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El diario de papel como pan

acabado de sacar del horno,

caliente, para llevarlo a casa

Evocaciones periodísticas: Desde una sala de redacción

Cubierta del libro ‘Cuando la literatura en Barranquilla le dio la vuelta al tiempo’, compilación y textos de la escritora y poeta barranquillera Nury Ruíz Bárcenas.

En la gráfica del archivo de El Heraldo bajada de internet, el escritor Gabriel García Márquez durante una visita al periódico, rodeado por el director  Juan B. Fernández Renowitzky, Loor Naisir, Juan B. Fernández Noguera y Guillermo Valderrama.  

Con la obra ‘Cuando la literatura en Barranquilla le dio la vuelta al tiempo’, con la cual ganó premio, hemos extraído la primera de dos crónicas de Nury Ruíz Bárcenas que, tras un mutuo acuerdo con la escritora y poeta, publicaremos en sendas actualizaciones de El Muelle Caribe.

Ricardo Rocha, muy cercano, en aquellos entonces, de los sentimientos amorosos de la autora.

hasta la literatura desarrollando la dupla periodismo y literatura. Debo así recordar al sesudo periodista Rafael Sarmiento Coley, al descomplicado y buen amigo Roberto Llanos Rodado, al hoy escritor Fausto Pérez Villarreal (ambos ahora en ADN), el a veces antipático José Granados, el intelectual Laurian Puerta, Amhed Aguirre, Fabio Osorio, Anuar Elías Saad, Jaime De la Hoz Simanca, entre otros. Caso aparte, el periodista Ricardo Rocha, dueño de una preclara inteligencia, cercano que estuvo de mis sentimientos amorosos (hoy residente fuera de Colombia). Y así, todos ellos galardonados con premios y méritos periodísticos, como lo fue por varias veces Ernesto McCausland, Jorge Medina, Humberto Mendieta, José Granados, José Cervantes Angulo (quien murió con un corazón prestado), William Vargas Lleras, entre otros, que con seguridad se les escapan a las letras de mi teclado mas no a mis afectos.

Y pasó el tiempo… Y no estuve más en ese periódico que fue una gran experiencia

en mi vida. Y llegó la debacle, y la tormenta, y la búsqueda aquí y allá hasta reorganizar de nuevo mi rutina laboral y el estado de mi vida junto a la responsabilidad familiar. Y unida a esa sensación personal y real que debía cambiar, tenía otra espiritual que dejaba atrás: las letras del Suplemento Dominical, tabloide que se quedó estático en el periódico, mas no así las ansias que por tenerlo me conturbaban. Y aquí, la otra crónica que se une a esta como evocación a esa revista cultural y literaria.

Próxima actualización: Crónica 2  

ese momento, creíamos que teníamos el poder para ayudarlos pasando por encima de todo, pero no fue así… y yo era una de ellas, ¡que ni siquiera sabía expresarse con palabras vulgares!

El tiempo también demostró que ese movimiento rebelde no era positivo, hasta llegó a desintegrar la

empresa editora. Los otros directivos del sindicato se inclinaron por intereses personales; yo me alejé de todos porque escuchaba ecos de la palabra “esquirola” para conmigo; ya no estaba de acuerdo con aquellas huelgas ni el cariz que había tomado. Nos enrumbamos por caminos diferentes, y a pesar de que directivos del periódico me solicitaron que volviera a trabajar con ellos, como lo hizo por teléfono el mismo doctor Carlos Daniel Abello Roca (qepd), especialista en Derecho Laboral, avezado jurista, asesor del periódico para la parte contractual (después Constituyente del 91), desistí de la oferta. Grandes garrotes se confabularían sobre mi cabeza si lo hacía. ¡Y preferí ver a mi hijo crecer! De esta amarga experiencia sindical, solo me queda una frase como lección de vida aprendida de mi madre: “¡El sindicato es solo para obreros…”! ¡Sálgase de eso…! Pero ya era demasiado tarde para volver atrás mis pasos...

Muchos momentos felices laborales pasé en esa sala de redacción, viendo correr de un lado para el otro 

otro a la poco amistosa Zoraida Noriega cuando se estresaba en vísperas de cubrir los eventos del reinado de belleza en Cartagena; a la revoltosa y precisa en órdenes que daba y se cumplían de ipso facto, Olguita Emiliani; a la también revoltosa pero muy amistosa Patricia Escobar; al ilustre y respetado personaje que fue don Germán Vargas Cantillo, crítico literario del periódico, y a quien con frecuencia trataba por las mañanas cuando temprano llegaba a su oficina, él, con aquel suave y pausado hablar me decía que continuara escribiendo, que lo hacía bien. Yo le creía. También charlaba con Chelo De Castro, el primero en llegar en punto a las 7:00 de la mañana, a pesar de que se iba caminando de su casa al periódico. ¡Grandes personas los dos!

Recuerdo, también, a otros compañeros de trabajo con sus tratos amistosos, como fue Leonor De la

Cruz, quien llegó para realizar sus prácticas en el periódico y tomó experiencia hasta quedar fija por años como periodista; a Astrid Mejía compañera de sección (hija del famoso músico y compositor Rafael Mejía Romani), a la apreciada Alix López, siempre tan serena en sus actuaciones laborales; a Martha Guarín, parca en su hablar pero precisa en su actuar, y al final, hasta antes de pensionarse, como coordinadora que fue de la página cultural, apoyaba al gremio cultural de Barranquilla con su difusión (como a mí, a través de la Fundación de Escritores Meira Delmar); a Rosario Borrero, muy entregada a sus labores y quien llegó con el tiempo a ser jefe de redacción, y hasta aquellas practicantes que después sentaron sus bases allí, como lo fue Diana Acosta Miranda, primero integrante del proyecto Voz Infantil en su niñez, después, como directiva en la entidad Carnaval de Barranquilla y más adelante directora del desaparecido Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Barranquilla.

Así, me rodeé en verdad de gente buena, inteligente y digna de las letras periodísticas que ascendieron

me vende una nueva? ¡Ah!, esa no, ¿verdad? Su respuesta fue otra media sonrisa y se alejó… Igual me quedé yo con la mía. De él siempre percibí su respetuoso afecto.

Después aprendí a operar las

nuevas computadoras para diseño de periódico como lo hicieron las demás compañeras de sección al igual que los periodistas. A las dos que me miraban con recelo, el tiempo les demostró que conmigo las cosas eran a otro precio, y así fue: hice que dejaran atrás sus aprensiones y el egoísmo laboral que me tenían; después llegamos a ser muy buenas amigas. Sé que sintieron mi lejanía de la mesa de trabajo cuando mis pasos caminaron por un oscuro sendero prohibido: el del sindicato, por pretender ser redentora. ¡Oh, qué tiempos aquellos difíciles para mi vida!, decisiones erróneas que arden como una llamarada que nunca se apaga. Entré por ese túnel pensando que encontraría –al igual que los otros ‘camaradas’–, la respuesta para las dificultades que en aquel entonces creían afrontar quienes trabajaban en la sección de montaje de páginas, de fotomecánica y procesado de planchas del periódico; nosotros, los intocables y famosos sindicalistas de

firmaba con el seudónimo de Septimus. La enviaba al periódico cada semana y era publicada en la tercera página, la de los columnistas prestantes; yo le hacía la corrección de estilo. ¡Cuánto gozaba la esa escritura y lectura de esa columna!, labor que desde entonces me siguió asignando “Marujita” (familiar de la escritora Marvel Luz Moreno Abello). Esta ejecutiva, con los años hizo uso de buen retiro y le sucedió otra gran persona y amiga, Anita González, a quien todavía la bromeo diciéndole que ya es casi “la dueña del periódico”, por los años que tiene de trabajar allí.

A Gabriel García lo conocí de cerca en ese recinto laboral, aunque ya lo había visto antes, desde lejos,

cuando era el esporádico visitante de La Cueva. Después fue el Nobel de Literatura, el lector más leído en el mundo a través de sus novelas y cuentos, el ser humano que dejó el legado de sus letras, el macondiano, el guajiro, el cienaguero, el hijo de Aracataca y de todo el mundo, ese que cierto día llegó de visita a la casa periodística y recorrió sus instalaciones junto con el Director; por él supo entonces que era yo la encargada de “La Jirafa” y allí me dijo, con su también media sonrisa como si no dijese nada, solo dejando que su bigote medio brincara al hablar: “Nury, la escribes, y corriges muy bien, sigue haciéndolo!”. Y cual si fuera una herencia, pero que me duró solo siete años, los que permanecí en el periódico, seguí haciendo el levante de ese texto. Nunca supieron, ni él, ni ella, ni nadie, cuánto me subyugaba realizar ese trabajo de la columna. Su lectura me fascinaba. En verdad fue el legado de un director de periódico a quien he admirado por su inteligencia, Juan B. Fernández Renowitzky, al otorgarme la responsabilidad de “Septimus”; esto hace que ahora lo evoque a través del tiempo…

Después fueron llegando a mis manos otros muchos textos de todas las secciones y en esa sala de redacción

realicé turnos de trabajo por muchas noches hasta la hora en que el periódico se imprimía, y como si fuera un pan acabado de sacar del horno, me lo llevaba caliente a casa. Trabajé durante más de siete años con la Editorial del periódico Edicosta (después desaparecida como tal a la fuerza). Una de aquellas noches, quienes laborábamos en ese turno, presentimos que tal vez sería la última noche de nuestras vidas: “Era la época del terrorismo, de las bombas, de los atentados contra periódicos, y El Heraldo no se escapó de ese atentado. Una de esas noches precisamente estando yo en turno, anunciaron que se hallaba un explosivo colocado en el edificio”. Llegaron agentes anti-explosivos y del DAS. “Todos estábamos a la espera” (como el título del cuento de Álvaro Cepeda Samudio), todos, imbuidos en un profundo y temeroso silencio que solo se rompió al saber que había sido una falsa alarma, o en verdad los agentes expertos lograron desconectarla, nunca lo supe. Esa noche, el periódico salió al aire más tarde que otras veces, pasada la madrugada. Era una ‘chiva’ de primera mano. ¡Y pude darle el tetero a mi hijo a esa hora al llegar a casa!

Fue una época maravillosa en que aprendí mucho; estaba metida en el mundillo que me gustaba: el de las

letras. Mis compañeras de sección, Diana Picón, coqueta, traviesa y descomplicada; Margarita Vargas, distraída por momentos cuando debía levantar el texto; Adalberto Bolaño Sandoval, con quien conversaba de literatura, del eterno Joyce con su Ulises, su escritor preferido, entre otros, mientras trabajábamos en la mesa redonda ¡Y todavía seguimos siendo amigos! También allí, con mirada escrutadora, Zilia Rodríguez y Gladys Fernández, coordinadoras de la sección, a quienes poco les agradó cuando tiempo después me ofrecieron ese mismo cargo. La verdad, percibía que no simpatizaban con mi persona, sentía su recelo y desagrado cuando me escogían para integrar comisiones de consenso de sueldos ante el Gerente, en aquel entonces, el magnífico caballero que ha sido siempre Manuel de la Rosa Manotas (como lo fue su padre), o cuando me destinaron para que aprendiera a operar un primer ordenador marca Apple-Macintosh instalado en la redacción para el proceso editorial y de composición.

Aquella fue la época en que el periódico entraba a la Era de la Tecnología dejando atrás las viejas y feas fotocomponedoras azules, impresoras de textos que parecían tanques de guerra en las que había que grabar en sus pesados cassetes las galeradas escritas que después llevábamos a revelar al “cuarto oscuro” o de fotografía, en otro equipo, el de ácidos. Recuerdo que otro día, cuando estaba el periódico en la época de ese cambio tecnológico, el doctor Juan B. se acercó a nuestra sección y me dijo: “Si quieres, te vendo una de estas para que hagas tu periódico”, y le contesté, ya con algo más de confianza en el trato: ¡Una máquina vieja! ¡No la quiero! ¿Por qué no

así con todos, era una mirada poco amigable) y me dijo: “Venga el lunes a las 8:00 de la mañana en punto”. Ese día era viernes.

Desde ese mismo lunes entré a trabajar al El

Heraldo (a su editorial), y posterior a ese día fue cuando firmé los requisitos laborales pertinentes. Fue Ruby Sudea, buena compañera y amiga quien me realizó la inducción al trabajo que me correspondía. No tuve exámenes escritos, no tuve entrevista, no pasé por el nerviosismo de la mirada inquisidora de un jefe de personal ni de recursos humanos con el consabido interrogatorio de “¿qué sabe hacer?, ¿cuál es su experiencia en esta área?”. Nada. Siempre me quedé con esa curiosidad y un día cualquiera, pasado algún tiempo cuando Juan B. Fernández se acercó a mi puesto de trabajo para leer un texto que tenía en la pantalla de mi procesadora, se lo pregunté: “¿Por qué me había dado el trabajo sin conocer de mis capacidades?”. Él, con su eterna media sonrisa algo burlona, me contestó también con brevedad: “Intuí tu perfil de poeta, de escritora; por eso tenías que saber ortografía y redacción”. Me quedé de una pieza, me sonreí también a medias y no le contesté. Desde entonces, todas las semanas, y después de que él la leyera, le ordenaba a la señora Maruja: “Que levante este texto la poeta”, y ella me entregaba “La Jirafa”, columna que escribía Gabriel García Márquez, quien

Por Nury Ruiz Bárcenas

Hace 30 años (finales

de 1985) llegué al periódico El Heraldo con una carpeta entre mis manos que contenía mi hoja de vida. Pretendía ser aceptada como trabajadora para ese periódico cuando no conocía a ninguno de allí, solo leía el periódico. Acababa de regresar de Venezuela, donde viví en Caracas por espacio de doce años. Ya tenía a mi hijito con pocos meses de nacido y necesitaba trabajar para mantenerlo y también a mi madre; ya mi padre había fallecido. Resuelta, llegué hasta la recepción y pedí

que me comunicaran con la persona encargada de recibir las hojas de vida, así no hubiese puesto vacante en ese momento. Aceptada mi solicitud, fui al segundo piso donde me atendió algo gentil la señora Maruja Abello, quien en aquel momento era la mano derecha del Director General del periódico, Juan B. Fernández Renowitzky. De pie, frente a su escritorio, sin que me dijese “siéntese” ojeó la carpeta, y al mirarme para dar su respuesta, por su rostro intuí que iba a ser negativa; en ese preciso momento llega a su escritorio (y se paró junto a mí) el Director, para indicarle algo a su asistenta ejecutiva. Antes de hablarle, se detuvo a mirarme, y me dijo “buenos días” y se los contesté. Enseguida le preguntó a ella: “¿qué quiere la dama?” “¿a quién busca?”, y ella le contestó: “Busca trabajo en redacción o como correctora de estilo, pero tengo que decirle que no hay vacantes”. …Él, enseguida le interrumpió sin dejar que terminara de hablarle y dijo: “Maruja, dale el puesto enseguida…”. Fue lacónica esa orden del jefe. Se sonrió conmigo, me dijo “bienvenida” y dio la vuelta sin decirle a ella lo que tenía previsto hacer. La señora me miró fijamente de arriba abajo (después notaba que casi siempre lo hacía

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