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Dos croniquillas de ‘El cronista soy yo’

Aquel pionero en venta de mecedoras

momposinas en la carrera 33 con

calle 55, barrio Lucero de Barranquilla

Por Fernando Molina Molina

Cuando  mi padre dejó sus andanzas como

conductor de su propio camión, un Ford modelo 49 de ocho pistones,  que bautizó con el nombre de ‘El Carmen’ en honor a su dulcinea amada,  de Mom-pós nos trasladamos a vivir a la ciudad de Barran-quilla, a la carrera 32 con calle 55 del barrio Lucero, iniciando una nueva etapa de su vida montando  el negocio de las mecedoras  tejidas momposinas.

Las mecedoras eran hechas en casa, con la ayuda

ocasional de Came, mi madre y de Mingo Meléndez, un muchacho que de Mompós se había venido con nosotros viviendo en nuestra casa como otro miembro de la familia Molina.

El taller lo había acomodado en el patio de la casa,

en el que utilizaba herramientas rudimentarias: las moldu-ras para armar los mecedores, el verduguillo, martillo, cla-vos, colbón de madera, la paja natural para el tejido y una vela de cebo, todas estas herramientas se hallaban ani-madas por la férrea voluntad y un deseo inmenso de que la primera producción de muebles hechos en casa fuera reconocido como el tradicional mecedor momposino.

Les narraré en detalles como se fabricaron esos pri-

meros mecedores. Mingo el trabajador con que contaba mi padre era quien moldeaba las diferentes partes del mecedor para armar. Primero con el verduguillo que con-sistía en una sierra delgada de, aproximadamente, 70 centímetros de largo y dos pulgadas de ancho que estaba amarrada a una vara larga con una cabuya especial que se apretaba hasta quedar lista para su uso. La hechura de esos primeros mecedores fue el reto y la odisea más berraca que tuvo mi padre en su vida, reto en el que parti-cipaba Mingo y mi madre que prestaba su ayuda cuando las piezas del mecedor no encajaban. La armada de un mecedor duraba aproximadamente de cuatro a cinco ho- 

ras, comenzando a las a las  9 de la noche hasta el trabajo finalmente logrado a las 2 a.m., si contaban con un poco de ingenio y suerte. Un material que el viejo usaba para cubrir desperfectos de las piezas del mecedor era una masi-lla compuesta de aserrín y colbón de madera a la que agregaba finalmente saliva para hacerla más compacta.

Pero además de fabricar mecedores mi padre también inició un negocio que sin tanto perendengue y enredi-

jos, le daba sus buenos dividendos: compraba mecedores de segunda, a los que le faltaba una balanza, una pata, el

espaldar o le faltaba uno de los brazos. Ofreciendo pocos pesos y sin reparar la calidad de la madera los pasaba al jefe de producción, el tal Mingo, quien final-mente lo rearmaba hasta dejarlo nueva-mente listo para su venta.

Entre las anécdotas en las cuales

mi padre era el protagonista principal, cuento a ustedes la siguiente: una ma-ñana de esas en que el viejo amaneció más limpio que prótesis dental en vaso de vidrio, llegó una señora pasada de kilos, un nalgatorio protuberante como hamaca repleta de quíntuples y le pre-guntó a mi padre si tenía para la venta un mecedor que se ajustara a sus me-didas y peso... De inmediato el viejo dio la orden al Mingo, quien en un santia-mén trajo para la exhibición el mecedor recién emparapetado y con su discurso florido de palabrero, le dijo a la obesa señora: “Este es el mecedor que usted estaba necesitando, hecho en roble ori-ginal, listo para resistir cualquier peso adicional. Pruebe esta mecedora fuera de serie, y verá  que no tendrá usted re-

En el patio de la casa, el taller de herramientas rudimentarias: las molduras para armar los mecedores, el verduguillo, el martillo, los clavos, colbón de madera, la paja natural para el tejido y una vela de cebo...

paro en cancelarme los 500 pesitos de su valor”. La señora, confiada en la promesa del embaucador, se fue sentan-do en cámara lenta y cuando dejó caer su humanidad sobre aquel rearmado cachivache este se despaturró, desar-mándose por partes. La doña cayó sentada resoplando como toro bravo, maldiciendo y gritando enfurecida que si algo le pasaba a su protuberante nalgatorio y soporte óseo demandaría al palabrero por engaño y estafa.

Para le-vantar semejante mole, fue necesario utilizar una palanca de contrapeso. Una vez la desconcertada se-

ñora se marchó, siguieron las risas y chistes, consecuencia de la aparatosa despatarrada de la modelo digna de un cuadro de Agualimpia.

Lic. Fernando Molina M

T.P. No.91666 del C.S.J.

Ya dormido el borrachito consentido, mama fraguó su merecido castigo, lo envolvió en la hamaca y para triplicar la borrachera le dio volteretas como quien brinca cabuya y luego lo sacudió más que musengue en época de mosquito.

A la memoria de mi padre, desde el pleno

disfrute del agradable ejercicio de escribir

El legendario Don Antonio o Toño como le decíamos a mi pa-

dre, se despidió sumiéndose en un sueño profundo en su viaje a las moradas eternas: Creo que la vida lo premió con muchas cosas, en-tre ellas su buen apetito y el haber mostrado la habilidad para reali-zar con propiedad muchas faenas. Él, un hombre mujeriego y parran-dero ocasional, estaba más que confiado en que mi mamá Carmen (fallecida) con su aire distinguido de señora y ama de casa siempre

lo recibiría a cuerpo de rey sin corona. Después de extenuantes jornadas, sobre todo cuando se le da-ba por encompincharse con sus a-migos de farra y ya entrada la madrugada, se presentaba en tres die-ciocho con sus petacazos encima. Aunque mi mamá nunca pudo asimilar tal comportamiento, emplea-ba los medios idóneos para someter al empedernido bohemio. Cuando Toño llegaba a casa tocaba la puerta muy suave, golpecitos casi inaudibles acompañado de una voz sumisa, temblorosa y tímida: “Carmen, Carmen, ábreme la puerta”.

Mi madre ya se había medio adaptado a ese comportamiento machista con reconocida influencia de los cha-

chos de las películas mejicanas. Ella se hacía la dormida y después de tanta insistencia, y ante la pesadez de Toño, amenazando que se regresaría nuevamente a continuar la farra, Came lo sujetaba firmemente por la pretina y con una fuerza de matrona campesina, lo levantaba con firmeza hasta llevarlo al aposento conyugal y luego lo tiraba co-mo cualquier muñeco’e trapo al vetusto colchón de resortes. 

Mi mama no dormía en la misma cama para no soportar el tufo a ron blanco y el olor a esencia de perfume de

la flor de camelia que emanaba de la ropa debido al masajeo continuo de las damiselas del barrio chino que ofre-cían a los contertulios todo tipo de servicio incluyendo prácticas del Kamasutra para complacer a sus clientes.

Una de esas madrugadas en que el viejo Toño llegó más prendío que cementerio en época de alumbrado, des-

pués del repetido ritual, salió con hamaca en hombros al patio dizque para reposar la sorna borrachera y guindó la hamaca entre dos palos de matarratones que se mecían como barco en altamar en época de tormenta, azotados por la brisa de diciembre. Ya dormido el borrachito consentido, mama fraguó su merecido castigo, lo envolvió en la hamaca y para triplicar la borrachera le dio volteretas como quien brinca cabuya y luego lo sacudió más que musen-gue en época de mosquito. El viejo Toño atolondrado y con el mundo girando vertiginosamente a su alrededor, se rasgó el calzoncillo pata pata y lo lanzó por los aires.  Cuando mi mama lo vio completamente desnudo pegó un gri-to desgarrador y dijo: “Antonio, no te da vergüenza que te vean con la osamenta al aire libre” y cubriéndolo de pies a cabeza como momia embalsamada, lo cargó en hombros hasta llevarlo al oscuro cuarto nupcial.

Lic. Fernando Molina M

T.P. No.91666 del C.S.J.

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