para algunos, pues teníamos que dejar de jugar para hacer el mandado… Para otros no lo era, por el contrario: esperaban ansioso el llamado de la mamá: “Ven a llevarle el almuerzo a fulanita, que tú sabes que a ella le gusta es esta comida”. Cuando el envío era para un familiar, sobraban los interesados en hacer el mandado: le garantizaba un almuerzo extra para el que lo hiciera. Entonces, muchos esperaban ansiosos el cotidiano llamado.

Tiempos aquellos en que no teníamos televisor en casa —ese privilegio era de muy pocas familias, sobre to-

dos las acomodadas— y las noches oscuras eran propicias para reuniones familiares en las cuales los adultos re-ferían cuentos y leyendas que se transmitían de generación a generación, lo que ahora llamamos ‘tradición oral’, es decir: literatura popular, generalmente de carácter anónimo, tradicional, la que el pueblo hace suya, de paso sepulta al autor original y a la que cada quien somete a reelaboraciones y modificaciones, introduciendo aun toque personal. Entre otras, me acuerdo de un mito recreado por mi papá: en un pueblo cualquiera había una señora muy chismosa, de esas que en horas de la noche, ante cualquier ruido, se asoman por las ventanas de la alcoba que daba a la calle, para ver qué pasa. Una vez, ya tarde en la noche, sintió un murmullo que venía de la calle, al asomarse, frente a su ventana vio a una pareja, un hombre y una mujer, bien vestidos, como si fueran para la misa del domingo. Ella con un vestido largo de la época y él hasta con su sombrero, elegantísimo. Al notar que ella los estaba mirando desde la ventana, se le acercaron y la mujer, con voz casi como en un susurro, le pidió que le guardara un paquete envuelto en papel de bolsa que el hombre llevaba en las manos, con el pretexto de que les daba temor seguir con él, porque posiblemente más adelante alguien se los pudiera quitar, que ellos, al otro día, bien temprano, pasarían por su paquete; la fisgona, muy amablemente les recibió elencargo, y volteó a ponerlo en la mesa de noche. Des-pués comentaba que cuando volvió la cara para mirar hacia afuera, ya no estaban los personajes, habían desapa-recido como por arte de magia. Al otro día, no llegaron por el paquete y así pasaron muchos. La vieja chismosa es-taba intrigada por saber qué contenía el paquete que le habían dado a guardar. Le comentaba a su marido que quería abrirlo para ver lo que era, pero él le decía que no lo fuera a tocar, que esperara que llegaran los dueños. Era tanta la intriga de la señora, que un día que el marido no estaba procedió a abrirlo y lo que encontró fueron las cani-llas de un esqueleto. Quedó petrificada y perdió hasta el habla y más nunca abrió la ventana para chismosear. Ter-minaba mi papá haciéndonos la recomendación de que, de noche, no se le recibiera paquetes a gente desconocida.

Así como esta leyenda, había muchas, la de ‘La llorona’, la señora aquella cuyos hijos murieron quemados en

la casa, porque los dejos solos, para irse a bailar a la fiesta del pueblo. Decían que desde entonces salía todas las noches por las calles del pueblo llorando a sus hijos en un grito lastimero: “Ayyyyyyyyyyy mis hijooooooos”, y niño que encontraba solo en la calle se lo llevaba. Luego de estas secciones de cuentos, mitos y leyendas, muchos de nosotros no podíamos dormir. Cuando apagaban las velas o las lámparas, quedando a oscuras la casa, sentíamos pasos y hasta el llanto de ‘La llorona’ en los lamentos de un gato enamorado. Por lo menos yo lloraba y hacia todo lo posible para terminar durmiendo en la cama de mis padres, donde me sentía abrigado y seguro de que ningún es-panto iba a llevarme. Mi papá era complaciente y se levantaba de su cama y me cargaba para llevarme a la de ellos, con el disgusto de mi madre, que manifestaba siempre que “para que te pones a oír esas cosas, para después no querer ni dejar dormir”. Mi papá no me acostaba con ellos, así me desgarrara en llanto, cuando iba a tener juegos de cama con mamá.

Aquellos areneros de nuestras calles nos servían

no solo como campos de juegos sino también para el rebusque de las golosinas de la épocas. Y mencionare-mos la esquina de la calle 11A con la carrera 11, porque la calle llevaba al hospital y la carrera al cementerio cen-tral. Por esa esquina debían de transitar, obligatoriamen-te, los poquitos carros que había en la época, casi todos camionetas Ford F100, que prestaban el servicio de ta-xis. De cada 10 que pasaban por allí, 7 se atollaban en el arenal.

Algunos jóvenes, mayores que nosotros, se senta-

ban a la puerta de sus casas, mientras que otros lo ha-cían en las esquinas de la casa del profesor Orlando Vergara o la del señor Julio Gómez. De las cuatro esqui-nas, dos casas eran de material y las otras dos de barro o bahareque, de estas una de nuestra familia y la otra del señor Rafael Fuentes. Los jóvenes se hacían los de-sentendidos y no movían un solo músculo hasta cuando el dueño del carro atascado los llamaba para negociar.  El pago podía ser, por ejemplo, para la compra de pale-tas o panes o bolis, “usted sabe tío que terminamos su-dados y necesitamos con que refrescarnos”. Eran los términos de las negociación. Si la respuesta era afirma-tiva, una simple seña pre-acordada bastaba para que los menores les lleváramos palas y troncos con los que ha-cían el trabajo. Algunas veces los choferes hacían ‘co-nejo’ y con el mismo envión realizado para sacarlo de la arena seguían de largo, huían, sobre todo los choferes que no eran riohaceros. Así transcurrían los días de jó-venes y niños de la cuadra, después de que salían de las escuelas y colegios, cuando por lo general la jornada escolar para los varones era matinal. 

Muchas veces, a la luz de la luna, era común ver

grupos de jóvenes jugando, mientras muchas de las ca- sas se alumbraban con velas o lámpara a querosene, combustible que también se utilizaba para las neveras. Nuestros padres escuchaban emisoras de radio ex-

Por Luis Roberto Herrera Mendoza

Para entonces, nos bañábamos en la arena como las gallinas.

Eran aquellos tiempos en que Riohacha tenía servicio de energía eléc-

trica por horas y solo sus primeras calles, del mar hacia el casco urbano, esta-ban pavimentadas.

Éramos muy niños y nos pasábamos todo el tiempo revolcándonos en los areneros que eran  las calles. Y a la

hora de irnos a acostar, ‘mojosos’, el cuerpo cubierto de arena, sin bañaros con agua, éramos ganadores de una limpia o muenda o reprimenda de manos de mamá. Ocurría casi a diario. ‘Puercos’ que éramos..

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