El Muelle
CARIBE
Homenaje perenne al Muelle de Puerto Colombia
Crónicas y Opinión
José Orellano, director
Gran serpiente trepa la colina
la Sierra Flor
Una doble
calzada le
cercenó
los brazos
¡Matan!
Por Alfonso
Hamburger
El desarrollo serpentea, asciende y destruye para construir... Pero lo único que queda claro es que la disputa entre indígenas y el desarrollo vertical tan desprestigiado, ha logrado que por segunda vez los sincelejanos miren hacia donde debieron mirar cuando empezaron a construir Venecia.
la Sierra Flor
El celular dice que la temperatura en Sincelejo para hoy —14 de diciembre de 2015— es de 29 grados centígrados. No le creo. Lo único que es cierto es que el día estará nublado. Ha caído un rocío ácido por la mañana y ese halo caliente —como el eructo de un dragón que bota fuego por la gran boca— se ha extendido del centro hasta la llamada Sierra Flor, un paraje tan emblemático de la capital de Sucre, a 300 metros sobre el nivel del mar, que hasta figura en su himno. Creo que la temperatura pasará con facilidad los 35 grados, pese a la brisa que mece los kicuyos, una yerba que se pega hasta en los calderos y que monea en el verano.
Para llegar al último ‘repechito’, donde está la altura máxima, hay que empinar las pisadas y proveerse de agua e hidratarse mejor. Hemos pasado seis ranchos de palma de un solo cubículo cercados artesanalmente con cañas de lata, que sirven de tienda, de sala, cocina y vestidor al mismo tiempo. Cuatro muchachos indígenas no podrán bañarse hoy por la tarde, porque ponen palmas al último rancho que muy seguramente será embestido por la doble calzada que amenaza acabar con todo. Si se bañasen, después de poner la palma, se carbonizarán, porque la palma es caliente y fresca a la vez.
Y todo es todo, la serpiente que trepa la colina acabará con el clima benigno de otras épocas, con los conejos, los sapitos saltarines y hasta con los rituales de gratitud a la Pacha Mama. Si hoy el dragón del recalentamiento global bota fuego con un chaparrón mañanero, en dos años, con el desmembramiento de la Sierra, Sincelejo recibirá todo el furor del desastre. Entonces ya ni la brisa que pega por las tardes en el centro, bastará.
Así lo declara Felipe Mebarak —de los Meabark de Shakira—, un joven comunicador escuálido y de ojos vivarachos que lleva un sombrero vueltiao hasta el fondo de su cabeza. Tiene un suéter rojo con el letreo ‘Guardia indígena’. El joven entra en los ranchos y a todos saluda con alegría. Felipe es una mezcla extraña de indio zenú y de turco árabe, de mente visionaria, que ha logrado establecerse en la zona con sus padres espirituales: un reguero de indios zenues que luchan desde distintos ángulos porque se les respete el legado ancestral. Mebarak, que no es ningún colado, lleva un zenu por dentro. Dice que su indio bota fuego.
Después de tomar tinto en el segundo rancho —donde habitan dos mujeres solas y viven de una tienda que les da perdidas— ahora estoy con Felipe y Chiro Castellanos en el copito de la Sierra. Extiendo la mirada larga que se pierde por un paisaje exuberante que no alcanzo a digerir. Se necesita mirarlo entre varios para atraparlo. Abajo, entre azules verdosos opacados por nubes neblinosas, hay lagunas, galpones de pollos, haciendas y árboles entre llanuras y colinas. Se ve ganado como hormigas. Es La sabana peleando con las tierras salitrosas del golfo, hasta besar el mar Caribe, que parece un manto de plata, refractante e insondable. Es el lugar exacto en donde los Montes de María, que vienen del centro occidente, se derraman en una serie de colinas pequeñas, a través de las cuales viene subiendo una culebra gigantesca que todo parece engullirlo.
En la serpenteante carretera vieja y negra —casi azul— los automóviles parecen hormigas arrieras. Arriba, donde estamos absorbiendo el inasible paisaje, la yerba cucullo, que parece una plaga blanca mona, se mece con la poca brisa, mientras un niño indígena, en el pelo de una yegua, jardea una recua de vacas gordas. Con trapos en sus cabezas para amainar el sol, un grupo de mujeres indígenas van por un camino culebrero, tras la vigilancia de la roza, donde tienen sembrados una serie de cultivos tradicionales. A nuestra espalda se ve Sincelejo, una ciudad donde la brisa de la tarde todavía no la privatizan, pero que puede recibir una estocada mortal por esa culebra que avanza y sobre la Sierra Flor, llevándose todo en sus fauces.
Aunque una acción de tutela ha tratado de resarcir el daño y detener aquello, la actitud de los indígenas —la Sierra estuvo bajo sol y sereno, sin quien la mirara por muchos años— parece débil. El daño ya está hecho. Ahora estamos en el primer rancho, apaciguando el calor, desde la perspectiva, mirando por debajo del ala de palma recién recortada por la brisa. La Sierra Flor cortada por la doble calzada con dragas que parecen demonios de un solo brazo, es la silueta herida de una mujer grande cuyos brazos han sido amputados a la altura del pegue del tronco. La barranca es de 60 metros y amenaza con tumbar la torre de interconexión eléctrica que lleva la energía al Golfo. La culebra empezó a trepar la Sierra llevándose a su paso el ecosistema ancestral sin consultar a nadie. Los indígenas estaban dispersos, pero reaccionaron cuando la draga empezó a socavar la montaña. Abajo, en el punto más álgido, han sustraído más de mil toneladas de tierra que es llevada a la doble calzada entre Sincelejo y Sampués. Allí quedará sepultada para siempre bajo una alfombra de concreto, la que ha sido la zona más alta de la ciudad. La draga corta bocados de su vientre y las volquetas, que desde lo alto parecen hormigas guerreras, depredadoras, las cargan y las llevan a sus carreteras amenazantes.
El negocio es doble, dice Felipe. Usan sus recursos para aumentar sus ganancias. Además de abrir un hueco de más de 100 metros para justificar un retorno espectacular en lo más alto, aprovechan las miles de toneladas, para afirmar sus carreteras. Violan las reglas de explotación minera, violan nuestros derechos culturales, dice Felipe. Para abrir una carretera de 30 metros de ancho, han acabado con todo, como si, en vez de carretera, construyesen un estadio de futbol.
El desarrollo es una palabra desprestigiada mundialmente. Sobre todo cuando es un desarrollo vertical. A nadie consultaron para poner a funcionar esa culebra que serpentea la Sierra y que devora sapitos saltarines y mata a los hermanos menores. A los conejos primero los mataban a tiro de escopeta. Y cuando se acababan los conejos, metían gatos por liebre. Ahora los rematan con todo el ecosistema. A lo mucho, sobrevivirá el quikuyo, que es como una plaga.
La desconfianza es la segunda palabra clave. Hay desconfianza de los indígenas hacia las autoridades que no les brindaron el apoyo cuando apenas se iniciaba la obra y aun podían pensar en otras alternativas. Y hay desconfianza entre los periodistas sobre la actitud de los indígenas, que muy seguramente tratarán de ser sobornados para que la mega-obra siga.
Por lo pronto, este 21 de diciembre, cuando comienza un solsticio de verano, los indígenas harán su ritual de agradecimiento toda la noche bajo el resplandor de la luna, que es su madre putativa. Comerán frutas y casi desnudos —con sus atuendos rituales— beberán chicha fermentada, bailarán y besarán la tierra, en agradecimiento a la naturaleza. El entretiempo perece favorecerles, porque al menos el Ministerio del Interior dio vía libre a una consulta popular que puede ser el principio de una legalidad de este cabildo que se hace llamar Chinchelejo, una palabra como inventada, porque según el historiador Edgar Támara Gómez, no existe en ningún texto de la vieja historia. Como los indios farotos, inventados por Adolfo Pacheco en su canción cumbre —‘La hamaca grande’—, alguien sin usar citas textuales para señalar de donde esgrime su información, se inventó esa palabra, que hoy empuñan indígenas y mestizos para que esa culebra que sube la Sierra Flor y le pega mordiscos a su vientre, amputándole ya sus brazos, al menos detenga sus fauces feroces y se atragante de comida y de nutrientes.
Ya la temperatura alcanza los 40 grados y lo único que queda claro es que la disputa entre indígenas y el desarrollo vertical tan desprestigiado, ha logrado que por segunda vez los sincelejanos miren hacia donde debieron mirar cuando empezaron a construir Venecia. En vez de montañas encumbradas, miraron hacia las pajas de sabanas. Y allí no estancamos.
El primero en mirar fue el autor de nuestro himno. Ahora es bueno, que los 300 mil y tantos sincelejanos —incluyendo nuestros personajes en situación de desplazamientos— nos ayuden a mirar tanta belleza natural en riesgo inminente. Así como protegemos el vallenato, alguien debe llorar por la Sierra y por la Flor.
Mientras tanto, el calor aumenta. La serpiente sigue trepando.
Chiro, su gente y su bestia y la necesidad de recoger agua para el subsistir diario, han hecho parte del
paisaje que hoy es desdibujado por el desarrollo.