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De ayer en el hoy

Ángeles

somos,

del cielo venimos...

Por José Orellano

Éramos niños y el ‘jalogüín’ no amenazaba aún con alterarnos, por nada del mundo, nuestras sanas costumbres de vidas niñas, ni nuestros sueños infantiles.

¿Brujitas?

¡Ni de fundas!

Mucho menos brujas. Nos preparábamos para reiterarnos como angelitos.

“Ángeles somos/, del cielo venimos/, pidiendo angelitos/ pa’nosotros mismos/... Esta casa es de rosas/, donde viven las más hermosas/”, ensayábamos en coro mientras nos preparábamos con todas las de ley —una bolsa grande de papel y calzado adecuado— para salir, de ‘pata’e perro’, como decía ‘mama Ina’, a azotar las calles del pueblo, puerta a puerta, para pedir y recibir dulces y trozos de caña de azúcar...

Y también “esta casa es de enea, donde viven viejas feas” por si acaso en esa casa no nos obsequiaban las golosinas...

...

Finalizaba octubre y de pronto las expectativas comenzaban a crecer, en días como estos, pero por allá por el decenio de los 50, siglo XX, en torno a lo que se nos acercaba: pasar en un santiamén de tiernos querubines a criaturas temerosas de las ánimas...

Noviembre era ‘el mes de las ánimas’, ¡huy qué miedo!, pero el primero era el día de los angelitos, nuestro día, el Día de todos los santos —los santos que no tienen una fiesta propia en el calendario litúrgico, por decisión del papa Gregorio III (731-741)— que eso de ‘mes de las ánimas’ arrancaba el 2, con el día de los difuntos... ¡Así era!

La noche del 31 de octubre de 1958 o 59 no encajaba en nuestras mentes como fiesta de niños a tales alturas cronométricas del día sino solo para acostarse más temprano que casi todo el resto de días del año y, mientras llegaba el sueño, repasar mentalmente las ‘estrofillas’ de agradecimiento o de censura que había que entonar al almibarado día siguiente.

...

¿Disfraces en 31 de octubre?

¡Qué herejía! ¡Los disfraces eran solo pa’carnaval! ¡Ni más faltaba!

Aquella espera del sueño, penumbra interior agitada, era —cada cosa en su momento— como en víspera de Navidad o en noche de viernes antes del estallido del jolgorio carnavalérico o al final de la Cuaresma: ¡ah, en medio del pleno recogimiento espiritual, los rajuñados! del Jueves y el Viernes Santos: dulce casero de ñame o de guandú o de piña o de papaya o de coco o de batata o de mango biche, hechos por mamá y todas las mamás del pueblo y que, en gran número, se intercambiaban: ¡cómo no recordar las dulceras repletas que se llevaban de nuestra casa a otras casas y que, enseguida, se traían en visconversa...

...

Noche de 31 octubre y mientras el pestañeo pausado indicaba que la somnolencia comenzaba a vencernos, quedaban aún residuos de lucidez para pasearnos mentalmente por nuestras vidas de más pequeños y proyectar la escuelita de nuestras primeras letras, tal como, en retrospectiva, volvemos a verla ahora en medio —¡¿quién quita?!— de ramalazos de nostalgia: es que hace ¡60, 61 años!...

Cartilla de cartón, 28 cuadritos amarillos, azules y rojos para 29 fonemas: A, B, C, Ch... D, E, F, G... H, I, J, K... L, Ll, M, N... Ñ, O, P, Q... R, S, T, U, V/W, X, Y, Z, mayúsculas en una cara, minúsculas en el revés, que esa era nuestra ‘tablet’: escuela de portón en la casa de la seño Ignacia, ella que sí sabía que la letra entraba con sangre... Que la de ella sería la primera casa que visitaríamos el primero de noviembre —quedaba al lado de la nuestra—, con la esperanza de que no nos diera dulces a fin de tener la justificación ‘correcta’ para desquitarnos de sus pedagógicos reglazos sin faltarle al respeto: “La casa de la seño Ignacia/ no tiene ninguna gracia”, le diríamos si no nos daba, pero nunca jamás pudimos cobrar revancha: ella era generosa con los angelitos y el primero de noviembre nos colmaba de bolitas de coco y, es más, los trozos de caña nos los regalaba sin concha. Y en alguno de aquellos años —tendríamos 6 o 7, ¡qué sé yo!— también daba mazorca cocida untada de genuina miel de abeja.

 

...

Y mientras seguíamos creciendo en ese decenio de los 50 —del 61 en adelante, con 11 años, ya éramos ‘pelaos grandes’, dejábamos de ser angelitos y comenzábamos a explorar algunas cositas por ahí para irnos reafirmando en nuestro género masculino— siempre surgía en nuestros corazones un lugar para la tristeza: la noche de la víspera del día de los angelitos era también, aunque solo por un rato, para evocar la figura egregia del abuelo y su imponente canoa ‘La flor del río’. El bote del abuelo Ramón que, rompiendo con su proa alfombras de batatilla y su flor morada —‘La flor del río’— surcaba altiva brazuelos y caños del río Magdalena entre la isla de Cabica y su entorno soledeño y el caño de la Auyama de Barranquilla, entonces ‘La arenosa’. Sí, ‘La flor del río’, que era empujada por acción de la vela: girones de lona o

lienzo cortados y cosidos de diversas formas y que se amarran a una vara larga —DRAE la define como “verga”— para recibir el viento que impulsa a la nave y cuyo capitán era él.

Recuerdo a abuelo Ramón, alto y delgado, mejillas hundidas —yo debía tener 4 años cuando me grabé por siempre la imagen de él, misma que seguí viendo después en la fotografía ilustrativa— aquella vez que había venido a casa, ‘la casita de paja’, para visitar a su hija y los cinco hijos de su hija, sus nietos, cuatro hembras y un varón, y sobó mi tierna cabezota antes de que nunca más yo volviera a verlo. Y es que así lo hallo ahora en los compartimientos del relicario de mis mejores recuerdos de infancia, sobándome el cráneo, todo amoroso él, en la dirección de las manecillas del reloj.

Cualquier noche de 31 de octubre, como muchísimas noches del 31 de octubre de aquellas calendas bien en otrora, abuelo Ramón, piloteando ‘La flor del río’, llevaba una carga de varas de caña de azúcar precisamente para que fuera consumida por los barranquilleros a primera hora del primero de noviembre porque la tradición decía que a los angelitos había que endulzarlos con dulce natural.

Abuelo, que era orgulloso campesino e iba con la noche a cuestas pensando en la ‘Ñaña’ y el tinto mañanero que lo esperaba —mamá Isabel, la abuela ‘Ñaña’, amor puro de largos años y muchos hijos—, no alcanzó a llegar con su dulce carga hasta el mercado de Barranquilla. ‘La flor del río’ le hizo una trastada: se volcó ante ‘un viento malo’ enredado en remolino fluvial y él fue a dar junto con la carga de caña a las profundidades del río Grande de la Patria. Su cadáver nunca aparecería y, en torno a papá Ramón, comenzaría a forjarse la leyenda: que sobrevivió... que lo vieron por Melgar... que no fue por Melgar sino en Girardot... que era mentira todo, que andaba era por Ibagué... Tan niño yo para entonces y, ahora, 59 años después, 55 años después, todavía me acuerdo de aquellos pasajes... Y hará cuestión de 35 años ‘La flor del río’ aun arrimaba al puerto del pueblo, pero en otras manos. Viéndola como desvencijada, estuvimos movidos a salir en su recuperación como patrimonio de familia, pero en esa intención aplicó aquello del escritor Harold Robins: ‘Los sueños mueren primero’. Y es que su solo nombre, aunque con doloroso recuerdo, invitaba a conservarla: ‘La flor del río’.

...

Pues bien: tras la fugaz nostalgia y todo lo demás que cabía la noche de cada 31 de octubre de entonces, había de venir lo apoteósico: el despuntar del día de los angelitos y nuestra levantada apenas un poquito después de la aurora, crepúsculo matinal, en busca del tinto que ‘papá Ico’, insigne madrugador a canto de gallos, ya había preparado en el fogón de leña... ¡Qué delicia, café oloroso y humeante, en totuma y con sabor a humo!

Y al cabo rato, el desayuno y, más después, ¡por fin!, las anheladas 9:00 de la mañana para lanzarnos a la calle y “¡hasta luego, mamá!”... ¡Era un día para la libertad! Éramos angelitos libertarios.

Casa por casa, casas vecinas y casas distantes, íbamos recogiendo dulce, caña y hasta trozos de vitualla: que si yuca por aquí, que si medio plátano por allá, que un guineo en acullá y en fin... Y así, hasta el medio día... Y después a “alimentar lombrices”, decía ‘mama Ina’, tal era la cantidad de dulces que engullíamos tras el almuerzo... Y ‘jartábamos’ hasta la noche, cuando comenzaba a morir la fiesta de los angelitos y se abría el telón para el cuento de las ánimas: era víspera del Día de los difuntos...

El abuelo Ramón, piloto de la canoa ‘La flor del río’.

...

La noche del primero de noviembre comenzaba, para nuestras mentes impúberes el terror: a las rondas infantiles llegaban historias de almas en pena, ni siquiera en purgatorio sino en el ambiente que nos rodeaba... Y, la verdad, el ambiente se hacía pesado... Y a punta de historias, reales o inventadas, se revivía a muchos finados y se hablaba de todos esos mitos, cuentos y leyendas que no tienen sitio de origen, que en un lugar se llaman de una manera y en el otro de otra, pero terminan siendo siempre el mismo cuento...

Y ¡vean qué vaina!, allí, pendiendo sobre la ronda: el abuelo Ramón, alma bendita, que sería una de las ánimas a las que, por mera consanguinidad, le temeríamos en noviembre. Su alma, decían algunos, nunca había de quedarse quieta: por designios divinos, no tuvo misa de cuerpo presente en la colonial iglesia de San Antonio del pueblo, para él no hubo

inhumación, al abuelo lo ‘velamos’ pero no lo enterramos...

Sí, los grandes nos insinuaban eso y nos asustaban con los mitos y las leyendas y los cuentos increíbles que ellos hacían creernos que se sucedían en el pueblo: que si ‘La llorona’, que si ‘La madremonte’, que si ‘El coco’, que si ‘El descabezado’, que si ‘El conde de Pestagua’, que en la polvorienta villa parecía tener algo de verídico arraigo... A lo mejor nunca sabremos por qué, pero el rico español, hombre influyente e ‘ilustrado’ perseguidor implacable de los Jesuitas, exalcalde de Cartagena —en 1769 había recibido, por cédula real, el título que ostentaba— y vividor por muchos años de los privilegios que le otorgaba la Corona, fue a dar con su corcel a nuestro terruño y hasta hace unos treinta años se recordaba como un trozo de la historia del pueblo en la época de la conquista... Se decía que ‘El conde de Pestagua’, en su caballo blanco, había pasado por nuestro hermoso villorrio de entonces y se llevaba a las más bellas de la comarca. Por cualquier razón, su espíritu quedó vagando por el poblado y en el mes de las ánimas se le recordaba impajaritáblemente y casi se revivía el misterioso galopar que forjaba aventuras de enaguas y pollerines...

Después de la noche del Día de los Difuntos, cuando en familia íbamos al cementerio a ‘visitar tumbas’ y a orar por algún allegado, todas las noches de noviembre las rondas en torno a las ánimas eran porque eran. Se ampliaba el contenido de las leyendas, se creaban otras, se referían chistes de muertos o de moribundos o de resucitados, se jugaba a la escondidas en ese entorno para la intriga y lo paranormal —adrenalina y miedo— y se hablaba, como si se le hubiere visto, de la señora que, en el callejón del doctor Cervera o de las Pianeta, se volvía mata de patilla —sandia que dicen—, se arrastraba y enredaba a los hombres que pasaban y que había perdido una teta cuando un transeúnte fue más rápido que ella y se atrevió a trozar uno de los dos frutos que tenía... No faltaba el gracioso que se adelantaba al Carnaval y salía en esas noches de noviembre, cuando ya el frío de fin y comienzo de año comenzaba a abrazarnos a orillas del Magdalena y no muy lejos del mar Caribe, disfrazado de muerte con su guadaña a asustar pelaos callejeros... 

Eran situaciones repetidas y vueltas a repetir en nuestros años de angelitos...

...

Lo único diferente que aún recuerdo —diferente porque involucraba nombres propios y gente aún con vida— surgió una noche de esas en torno a la señora madre de la partera del pueblo, la comadrona de todos: que ella salía por las noches, que se transformaba en cerdo, que se metía a las huertas vecinas de su residencia y que ella hociqueaba y dañaba los cultivos, de pura maldad... ¡Cuento feo el que le inventaron a la señora! Y en nuestras rondas nocturnales novembrinas, esa historia comenzó a recrearse con miedo —e iba tomando forma de mito—, un miedo que a mitad de sueño nos despertaba transformado en horrible pesadilla... Porque, para nuestro espanto, la historia decía que la herida en una mano que en alguna ocasión le habíamos visto a la mujer era producto del machetazo que, en una de las patas delanteras del animal, hubo de propinarle el dueño de la huerta donde la dama-puerco, ella algo avanzada en adultez, había estado haciendo daño...

A partir de entonces, cuando veíamos venir a la señora salíamos corriendo del susto... Y así, hasta cuando ella murió y fue a formar parte, en cuerpo y alma, de los mitos, las leyendas y los cuentos del mes de las ánimas de los que iban creciendo como angelitos en nuestro inolvidable villorrio, famoso entonces por la calidad de sus butifarras y el merecumbé que se inventó Pacho Galán...

¡Qué cositas lindas, mamá!

El inolvidable villorrio, escenario de esta historia que recrea recuerdos de niños en torno al día de los angelitos, al abuelo Ramón y su canoa ‘La flor del río’ y al mes de las ánimas con mitos y leyendas que infundían miedo:

Ah... ¡Soledad de Colombia adorada!

No faltaba el gracioso que se adelantaba al Carnaval y salía disfrazado de muerte

con su guadaña a asustar

pelaos callejeros...

En algunos pueblos del mundo se conserva intacta la costumbre de los angelitos el Día de todos los santos:

de casa en casa se va pidiendo “dulces para mí”.

Del miedo y
sus pasiones

Me gusta la sensación que produce la adrenalina, casi podría decir que soy adicta a sentir la aceleración de los latidos cardíacos y saber que, aunque es un riesgo medido, te estás acercando al límite. ¿Al límite de qué? De todo, de cualquier cosa. Quizá por todo esto soy amante de las historias de terror. Quizá por todo esto la Noche de Brujas y sus máscaras y sus fantasmas se encuentran entre mis noches favoritas del año.

Sé que el instinto de supervivencia es una de las capacidades intrínsecas del ser humano, es la principal causa de que hayamos superados años de evolución y de selección natural y de que hoy seamos miles de millones sobre el planeta Tierra. El miedo es, por tanto, también esencial en nuestra naturaleza y nos ha acompañado y seguirá acompañando por siglos. El miedo a la muerte, el miedo a perder lo que más amamos, el miedo al futuro… El abanico de posibilidades es infinito y cada uno de nosotros tiene un miedo único que a veces nos congela en medio del día… o de la noche.

Hubo una noche, mi primera noche por fuera de Colombia, en la que me congelé como consecuencia del miedo a lo desconocido, durante horas no pude conciliar el sueño por el constante devenir de mis pensamientos y el cambio de horario. Yo, quien me autodefino como valiente, estaba totalmente aterrorizada. Hablaba el idioma del lugar, por lo tanto los problemas de comunicación no estaban en mi lista de preocupaciones. Sin embargo, durante esa noche mi gran aventura, haber viajado al otro lado del orbe totalmente sola, me pareció la mayor locura que se me hubiera podido ocurrir… todo como consecuencia del miedo.

En palabras de Horacio, quien vive temeroso, nunca será libre, porque nunca será libre de su peor enemigo: sí mismo. Así, cada uno de nosotros también puede explorar ese miedo propio, incluso, disfrutarlo, sortearlo e intentar encontrar la manera de dejarlo a un lado y ser libre.

Yo lo intenté esa noche… y admito que solo a la mañana siguiente, cuando salió el sol y escuché los primeros trinos de los pájaros, sonreí. Tan pronto me arreglé, agarré un mapa del lugar y cámara en mano salí en mi primer recorrido. Tardé más de una hora en encontrarme cara a cara con mi primera persona local del día… y no tuve problemas en pedirle un adaptador eléctrico para mi computadora y celular.

Ese día me sentí libre y después de mi larga noche, durante los seis meses que viví en Australia, nunca más tuve miedo al porvenir, porque cada amanecer trajo consigo nuevas lecciones y descubrimientos, nuevos amigos y buenos momentos, nuevas risas e historias que aún recuerdo y cuento.

En esta noche de brujas del 2015, seamos libres, con máscaras o sin ellas, disfrazados o en nuestro atuendo habitual, enfrentémonos a aquello que más nos atemoriza y esforcémonos por encontrar su punto débil, la base sobre la cual aprenderemos a no temerle más.

Buenos Aires, 25 de octubre de 2015

Por Caos

En estas últimas semanas de octubre he llegado a la conclusión de que mis memorias de la Noche de Brujas son todas buenas. Nunca fui una niña miedosa, de hecho, en mi visión personal, siempre me he considerado entre las más valientes de los diversos grupos sociales a los que he pertenecido: la prima más valiente, la amiga más osada, la chica más temeraria.

“Esta casa es de enea, donde viven...”. “La casa de la Seño ******* no tiene ninguna gracia”. ‘La flor del río’ y el abuelo Ramón... De ‘Conde de Pestagua’ y mes de las ánimas.

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