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Crónicas del libro ‘El país en una gota de agua’

Como el famoso carnaval, el agua de lluvia invita a festejar a los

barranquilleros, pero también los sume en la desgracia de los arroyos

La lluvia:

bacanería

y tragedia

La crónica de Fernando Castañeda termina cuestionando a alcaldes y gobernadores que tienen el descaro de llegar a lugares de tragedias causadas por los arroyos “para repetir las mismas mentiras de todos los años, como si eso solucionara el problema”. Sin embargo, en Barranquilla, una mujer de pequeña estatura, en condición de alcaldesa, se amarró bien amarrados los pantalones y le puso carácter de prioridad de su gobierno a la canalización de los arroyos de Barranquilla. Elsa Noguera inauguró algunas y su labor la continúa el actual alcalde distrital Alejandro Char.

Nota del director: Bajo la coordinación general-edición

de Maryluz Vallejo, Editorial Pontificia Universidad Javeriana ha publicado el libro El país en una gota de agua, una compilación antológica de crónicas a manera de memorias, de sitios, de personajes y mediante las cuales se pretende contar una historia inédita del país inspirada por el agua. Los cronistas, en este caso, son los propios ciudadanos, comunes

y corrientes, a quienes se les enseñó los rudimentos del periodismo narrativo y, particularmente, de la crónica periodística, para que pudieran contar sus historias con fluidez. Entre los cronistas, el colega soledeño Fernando Castañeda García y el tema ‘La lluvia: bacanería y tragedia’. Y entre las crónicas varias de sumo interés y práctica enseñanza y a las cuales les daremos cabida en El Muelle Caribe. Arrancamos, pues, como es de suponer, con la de Castañeda García.

administraciones de Barranquilla y su área metropolitana, donde más vidas han cobrado los arroyos en el Caribe colombiano.

Aquí, al igual que en otras ciudades del país, los arroyos tienen nombres propios. Generalmente, están

relacionados con los de los barrios o las calles por donde corren como Pedro por su casa y a nadie le piden permiso para invadir la tranquilidad. Los identificamos por sus nombres: Hospital, La Paz, Siape, Felicidad, carrera 51, carrera 53, carrera 65, calle 58, calle 71, Coltabaco, Country, Bolívar, Santodomingo, Las Américas, calle 84, Escuela Naval; pero hay uno muy singular que cambia de nombre de un lugar a otro de la ciudad y que tiene como división el puente de la calle 30,  ahí por donde estaba la fábrica de gaseosas Lux: de ahí hacia arriba se le conoce como Arroyo de la 21, y de ese sector hacia abajo, con el nombre de Arroyo de Rebolo. Encontramos en esa lista de nombres uno muy especial por su ubicación geográfica, llamado primero con el nombre de El Mojón, luego conocido como El Limón y ahora con el nombre de Arroyo don Juan, que establece los límites entre las ciudades de Barranquilla y Soledad.

“La corriente del arroyo era impetuosa y arrastró a las dos víctimas aguas abajo. Un vecino del sector se

lanzó al arroyo para salvar a las hermanas Padilla. Con la ayuda de varios hombres la joven Dominga fue rescatada. Carmen Obdulia falleció por los palos arrastrados por la corriente y por los golpes recibidos contra el puente de la calle Soledad (17)…”. Así registró el diario La Prensa, el día 28 de octubre de 1933, la muerte de esta joven de 17 años de edad, una de las tantas víctimas de los peligrosos arroyos de Barranquilla y su área metropolitana.

No se tiene un dato estadístico de las personas que han muerto en las caudalosas corrientes de los

arroyos en la historia de la ciudad, pero se estima en un centenar; solo sabemos que la muerte acecha cuando la lluvia cae. Los arroyos tienen vida, no tienen sentimientos, no distinguen estratos sociales. Sus aguas rugen como leones enfurecidos y cuando se salen de madre arrastran personas, carros; tumban paredes y hasta casas. Son el peligro que nos acecha en épocas de lluvia. Cuando uno menos lo espera, las calles de la ciudad se convierten en peligrosos ríos urbanos.

En la ciudad de Soledad, la tierra del merecumbé, la cumbia y la butifarra, los arroyos también son

sinónimos de tragedia y han enlutado a varias familias. Los arroyos El Salao y El Platanal se convierten en noticias por los daños que ocasionan a familias de escasos recursos económicos y porque en sus caudalosas aguas han muerto niños, jóvenes y adultos ante la mirada impávida de familiares y amigos que nada pudieron hacer para salvarlos.

El 12 de julio de 2010, la muerte viajaba con el arroyo El Salao en el municipio de Soledad; iba tumbando

paredes con la consigna de quitarle la vida a Lauris Paola Martínez Oviedo, una pequeña bebé de seis meses. Se la arrebató de los brazos de su tía que comenzó a gritar enloquecida por la desgracia. Jean Carlos, el padre de la niña, no pudo hacer nada para salvar a la pequeña a la que el arroyo arrastró con toda su fuerza, como si se hubiese ensañado y confabulado con la parca para enlutar otro hogar. Jean Carlos encontró a su hija muerta al pie de la nevera de su casa.

Las historias de muerte se repiten cada año, la angustia nos sacude cuando llueve y la impotencia nos

atrapa. Los noticieros muestran el desastre ocasionado por estos caudalosos arroyos y vemos las caritas de los niños cagados de miedo, de los adultos indignados con los alcaldes y gobernadores, que tienen el descaro de llegar a los lugares de la tragedia para repetirles las mismas mentiras de todos los años, como si eso solucionara el problema.

cazadores de chorros quienes, en otro ritual, van de terraza en terraza hasta reunirse bajo las grandes cascadas que caen desde lo alto de las iglesias a través de unos tubos. No faltan los que aprovechan la lluvia para leer, escribir, ver televisión, pintar o hasta hacer el amor bajo rayos, truenos y centellas, o aquellos que deciden relajarse en los brazos de Morfeo.

En las esquinas se congregan otros para mamarle gallo a cuanto transeúnte pase desprevenido y se

dedican a vacilar a las hembras que transitan por ese lugar ofreciéndose para atravesarlas a la otra acera de la calle, en “burrito”. Generalmente terminan dirigiendo el tránsito vehicular y le corren la madre a los conductores que no moderan la velocidad.

También forman parte de este ritual los niños que buscan los sardineles más largos y lisos para echarse

a rodar de barriga como pequeños aeroplanos, y que, en algunos casos, terminan raspándose o con la frente abierta, porque no siempre el aterrizaje es perfecto. El color cruza las calles en forma de paraguas, impermeables, plásticos, papel, cartón y de todo elemento que sirva para protegerse de la lluvia, y así rompe el gris de la atmósfera y le impone un cromatismo que vuelve dinámica la quietud del fondo formado por gotas que caen verticalmente.

No todo es vacile en la lluvia. Esta produce sus dividendos a ciertas personas que improvisan puentes de

madera, cuyo valor está sujeto a la voluntad de los usuarios que se benefician de él. Es común encontrar no solo a los del rebusque con puentes improvisados de madera: ahora se le sumó otra tribu que brinda el servicio de pasar de una acera a la otra a los transeúntes: los bicitaxistas.

LA MUERTE RONDA BAJO LA LLUVIA

Pero la lluvia no solo es una “bacanería”. Para muchos es una tragedia que se repite año tras año,

cuando el pánico se apodera de la población y la angustia crece a medida que crece el caudal de los arroyos. Las familias que habitan a orillas de estos ríos urbanos viven una pesadilla que al parecer no interesa a las

Por Fernando Castañeda García

“Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, los pajaritos cantan, la virgen se levanta…” era lo que

entonábamos los niños para invocar a la diosa de la lluvia —la misma Virgen de la Cueva— pidiéndole que cayera un aguacero. El canto formaba parte de una especie de ronda ritual, que tenía un carácter mágico y se repetía en casi todas las calles, cuando el día comenzaba a tornarse gris y el aire traía el olor del agua, y una mancha de libélulas, a las que llamábamos “caballitos”, danzaba de un lado para otro por estas tierras de nadie. Al ritual de las rondas le acompañaban otros, que tenían espacios más íntimos, donde comenzaba la búsqueda de la pantaloneta o del pantalón mocho, de las camisetas y los zapatos tenis, sin importarle a nadie si estaban rotas o no las prendas escogidas para participar en esa gran fiesta en honor al agua.

En el ambiente se percibe la complicidad entre la lluvia y los bañistas. Esa simbiosis lluvia-hombre es

protagonista de una fiesta donde el goce del disfrute reina en todas las dimensiones y circunstancias que rodean la situación.

Cuando cae la lluvia, algunos se sientan en la ventana a mirar las “pelaitas” y cuanta mujer provocativa

pasa por delante de sus ojos. Es como si la lluvia tuviese la facultad de incitar el morbo, porque con ese pasa que pasa de mujeres bañándose, con sus camisetas empapaditas y ajustadas a sus esculturales cuerpos, con

pantalonetas muestra-nalga o con las ajustadísimas licras que dejan ver unas protuberancias impresionantes, al parecer no queda otra alternativa que la de recrearse visualmente.

En las calles de

Barranquilla, Soledad o cualquier municipio del Caribe colombiano, también es común encontrarse con los futbolistas de la lluvia, aquellos que juegan un partido sin apostar un peso y sin tiempo límite, porque su duración está sujeta a la del aguacero.

En el frenesí del vacile

existen los que salen en grupos a trotar las calles y a pegarse una mojada bajo el chorro de agua más fuerte que encuentren en el alero de cualquier casa. Son los

El arroyo de Rebolo o de la 21 o ‘Arroyo de la muerte’, como lo butizó Marcos Pérez Caicedo hace más de medio siglo.

Llovía y los futbolistas de la lluvia aparecían… Dejaba de llover y los futbolistas de la lluvia desaparecían…

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