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Evocaciones periodísticas: Desde una sala de redacción

Tras las

huellas de

unas letras

Y anota la autora: “...interminable es la lista que pudiera hacerse sobre las lecturas literarias que traía ese interesante Suplemento, hoy reemplazado por otro de nombre ‘Latitud’, el que poco leo porque la pasión no me alcanzó a marcar sus sendas de lectura”

Crónica II 

Por Nury Ruíz Bárcenas

Párrafo final de Crónica I:
Simplemente La Cueva (Primer tiempo)

Tampoco me imaginé que con regularidad vería a Álvaro Cepeda

Samudio muy de cerca, el de La Casa Grande, y de Todos estábamos a la espera, transitar por el frente de la mía (también grande, situada en el barrio Boston), ni me imaginé que compraría con regularidad los sabrosos helados caseros preparados por mi madre; sin conocernos de cerca ni saber de su trajinar literario mucho nos saludábamos, aunque a decir verdad, no sentía tanta simpatía por él, me parecía pedante; iba a veces a pie cuando salía de La Cueva, o llegaba en su camioneta. Ya para ese entonces, en verdad, “el nene” era “cabellón”. Con toda seguridad, regresaba de La Cueva aquel tipo varonil y simpático que atraía hasta a las jovencitas y que después, muchos años con sus días pasaron, cuando lo encontré en las instalaciones del extinto periódico barranquillero Diario del Caribe como Director.

Y menos aún, en aquella lejana época, iba a pensar que yo, la misma niña asustada por un grillo, un juguete, o quizá solo con una gran imaginación, que volvería a pisar ese sitio, La Cueva, pero por dentro; aquella esquina a la que mi padre siempre me prohibió acercarme porque estaba lleno de hombres borrachos,

nunca más por allí, no volvería a mirar hacia adentro donde hombres extraños hablaban de cosas extrañas… Mis dos compañeras se fueron cada una para sus casas, no sin antes golpearme por el antebrazo y decirme con inocente rabia: ¡Viste, viste! ¡Tú y tus inventos! ¡Ahora por tu culpa no vamos a poder almorzar! ¡Qué asco! No les respondí, ¿para qué? Si tampoco yo podía comprender lo que había visto allí, en ese sitio al que desde tiempo atrás le llamaban La Cueva, situada frente a la Farmacia Boston donde Yesid, el boticario, me aplicaba dolorosas inyecciones de complejo B para ayudar a desarrollar mi delgadez por falta de apetito; La Cueva, diagonal al ‘mercadito’ donde vendían los pescados más frescos del barrio, y al lado de este, en un gran lote cercado, un circo en aquel tiempo allí instalado, de cuyos predios dicen que se escapó uno de sus feroces animales dispuesto a entrar por la puerta de una Cueva creyendo que era la suya. Pero se equivocó, era la de ellos, la del Grupo de Barranquilla, la de los que serían llamados Los intelectuales... Mis amigas se fueron casi volando. Y yo también. Agarré con fuerza la falda plisada de mi uniforme para empezar a correr, atravesar la avenida 20 de Julio y llegar a mi casa, callada, sudorosa y muerta de miedo. ¡No podía comprender cómo un hombre se engullía tan campante un inocente paco-paco, sin saber que después, con el correr del tiempo, ese acto trivial quedaría escrito en la historia de la literatura de Barranquilla… Nunca sabremos si fue verdad o mentira lo del animal que se tragara aquel personaje, o si mientras se empinaba una cerveza y otra y otra más, realizaba un acto de magia sin pensar que haría famoso también a un inocente animalito. Quizá fue una realidad mágica de esas que debe tener toda creación literaria, como las que inventó después Gabriel García Márquez…

Pero el tiempo ineludible pasó, y con él me hice adulta. Sin buscarlo, de manera sencilla y simple conocí y

conversé de cosas triviales con Gabriel García Márquez, el de Cien años de soledad, el de La Cueva, el hombre al que encontraba en el antiguo colegio de bachillerato de la Universidad Libre donde fue rector un negro de corazón blanco, el famoso maestro Carlos Palacios, su amigo –y también mío–, con quien Gabo conversaba de sus inclinaciones políticas: las de izquierda, y también le daba charlas a los estudiantes de la Libre. Después, los dos amigos tomaban la infaltable cerveza en la tienda de la esquina del colegio de bachillerato, diagonal al Sena Comercial.

Por Nury Ruíz Bárcenas

Al concluir la presentación de quienes integraron el Grupo de Barranquilla (aunque quizá se quedó

algún narrador o poeta por fuera), no puedo menos que traer al presente una pequeña evocación de aquel tiempo en que los primeros literatos hicieron de las suyas: escribieron a su antojo, narraron a su antojo, y, al final, quizá sin saberlo, armaron la historia de la literatura en Barranquilla a su antojo.

No los conocía de trato desde la altura de mi adolescencia, ni siquiera sabía sus nombres; simplemente

al pasar desde lejos agarrada de la mano de mi padre, los veía cómo tomaban cerveza y se empinaban los vasos hasta dejarlos secos; hoy, con el tiempo, he aprendido que en el argot popular a la cerveza rebosante de espuma se le llama: vestida de novia. Esa era la que tomaban como agua. Corría el año 1960. Tenía yo a lo sumo algunos doce o trece años cuando caminaba ese sábado del colegio hacia mi casa situada en el barrio Boston, a la vuelta de los que según algunos se llamó a ese sitio El Vaivén, pero después se rebautizó bajo otro estrato social, todavía conocido como La Cueva.

Siempre tuve transporte escolar de lunes a viernes, a pesar de lo cerca que vivía del colegio. Aquel

sábado no fue así, porque mantenía actividades extracurriculares en el colegio (así le llaman hoy) a las que debía asistir por obligación, aun sin el servicio de bus. El Colegio del Caribe, mi colegio, ¡mi pobre colegio! ya desvencijado e inundado por la maleza y el olvido, que dejó volar la buena formación escolar, quedaba a la altura de la calle 59 con carrera 37. Su rectora fundadora doña Helena González de Chauvin, dama siempre preocupada por la educación de la mujer barranquillera, fue la pionera en implantar la educación comercial en la ciudad, primer grado que obtuve. Allí me enseñaron taquigrafía Gregg, caligrafía Palmer y mecanografía (con los ojos vendados) cuyas teclas de la máquina de escribir Olivetti las hacíamos sonar al compás de la música en ceremonia de grado tras mucho ensayo y error. Pero al final, el Teatro de Bellas Artes retumbaba con los aplausos al presenciar nuestra tecleante hazaña.

Esos días sábados me iba y venía en compañía de mi amiga Josefina de la Rosa quien vivía en la calle

59 con carrera 44, y yo en ‘la 60’ del barrio Boston hacia la 43, o mejor dicho, ‘entre 20 de Julio y Cuartel’. Eran como las doce del día cuando Josefina y yo cumplimos lo que nos habíamos prometido en otras ocasiones sin conseguirlo: asomarnos a mirar hacia adentro a través de las tablillas que encerraban el lugar, y que hoy, todavía lo encierran, pero con madera más fina, mejor pintura, mano de obra más costosa, y un excelente acabado. Era la hora en que el Sol estaba en su apogeo haciendo de las suyas cuando regresábamos del ensayo que hacíamos en vísperas de algún desfile donde debía participar el colegio. Yo, como siempre, llevaba la bandera tricolor montada en su asta, sujeta con un fajón especial sobre mi cintura; vestíamos los uniformes de gala color verde, con gorro, guantes de seda y medias, atuendo que usábamos para esas fechas patrias todos los alumnos, varones y hembras. Porque para aquella época sí era obligación que los colegios asistieran a desfiles cívicos. Esa misión de portar la bandera me la delegaron por estar dentro de las chicas de mayor estatura.

Josefina, Maku Isoza Gutiérrez (otra compañera a quien convencimos a último momento para que nos

acompañara ese día) y yo, pegamos el rostro por entre las rejillas, medio arrodilladas en el bajo pretil de cemento que sobresalía bordeando todo el lugar. El alboroto que escuché adentro me causó miedo: hombres sentados unos, otros de pies, no se sabía si discutían, charlaban o simplemente se cobraban alguna deuda atrasada de juego con tono alto y palabras que no debían escuchar nuestros oídos de adolescentes bien educadas. Una cabeza de tigre con sus fauces abiertas y tal vez llena de polvo, pegada a la pared, parecía tragarme entera desde lejos mientras me miraba con sus ojos desorbitados.

Pero otro suceso fue el que más nos llamó la atención, por eso pellizqué a mis dos amigas por sus

brazos para que miraran hacia donde yo estaba haciéndolo: allí, dos, tres o cuatro hombres, con vasos de cerveza espumosa en mano miraban estupefactos unos, incrédulos otros, insolentes algunos, a otro hombre blanco, de cabellos ensortijados, de buen porte y actitud prepotente, cuando se introducía algo en su boca: parecía ser un animalillo, una figura frágil, indefensa, previamente humedecido en la cerveza, como para hipnotizarlo o embriagarlo, o tal vez, convencerlo de que debía dejarse tragar por esas fauces masculinas cediendo sus fuerzas voladoras ante el poder del personaje ganador con actitud de reto y poderío. En verdad preferí pensar que no era una figura viva sino de goma, o de dulce.

Y así fue. Para mí, aquellas patas de alambre, bigotes de hilo,

cabeza de aguja y cuerpo de nodriza verde quedaron enterrados en una boca ancha, oscura y profunda como las de un cocodrilo, una ballena o tal vez un tiburón. El color verduzco desapareció y se volvió grisáceo o amarilloso; el crujir de las patas se sintió en todos los alrededores del encerrado recinto; la cabeza triturada se perdió en el resbaladero de una inmensa y helada lengua etílica: era un indefenso paco-paco o grillo que había sido triturado sin compasión, pagando la cuenta de algún cruel jugador que no deseaba perder su apuesta, o de algún hombre que intentaba quizá escribir un poema, pero que mejor le resultaría pintar un gran cuadro con las puntas de sus patas alambradas como si bolígrafo fuera, o tal vez un pincel que para estrenar se tratara. Más bien quise creer que todo fue una ilusión óptica de mi aún tierna experiencia de vida para ese entonces. La repugnancia inundó todo mi ser, y también el de mis amigas. Mi expresión de ayer fue la misma que hoy emplean los jóvenes ¡Huy, qué asco!

Fue mi promesa íntima hecha a los trece años: no me asomaría

nunca más por allí, no volvería a mirar hacia adentro donde hombres extraños hablaban de cosas extrañas… Mis dos compañeras se fueron cada una para sus casas, no sin antes golpearme por el antebrazo y decirme con inocente rabia: ¡Viste, viste! ¡Tú y tus inventos! ¡Ahora por tu culpa no vamos a poder almorzar! ¡Qué asco! No les respondí, ¿para qué? Fue mi promesa íntima hecha a los trece años: no me asomaría

(pintor que escribía con su pincel de colores), Adalberto Reyes Olivares (político ensayista), y Meira Delmar, poetisa que llegó a la excelsitud en su poética, aunque pisó –si acaso– solo unas dos o tres veces aquel lugar (la invitaban para que declamara sus poemas, y ella accedía a la invitación, aunque otras veces quería negarse, así me lo dijo en alguna ocasión).

Y a quienes no conocí, fueron: Cecilia Porras, la pintora de breve ráfaga artística, como sus arlequines y

ángeles; igual me fue desconocido en amistad Enrique ‘Quique’ Scopell, de quien supe se le decía que no era ninguna ‘perita en dulce’, pero sí asiduo junto con otros amigos de La Cueva, a la casa de la Negra Eufemia… Y otra mujer más, quien de vez en cuando asistía por allí, la bogotana Feliza Bursztyn. Tampoco la conocí, pero supe que fue una escultora colombiana de renombre que usaba la chatarra para sus figuras; artista de la misma línea de Débora Arango, muy defendida Feliza y Débora por quien fuera una crítica de arte respetable, Marta Traba.

“La Cueva cerró en 1969, cuando su dueño Eduardo Vilá fue atacado en la cabeza. El grupo se trasladó

entonces a La Tiendecita, su “último refugio”, descubrimiento de Joaco Ripoll, donde Álvaro Cepeda Samudio compraba billetes con leyendas. Hoy, en el 2015, La Tiendecita sigue siendo un reconocido restaurante de comida típica”.

Cepeda muere en 1972 luego de haber renovado la narrativa en Colombia; García Márquez, quien goza-

ba ya de fama universal, había emigrado de años atrás a México y para ese entonces vivía en Barcelona; Alejandro Obregón era considerado el mejor pintor de Colombia en el siglo XX y se estableció en Cartagena, donde falleció; Alfonso Fuenmayor siguió su carrera periodística y política; Vinyes había muerto a principios de 1950 en su Cataluña natal, y José Félix Fuenmayor falleció quince años atrás. Del grupo original siguieron viviendo en Barranquilla Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, hasta su muerte en los años 1990. Un puñado de asistentes a las célebres reuniones todavía sobrevive en varias ciudades de Colombia y el mundo” (Wikipedia.org).

Hoy, esos primeros literatos, a quienes sí conocí, son los invitados especiales de esta ciudad bicente-

naria en este libro titulado Cuando la literatura en Barranquilla le dio la vuelta al tiempo, porque fueron los que se la dieron… y aún continúa su misión de girar en torno a ella esta nueva generación de escritores que rondan a través de variados grupos culturales o bien en solitario, como es en muchas ocasiones la verdadera vida del escritor.

En próxima actualización un segundo tiempo sobre

‘La cueva’. Pero la jugadora será otra, no Nury.

pendencieros y mal hablados; él podía suponer que era refugio frecuente de hombres, sí, pero no imaginaba que eran hombres intelectuales puros, quienes con su pluma narrativa y poética fueron desarrollando ideas mágicas para dejarlas impregnadas en la historia de la literatura de Barranquilla, de Colombia y del mundo. Aunque no todos los que iban allí eran escritores, no lo eran, sino que les seguían los pasos del ir y venir, como si fuesen guardaespaldas, a los otros, a los verdaderos…, pero ellos también tuvieron su parte en la literatura barranquillera.

Años después, la primera vez que visité La Cueva por dentro, ya no era una cueva para tomar solo cerveza; subió de estrato, ahora es sitio de primera para cenar. Aquella noche la visité en compañía de mi gran amigo el cantautor barranquillero residenciado en Bogotá, Rosni Rosendo Portaccio Fontalvo, embajador musical colombiano quien ha ido de gala por el mundo interpretando la música del Caribe, de Colombia toda y del pentagrama internacional con su grupo musical ‘Mixtura’. Hoy, sigue contándome sus experiencias musicales por el mundo; cuando nos vemos en Barranquilla, cenando en La Cueva o algún otro lugar de estilo costeño, a veces en compañía de su hermano José –también escritor reconocido, investigador musical y gran admirador de la Sonora Matancera y de Lucho Bermúdez, entre muchos otros de quienes investiga– rememoramos a estos escritores de la vieja época.

Pero como la vida es larga, Dios

me ha concedido el permiso para estar presente cuando la literatura en Barran-quilla le ha dado la vuelta al tiempo; he transitado feliz por el sendero de las letras, hasta llegar a conocer de vista y buen trato cercano literario a aquellos hombres que de niña solo vi desde lejos con los ojos puestos detrás de las rejillas de La Cueva, después convertidos en personajes de la literatura colombiana como fueron: Germán Vargas Cantillo (escritor y crítico literario), Juan B. Fernández Renowitzky (único periodista intelectual director del primer periódico de Barranquilla, hoy este diario con 83 años entintando papel); Alejandro Obregón

“Gabriel García Márquez, el de Cien años de soledad, el de La Cueva... Germán Vargas Cantillo, escritor y crítico literario”

Cepeda Samudio, ‘El nene’, ya era ‘El cabellón’.

El grillo de Obregón siempre irá ligado a la historia de ‘La cueva’.

...Y pasó el tiempo… Y no estuve más en ese periódico que fue una gran experiencia en mi vida. Y

llegó la debacle, y la tormenta, y la búsqueda aquí y allá hasta reorganizar de nuevo mi rutina laboral y el estado de mi vida junto a la responsabilidad familiar. Y unida a esa sensación personal y real que debía cambiar, tenía otra espiritual que dejaba atrás: las letras del Suplemento Dominical, tabloide que se quedó estático en el periódico, mas no así las ansias que por tenerlo me conturbaban. Y aquí, la otra crónica que se une a esta como evocación a esa revista cultural y literaria...

empleados, en aquella época.

Después cuando ya no estaba allí, era un domingo tras otro, una agonía tras otra, pero siempre la

misma pasión. Unas huellas que pisaban tan fuerte que después quedarían impresas no solo en la arena, en las briznas del viento, en el murmullo de los pájaros y en la tranquilidad de un domingo cualquiera, aciago no, propicio no, sino también en la historia misma que marca la vida. Huellas esas que bien brindan —hoy como ayer— un regalo al espíritu, tan grato como el triunfo alcanzado después de correr tras las pisadas de unas letras y alcanzarlas…, igual que cuando se corre tras de Jesús para suplicarle perdón.

Un día cualquiera podía sucederme en el consultorio médico y allí lo encontraba. Mi mirada furtiva cubría

toda la sala de espera con la loca idea de que los usuarios presentes se quedaran sin vista, entretuvieran sus ojos en algún aviso colocado en la pared del consultorio o se embebieran en conversaciones triviales con su compañero de asiento o con la recepcionista acerca del pésimo estado de ánimo de los choferes de buses, la endeble economía del país, el desorden del transporte público o el buen o mal estado del tiempo. Eran esos momentos cruciales y distractores los que esperaba, y que me impulsaban a desearlos; cual un ladrón en acecho, para entonces, con la agilidad de una gacela apropiarme de esas 16 páginas que reposaban en la mesita de la recepción, doblarlas en cuatro partes, y veloz, introducirlas en un bolso, el mío.

En otras ocasiones era mi vergüenza la que perdía potencia. Pero aun así, no me cansaba de pedirla,

no me cansaba de requerir que me la guardaran entre quienes conocía, y molestia sentía cuando al tenerla entre mis manos la encontraba rayada, ultrajada y vilmente manchada sobre las letras que no podía casi leer. Pero así y todo, me gustaba. Después, cualquier otro día ¡oh, dicha tan grande!, podía comprarla; la veía nueva, impoluta, sin manoseo ajeno al mío. Me sentía orgullosa de haberla comprado. Y era, entonces, cuando sentía verdadero placer del espíritu, me regodeaba con su lectura cómodamente estirada en una poltrona, en la maría-palito de mi casa, o abollonada en la reclinomática de mis sueños. Era un relax indescifrable que transportaba mi mente hacia otro mundo siempre desconocido: el del aprendizaje.

Todo ocurría cuando al final… triunfante, tenía el placer de leerla. Pero no se crea, lector, otras veces

me desilusionaba al ojear sus páginas y no encontrar para mí alguna lectura agradable porque solo allí escribían sobre política o algún pintor plástico del momento. Entonces la tiraba sobre la mesa para que hicieran con su papel lo que alguien quisiera. Luego, arrepentida, la retomaba, la planchaba con las manos y la llevaba hasta un estante donde quedaban dormidas sus letras. Así llegué a recolectar las que hoy tengo (unos quinientos tabloides), sin contar aquellos desechados porque su literatura se la apropiaron sin permiso las polillas. Su color ha cambiado, ahora son amarillentos por el tiempo expidiendo el característico olor a lejana época, endebles sus páginas, pero aún con tañidos de vida: la de sus letras y de sus escritores allí escondidos que quiero rescatar para los lectores contemporáneos. Así, “la literatura en Barranquilla le dará la vuelta al tiempo… haciendo apología al título de este libro.

Imposible olvidar aquellas deliciosas páginas del Suplemento Literario de El Heraldo, donde publicaban

relatos escritos por buenos y sencillos colaboradores a veces no tan conocidos, como el de Álvaro Miranda sobre El esplendor del chisme en Maracas en la ópera (premio de novela Cámara de Comercio de Medellín, 1996, del narrador Ramón Illán Bacca); o el escrito por Helena Araújo “Escritoras influidas por Gabo”, sobre Marvel Moreno, o los ensayos publicados por Juan Gustavo Cobo Borda, literato ya más reconocido; o aquel otro del escritor John Juniels titulado “Escribir es sentirse libre”, o los infaltables escritos de Mario Bunge, los de José Juan Amar Amar, o los múltiples publicados sobre la tradición del carnaval de los amigos investigadores Martín Orozco Cantillo y Rafael Soto Mazenett, así también los de Edgar Rey Sinning sobre la misma temática carnavalera, solo para nombrar una mínima parte del contenido de aquellos suplementos. Tampoco puedo dejar por fuera las importantes lecturas de Jesús Sáez de Ibarra sobre “Historias de amor”, las de Julio Olaciregui sobre El caimán y el río Magdalena. ¡Y qué decir de los escritos del extinto Elías Muvdi! (miembro que fue de la Real Academia Colombiana de la Lengua), defensor de la pureza del idioma. Sus asiduos lectores seguiremos extrañando los escritos lingüísticos de El Heraldo, cual pildoritas de enseñanza que se esfumaron del papel periódico.

En fin, interminable es la lista que pudiera hacerse sobre las lecturas literarias que traía ese interesante

Suplemento, hoy reemplazado por otro de nombre ‘Latitud’, el que poco leo porque la pasión no me alcanzó a marcar sus sendas de lectura, o quizá es que no he tenido oportunidad para conocerlo bien y

enamorarme así también de él.

Casi nunca lo compré. Cuando

trabajaba en las instalaciones de ese emporio que era el periódico, me lo regalaban como a todos los demás

Con la mirada por
entre las rejillas
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