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I parte

Soledad

Y la nostalgia por los amores

platónicos, a los 6 y los 8 años

Cada vez que el cronista aprecia esta estampa soledeña se sitúa en la casita de paja de sus años de infancia feliz.

Por José Orellano

A Omar Emilio Miranda y

Toño Pedraza Fábregas

Era la Soledad del encanto…

Y sobre esa Soledad fundada en 1598 y que hoy se integra al área metropolitana de Barranquilla, me he propuesto escribir una crónica en capítulos, un seriado sobre la exclusiva base de los recuerdos, los propios y los de algunos conterráneos consultados… Para tal narración —sin apego a un orden cronológico, pura evocación con pinceladas de periodismo sustentadas en un extenso ejercicio de la profesión— este primer texto pudiera ser la introducción…

El matarratón: sus flores cual palomitas rosadas, su ramaje de frescor y cura para enfermedades, entre ellas la viruela.

INTRODUCCIÓN

Era la Soledad del encanto…

Aquella Soledad de la casita de paja en la carretera, la calle 18; aquella casita de paja con un

palo’e matarratón como centurión vigilante de la puerta falsa —una segunda salida al patio, dintel muy bajo: papá tenía que agachar al máximo la cabeza para cruzar el umbral sin golpearse— y como sombra-soporte para la batea en que mamá y un par de hermanas mayores lavaban la ropa…

Era la Soledad de cristalinos arroyitos tras la lluvia en invierno: aquel hilillo pluvial que siempre le

daba ocurrencia a un hecho sorprendente y extraordinario que mi percepción infantil jamás pudo entender: la permanente aparición de monedas de centavo —entonces un centavo valía plata— a lo largo de ese delgado cauce serpenteante que, tras el aguacero, cruzaba, por entre un platanal y las materas de rosas, los helechos, las margaritas, las cayenas y las amapolas, en el traspatio de nuestro hábitat e invitaba a enjuagarse la cara con aquel ‘preciado líquido’ como de manantial… Y permitía ‘hacerme rico’ en pocas horas: ¡seis o siete moneditas cada vez que llovía…!

¡Huy!: la Soledad de Luis De la Hoz Baca como el político de ‘renombre’ en el pueblo y la de To-

más ‘El bobo’ que se especializaba en degustar la nata verde de cierta agua servida, escape de algunas casas hacia la calle y que yo suponía arrastraban residuos de popó y orín —cuando ni en sueños se pensaba aun en alcantarillado para el pueblo—, fuente viscosa en la cual aquel memo sole-deño abrevaba su sed… Que la sed nuestra la saciábamos con agua casi helada —aún la nevera no

figuraba en el inventario de artículos electrodomésticos que habían de facilitar condiciones de vida más amables— tomada de una tinaja de barro enterrada bajo sombra hasta la mitad y cuyo contenido, previamente, había sido hecho cristalino al batirse circular y manualmente con pencas de tuna. Recuerdo que, al lado de la tina, papá enterraba los limones para que se hicieran imperecederos, que lo mismo hacía con la yuca y el ñame.

Eran otros tiempos en mi terruño, apacible comarca para

la comadrona Alejandra Guerrero que nos había facilitado ver la luz por vez primera en la mismísima casa de nuestros pa-dres y que siempre terminaba siendo madrina de uno de los bebés por ella recibidos. Y así, Alejandra Guerrero fue madri-na de bautizo de una de mis hermanas, la menor, cuando na-da nos obligaba a imaginar que 60 años después Soledad ‘destacaría’ como la ciudad con mayor crecimiento poblacional del país, una de las más densamente pobladas. Y, obvio, Ale-

jandra Guerrero resultó siendo comadrona de papá y mamá.

Era la Soledad que, a temprana edad, había de permitirme

establecer que desde lo divino y celestial se enaltecía la inequidad social, subrayada en Navidad: mientras el Niño Dios a mí —interior de la casita de paja en piso de frío cemento—, me ‘ponía’ un camión de madera rústica, a hijas e hijo del diputado Luis De la Hoz Baca —piso de baldosas con zócalos en la mansión de enfrente, por la carretera— los colmaba de suntuarios-suntuosos juguetes… Eso sí: mi Niño Dios particular, de presencia física todos los días en casa, ponía los juguetes ¡con amor de sobra!

Amor, como ese que irradiaba, en la Soledad de mis 4 años,

el abuelo Ramón Niebles Moreno tan solo con sus caricias en círculo a mi cabeza mientras yo no dejaba de correr y saltar en mi original corral de estar —ingenio de papá—: una caja rectangular como de 70 por 100 centímetros y 60 de alto, acondicionada y pulida por el jefe del hogar. Desde esa edad escuché sobre una canoa de nombre ‘La flor de río’ cuyo ‘capitán’, papá Ramón, contaba sus apasionantes historias en torno a esa embarcación de madera, palanca, remos y vela, misma que lo transportaría hasta la muerte cuando la noche de un 31 de octubre, navegando por un brazuelo del río Magdalena rumbo al puerto de Barranquilla con un cargamento de caña de azúcar para el ‘Día de los angelitos’ —el primero de noviembre—, zozobró, se fue a pique y se volcó, para que nunca más volviera a recibir las caricias del abuelo materno: se ahogó, su cadáver nunca apareció... A ‘La flor del río’ la quería para mí, pero nunca la tuve... Me conformaba cuando, hasta hace unos cuantos quinquenios, la veía surcando aguas fluviales en manos de extraños, mientras seguía recreando, como había de hacerlo desde niño, la creencia de que mi abuelo Ramón había ido intencionalmente, aquella mañana de octubre de 1954 —aunque partió para siempre dos años después—, a despedirse de mí mediante aquellas caricias a mi cabecita de 4 años…

Un sueño no cristalizado: tener ‘La flor del río’ del abuelo Ramón. No pudo ser de niño ni de mayor.

Son recuerdos en torno a aquella Soledad de humareda azulosa desde un fogón de leña, en el

cual la cocción precisa de mamá alcanzaba el punto ideal de la exquisitez en sancochos de guandú con carne salá o de zaragoza o frijol rojo con bocachico previamente frito… O en arroces de hicotea o de auyama o de fideo… O en guisos de conejo, ponche y pisingas cazadas —un pato silvestre de alas negras, cuello amarillo y pico colorado; quizá ya en extinción total, pero papá las llevaba— y… ¡aaahhh!, en aquella inigualable torta de yuca, adobada con tomate, ají topito: el costeño, y cebollín. Esta última, la recursiva delicia culinaria con que mamá no permitía, en días de apretujones económicos, que su esposo y sus cinco hijos, cuatro mujeres y yo, se fueran a la cama sin cenar, que ya el almuerzo y el desayuno habían sido nutricionalmente cubiertos… Y en medio de los banquetes caseros de mamá, las visitas ocasionales de la tía paterna Lorenza que, en la casita de paja, me

¿Quién no idealizó
jamás amores
platónicos,
inalcanzables?
El cronista sí, ¡ a
los 6 y los 8 años !

para transmitirme su sapiencia.

Dos doble emes (MM) que se marcaron en mi corazón para siempre, tanto que aún hoy —cuan-

do cualquier hora del día me sorprende mirando lejos— me regalan emotivos momentos de evocación y me permiten retrotraer aquellos besos que las dos me daban en la mejilla, cada una en su tiempo, especialmente aquel que, siempre lo idealicé así, había de humedecer la comisura izquierda de mis labios mientras aspiraba un aliento húmedo de hembra —después, bien grande, sabría que eso era algo así como que la feromona, pero desatada solo en mí a mis 7 años que cumplí al llegar aquel fin del año escolar—, ¡urra!, aquel ósculo que acompañaba la entrega de un premio por mi excelencia académica: el libro ‘Maté siete de un solo golpe’ o ‘El sastrecillo valiente’, de manos de Myriam Manotas. Es que a los 6 años yo era un aventajado lector y jugaba con la ‘Alegría de leer’. De esta MM recuerdo como único defecto físico suyo una cierta, muy mínima, curvatura de sus piernas… Por lo demás, ¡era perfecta! Lo más lindo que había visto hasta entonces, mis 6 años. Después era Minerva.

¡Cáspita! Aquella Soledad de mi tercer amor platónico, ya adolescente, en el desaparecido teatro

Colón: la actriz mexicana Hilda Aguirre desde su papel de ‘Sor yeyé’. Y la de un cuarto y último amor de esa clase, ya universitario, en el ámbito de mi pieza cómplice y alcahueta de la calle de ‘La pobreza’: la inmortal Rocío Durcal, amor abstraído también de la realidad del cóncavo y convexo... ¡en el sexo!

Pero ni la Aguirre ni la Durcal lograron motivar la traga platónica para siempre que sí me han procurado mis dos maestras de primaria, las bellísimas MM: Myriam y Minerva, Manotas y Mercado…

¡Inocencia aquella! en la Soledad del visionario Ángel Niebles y ‘El pilón moderno’ —tecnología

de punta con la que se mandaban a recoger los pilones y las manos de pilón de madera en la pilan-dería casi primitiva—, esa máquina rugiente y vibrante que allí, frente a la casita de paja por la carrera, desconchaba por montones, por pilas de sacos de no sé cuántos kilos, el grano de maíz, tanto amarillo como blanco, y daba paso a dos productos: Uno, el maíz ‘pilao’ blanco para el bollo de limpio o el amarillo para la chicha o el cuchuco dulce, el costeño, y Dos: el afrecho, inevitable alimento para los puercos de corral en la cola del patio…

Era la parroquia de San Antonio de Padua —y

su iglesia, con leyenda e historia, ‘altar de oro’, nos decían a nuestros 5 años, orgullo soledeño imperece-dero junto con las butifarras— que, tras las evocacio-nes del primer pilón eléctrico en el cálido villorrio, aho-ra trae a mi memoria la figura cilíndrica de la maretira del maíz desgranada —una especie de esponja metá-lica dorada de hoy, útil para restregar chismes y ropa en aquellos años de infancia feliz— y los cascarones del maíz puestos a secar al sol para luego armar los mazos a fin de que alguien tuviera un ingreso adicional para el sustento: se vendían como pan caliente para envolver los bollos de yuca, de limpio, de mazorca, de angelito, que para este la tusa debía ser la morada… Cascarones que se vendían, como se vendían los forros de enea para cubrir botellones, que yo hasta aprendí a tejer esos forros de enea o de paja…

¡Ay!, la Soledad de los matarratones florecidos

Mazorca, cascarón, tusa, maretira: plata...

en época de Carnaval —aun en la casita de paja, la cual habitamos hasta mis 8 años—, en medio de mañanas y atardeceres helados, primeros meses del año: la flor del matarratón centurión, una seguidilla de palomitas rosadas que batían sus alas al paso de los vientos y que hace rato largo no veo… Entonces, el bando del Carnaval de Barranquilla, lo recuerdo como si fuera hoy, se leía impajaritablemente el 20 de enero, fecha en la cual mamá hacía pasteles especiales… Mientras tanto, las ramas del matarrón se hervían mezclada con otros elementos y ese menjurje líquido servía para darse baños y el ramaje cocido para cataplasmas curativas. Remedios caseros recurrentes para afron-tar y amainar los efectos de la viruela.

¡Ah!, la Soledad de mi primera infancia…

¡Guau! —como se dice hoy—, la Soledad de aquel 10 de mayo de 1957 cuando los estudiantes

de primero y segundo elemental, en la escuela Avianca —institución que, para aquel año, solo tenía eso dos cursos—, corríamos y saltábamos de alegría porque algo no muy claro para nosotros había

sucedido en la lejana Bogotá y por eso no había clases. Un tal Rojas Pinilla se ‘había caído’, era lo que suponíamos, de acuerdo con la interpretación que hacíamos de la alharaca armada por los mayores, en medio de vítores y aplausos, los cuales imitábamos. Después, años después, entendería-

mos la magnitud de lo ocurrido: el dictador, general Gustavo Rojas Pinilla, había sido derrocado, ¡había caído! Pero aquel 10 de mayo de 1957 nos la gozamos en unas circunstancias casi igualitas a las que acaban de llevar a millones de colombianos —en otro 10, pero de agosto de 2016— a caminar y saltar y gritar en rol de protesta por importantes ciudades, incluida el Distrito Capital.

Tales circunstancias, solo diferentes en tiempo, lugar

y modo, han resultado afines en el meollo: a mis 7 y medio solo sabíamos que nada sabíamos, el 10 de mayo de 1957 no teníamos porqué saber a ciencia cierta, en aquella época, quién era el general Gustavo Rojas Pinilla… El 10 de agosto de 2016 la inmensa mayoría de protestantes no sabía, a ciencia cierta, contra qué protestaban, solo sabían que algunos —era gente siguiendo a Vicente— habían hablado del interés del Ministerio de Educación de imponer una tal ‘ideología de género’ en la educación de los niños colombianos —‘ideología de género’: la identidad sexual y los roles de género no como una condición biológica, sino construida por el estamento social: lo femenino y lo masculino como dimensiones de origen cultural y no de lo biológico, ¡todo un lío atropológico!— sin que, desde la verdad verdadera, tal doctrina se hubiese siquiera insinua-do... Finalmente, al general Rojas Pinilla, ya sin charreteras y de paso por Barranquilla, había de entrevistarlo alguna vez, cuando yo daba los primeros pasos por el periodismo.

Pues bien: mi propósito es escribir sobre mi Soledad

—sin referirme a ello— antesala de la Quinta de San Pedro Alejandrino antes del arribo de El Libertador Simón Bolívar a su última morada… Escribir sobre mi cuna —sin referirme a ello—, escenario, en 1860, de una batalla entre los ejércitos liberales y conservadores al mando de Vicente Palacio y el General Joaquín Posada Gutiérrez, respectivamente…

General Gustavo Rojas Pinilla, derrocado el 10 de mayo de 1957. Hubo fiesta en la escuela sin saber qué se festejaba...

10 de agosto de 2016: mucha gente en marchas de protesta sin saber a ciencia cierta por qué se protestaba...

Mi intención es añorar, recrear y exponer mis recuerdos en torno a la Soledad del encanto —mi

‘Soledad de Colombia Adorada’—, sin referirme a que hoy día es sexta en población en Colombia y tercera en la región Caribe, después de Barranquilla y Cartagena…

Me propulsa, sin pretender ser un ‘igualado’, plenamente convencido de que solo soy un ‘emba-

durnador de pantallas’, la ya famosa frase del premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Lo que quiero es mecerme en la hamaca de los recuerdos, curucutear los relicarios de las remi-

niscencias, zarandear las telarañas de las nostalgias, desempolvar los anaqueles de las anécdotas, auscultar mi corazón eternamente enamorado del amor —que también de algunas soledeñas, ellas siempre bellas—, hojear el catálogo de amigos conterráneos a lo largo de los diversos periodos de mi vida, evocar más de lo bueno que de lo malo y lo feo y escribir y escribir y escribir a ver qué carajada ha de resultar para El Muelle Caribe...

La introducción, por lo menos, ya se garrapateó, como diría el benemérito Chelo De Castro C.

Continuará

enseñó, a mis 5 años, 6 talvez, a comer, sin arrugar la cara ni permitir un asomo lacrimal, el picante sin ají picante, un menjurje de pura hoja verde que ella preparaba con sumo esmero… ¡Y cómo me gustaba!

¡Ah!, la Soledad de la escuela Avianca donde, a mis 6 años,

cursé primero elemental y sentí para siempre mi primer amor platónico: Myriam Manotas, mi primera maestra… Bueno: la verdaderamente primera ‘maestra’ había sido la afable ‘señora Inacia’ —doña Ignacia Ferrer, que podía ser mi bisabuela— en su ‘escuela de portón’, en el patio de su casa, al lado de la nuestra; su regla ‘hincha-manos-mete-letras’ y la cartilla-rectángulo de cartón: 28 cuadros amarillo, azul y rojo con 28 letras negras, que la ‘seño Inacia’ me inculcaba y fue quien había de enseñarme a leer y a sumar y ¡a respetar a los demás!

¡Uf! La Soledad de mi primer amor platónico —amor ideali-

zado e irrealizable—, que dos años después, a mis 8, surgiría otro en la Soledad del colegio Alejandro M. Rosales o Salcedo, en el barrio Salcedo: cursaba tercero elemental y mi maestra se llamaba Minerva Mercado, mi diosa inalcanzable, irremediablemente bella, y a cuya casa, en el apacible barrio Rebolo de la Barranquilla de aquellos entonces, en una esquina de la calle 17, me llevaba periódicamente papá para que obsequiara a ‘mi seño’ con butifarras y bollo de yuca. Y para seguir alimentando la imposi-bilidad de mi enamoramiento de párvulo. Minerva, mi preciosa diosa sentimental —homónima del mito romano que había sido diosa de las técnicas de la guerra, como lo era también de las artes y la sabiduría—, Minerva, esmerada con suavidad especial

Evocaciones sobre el terruño que “me vio nacer”
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