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Cuando un corazón partío escribe su dolor...

RÉQUIEM

Para reivindicar a las suegras

A Víctor Hugo Silva Lizarazo

Por José Orellano

Transcurridos 33 de mis 65 años ante la señora María Elena Liza-

razo de Silva, fallecida hace un mes a sus 80 años, todavía no entiendo el porqué de la mala fama de las suegras.

Es más: hasta pudiera tomarme el atrevimiento de calificar de

‘injusto’ al escritor barranquillero Álvaro Cepeda Samudio —de cuya obra me he declarado, por siempre y para siempre, seguidor a pies juntillas:

María Elena

Lizarazo de Silva

mi consultor de cabecera, tras 44 años de su muerte—, cuando, hará más de medio siglo, escribió aquella nota titulada ‘Para eliminar suegras’ y en la cual calificaba el accionar de estas como de “deletéreo”, es decir: mortífero, venenoso, aunque en estricto sentido figurado.

Si de pronto me correspondiera señalar algún pasaje contrario a la amabilidad, la discreción,

la mesura, el respeto y hasta el amor filial por parte de María Elena en esa relación humana en que un día nos unimos sin discriminaciones de ninguna índole —ella santandereana, de recio carácter,

radical y ‘muy brava’ a la hora de corregir o defender familia; yo soledeño y parrandero, picaflor consumado—, me tocaría solo remontarme al nacimiento de nuestro vínculo, de indiscutible sello familiar.

“Es casado, separado, ha vivido

con tres mujeres, tiene un montón de hijos”, le advertía, madre protectora, a su hija Luz Amparo, ‘La chili’ de El Heraldo, y no le faltaba razón. Yo, desordenado, venía de tres intentos fallidos por amoldarme a un hogar, ya era padre de cinco vástagos, pero aun así María Elena jamás me negó la entrada a su casa ni me sonó la puerta en mis narices, ni nunca me puso ‘mala cara’ durante el discurrir de los primeros flirteos con su hija, ‘La pechichona’, su consentida, con quien yo había sostenido una amistad limpia, sin condiciones, durante seis años. Tiempo durante el cual, en torno a ‘La chili’, había visto desfilar cualquier cantidad de amores truncados para entusiastas seductores que a diario le

soltaban los perros.

María Elena se lo advirtió una, dos, diez

veces, cualquier cantidad de veces, pero ‘La chilí’ no echó marcha atrás, nunca lo dudó desde aquella noche de Alci Acosta en que, finalmente, por medio de un juego romántico exclusivamente dancístico y dátil, nos cuadramos: ¡el amor todo lo pudo! Y, un años después, a sus 27, ¡Luz Amparo se fue a vivir conmigo!

Y, para entonces, el amor filial entre María

Elena y ‘El loco’ Orellano no solo afloraba sino que comenzaba, de una vez, a consolidarse.

El primero de mayo de 1992 murió mi madre,

Evelina Dolores, ‘mamá Ina’. Y la noche del 24 de diciembre de ese año, siete años después de

¿Pasiones de María Elena? Las matas, los jardines y su ‘Uva’: Hugo Silva, su esposo, a quien ella alcanzó a celebrarle sus 84 años, el 16 de abril... Quince días después, María Elena había de fallecer.

haber iniciado mi convivencia con Luz Amparo, María Helena y yo —bueno: María Elena, sin la H, a partir de esta nota…  Una perentoria ‘orden’ de su nieta Claudia Marcela acaba de dar al traste con mi costumbre de hacerlo con H—; la noche del 24 de diciembre de 1992, decía, María Elena y yo asumimos un compromiso, para mí el más importante de mi vida afectiva después de haberme unido a Luz Amparo: seríamos madre e hijo—hijo y madre, ante la ausencia física de la mujer que me parió. Mientras hacíamos el brindis de Nochebuena, lo contraeríamos. Y así había de ser hasta el final de los días de ella. Y así habrá de ser hasta el final de los míos: pero hoy soy doblemente huérfano de madre.

Razón más que suficiente, alma adentro, para no haber tomado un celular con el propósito de

llamar deudos y soltar voces de condolencia. No. ¡Yo soy otro deudo! Y he llorado en silencio, sin aspavientos, dos días seguidos desde el momento de su partida, cada vez que la recuerdo, especialmente trenzada en esa lucha que ella emprendió, toda vuelta fe, contra la muerte, a la cual le ganó más de una batalla —cuatro, cinco, ¡qué se yo!—, firmemente convencida de que Dios era su aliado, de que Él la cuidaba. Como ella cuidaba un jardín, como ella curaba una mata que, atacada por una plaga, amenazaba con marchitarse.

Es más: la he llorado, y sigo haciéndolo, sin angustias, sin malestares en el alma, sin la

preocupación de tener que enfrentar arrepentimiento alguno a raíz de comportamientos en medio de nuestra relación que conllevasen, necesariamente, a remordimientos de conciencia frente a su cadáver o por no haber estado cerca a ella al momento de su muerte. Una muerte apacible, gracias a Dios, consciente ella del amoroso cuidado que le prodigaba uno de sus hijos, Iván, junto con su esposa Astrid Guerra y sus hijas Rosa María, Anne Stephanny y Paula.

Hay un detalle súper-especial de María Elena para conmigo, el cual ha acelerado y cristalizado mi deseo de escribirle un réquiem. ¡Un detallazo!, no hay duda: procedente de Barranquilla lo han traído, literalmente gráfico, Luz Amparo y Claudia Marcela, una vez transcurridos quince días del fallecimiento de mi suegra. Y acá en Bogotá, ante mis ojos ha desfilado un álbum de fotografías de momentos especiales míos que yo ya no recordaba o había dejado de verlos eternizados en los archivos gráficos de mi núcleo familiar. ¿Cómo hizo Marilena —así también le decía yo— para coleccionar esas fotos? Eso es lo de menos. Lo importante del súper-detalle lo representa la importancia que yo alcancé a tener para mi suegra. Me llevaba presente entre sus carnales queridos por medio de una secuencia gráfica de años: que si yo, luego de haber jugado fútbol, coqueteándole a mi hija Laura en brazos de ‘La chili’, allá en Santa Marta… que si yo pensativo... que si yo entrevistando a un pariente famoso de Marilena, el presentador de televisión  Alfonso Lizarazo en presencia de María Emilia De la Rosa… que si yo celebrando, ya zanahorio, un cumpleaños mío… que si Luz Amparo y yo, Claudia Marcela en brazos de ella, flanqueados por los padrinos de la niña, Rafael Hernández y Blanca Silva… ¡Y hasta una foto de mi papá Orellano con mi mamá Niebles, ella, ‘mamá Ina’, cargando a Laura Carolina, que aun no gateaba pero sabía sostenerle, retadora, la mirada a su abuela paterna… María Elena Lizarazo de Silva tenía guardado también el pergamino-Mención de Honor que, el 24 de julio de 1995, me otorgó el Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo de Santa Marta “por su gran labor como periodista y en pro de la cultura y las artes plásticas de la región”, firmado por Beatriz de Dávila y Zarita Abello, presidenta y directora de esa importante institución... En fin: ¡gran suegra, Marilena! No me queda duda: me quiso como a un hijo más, me quiso como quiere una mamá (JO).

¡Todo un detallazo de buena suegra!

Vanidosa, María Elena siempre gustó de estar ‘bien puesta’...

Y qué irónico es el destino. Sí, irónico, porque había de

fijar el primero de mayo para que María Elena, mi suegra, perdón: mi madre, mi segunda madre a partir de mis 42, iniciara, como 24 años antes lo había hecho mi vieja, mi mamá natural, el viaje hacia la Vida Eterna. Las dos, ‘Mamá Ina’ y Mari, partieron un Primero de Mayo. Y esa absurda coincidencia —además de quemarle a uno neuronas tratando de entenderla, de interpretarla— duele y deja un corazón ‘partío’ escribiendo su dolor sin saber a ciencia cierta cómo describir ese dolor.  

Amé a María Elena Lizarazo de Silva con la misma

intensidad filial con que amé a Evelina Dolores Niebles Monsalvo —“de nadie”, solía decirme mamá cuando yo le decía que era ‘de Orellano’ y remataba: “por  encima de mí, mi vestido”— y las amaré cada vez más en medio de acrecentado dolor de ausencia. Pero recreando en medio de mi dolor más nuevo, el más reciente, momentos felices vividos gracias a María Elena: la madrugada de las Velitas en Barranquilla, la construcción del Nacimiento en el conjunto residencial que ella habitaba, la novena de Navidad, la Nochebuena y el Año Nuevo en su casa, el amor que le prodigó a su dos nietas Orellano-Silva, es más: la buena crianza que les dio; sus caldos con arepa santandereana de chicharrón al desayuno, sus sopas de arroz o de arvejas con macarrones, tres platos de ella con los cuales yo recreaba voraz apetito, que de sus cuatro hijas —Blanca, María Verónica y Gloria Sofía son las otras tres—, solo Luz Amparo asemeja un poco la sazón de la mamá. Cuando le pedía que me hiciera uno de esos platos solía decirle: “Marilena: házmelo como si fuera para Víctor Hugo” —a quien he decidido dedicar esta nota—, su hijo mayor, protector integral en tierra tanto de María Elena como de Hugo Silva, don Hugo, ‘Uva’ para María Elena, don Hugo, sí, el acongojado esposo, mi suegro, con quien tampoco he tenido problemas en 33 años de convivencia con su hija.

Todo eso de ella para mí, porque de mí para ella —yo,

que me la supe ganar desde un principio— también había detalles, muchos detalles, pero especialmente culinarios, más evidentes cuando solía pasar largas temporadas en la casa de

los Orellano-Silva, en Barranquilla, en Santa Marta, en Bogotá... Le preparaba —cosa que nunca hice con Evelina Dolores  desayuno, almuerzo y cena y me sentaba a su lado a verla comer, a pechicharla, algunas veces ella con ganas de hacerme trampa a consecuencia de algún detalle de salud que le afectaba, pero yo que me le quedaba allí, haciéndole bromas, esperando a que siguiera comiendo, que finalmente siempre terminaba. Nunca me dejó un plato servido o sopeteado.

¿Y de Luz Amparo qué?

De aquello ya hace 33 años. Y ahí va-

mos... Ahí hemos venido: entre crisis, altibajos, algunas pilatunas del ‘zorro pollero’ que no perdía la costumbre —ojo: que no la perdía, porque aquella costumbre hace rato la perdió— y dos hijas: la mayor, Laura Carolina, libertaria, viviendo su libre albedrío en Argentina y el mundo, y la menor, aún menor de edad, Claudia Marcela, como miembro activo del núcleo familiar, encarrilada hacia su sueño de ser psicóloga de la Universidad Santo Tomás.

Aunque he decidido dedicar a Víctor

Hugo esta nota escrita con motivo del primer mes del fallecimiento de mi suegra —perdón: de mi segunda madre— me uno en fraternal y sentido abrazo de duelo con Leonardo-Astrid Revollo y Leo; con Carlos-Beatriz, Marco, Marja y Carlitos, y con Darío-Carmen y Vicky. Y también con Clara, Víctor René, Carolina y Laura, al igual que con Blanca y Rafael Emilio y Celia, con Gloria Sofía-Claudio, Ana Karina y Miguel Ángel y con María Verónica.

Luz Amparo y María Elena, algunos quinquenios atrás... Inquietante belleza la de ‘La chili’.

Nueve son los hijos que tuvo el matrimonio Hugo Silva-María Elena Lizarazo: nueve Silva Lizarazo,

cinco hombres y cuatro mujeres. Y a todos los encarriló, temerosa de Dios, como dicen. Por todos se sacrificó. Y a todos dio rejo cuando las circunstancias lo ameritaban. “Josesito —así solía decirme—: a los nueve los amo por igual”, aunque de pronto tuviera por ahí a un par de preferidos, normal entre mamás: Víctor Hugo y “Amparito”, como le decía a ‘La chili’... Sí, así lo percibí siempre... 

Ha viajado hacia la Eternidad María Elena Lizarazo de Silva y de eso hace ya un mes. Pero

ante ella nunca ha de ser extemporáneo pedirle a Dios que, allá en la otra vida, la sigua guardando, que bastante rezó mi suegra para llegar en completa sanación de su alma a su encuentro con el Ser Superior, con el Omnipotente, con el Divino, con Dios Padre...

Que la paz, pues, sea perenne en su descanso eterno. Que yo, acá en la tierra, he escrito este

réquiem, además, con otro afán de mucho calor humano: reivindicar a las suegras, la mía, Marilena, como instrumento.

Bogotá, 31 de mayo de 2016

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