top of page

Presente luctuoso para recrear pasado alegre

La vez que Julio Rojas

me dijo, en 1983,

que se sentía metido

en las páginas de

Cien años de soledad

Por José Orellano

Para entonces, y desde 1974, yo era

asiduo del Festival de la Leyenda Vallenata, aquel que se realizaba en la plaza Alfonso López Pumarejo, el de apoteósicas finales en la tarima Francisco El Hombre, la cual era de ‘quitar y poner’.

Lo único malo de aquel escenario eran

los ríos de ‘meao de borracho’ que surcaban desde la noche inaugural las calles aledañas, con vaho permanente hasta dos semanas después, pero los residentes en ese sector —el centro histórico de Valledupar— vivían

engreídos del certamen: podían invitar, y hasta hospedar en sus residencias, a sus amigos de otras

ciudades y otros países para que, desde las puertas de sus casas o los balcones de algunas mansiones, vieran sin mirar y oyeran sin sentir, jartos de ‘Old Parr’, lo que, allá abajo o en la relativa

Julio Rojas Buendía

Rey Vallenato

1983 y 1994

lejanía, se desarrollaba, nochemente, entre palos de mango, el ‘monstruo de las mil cabezas’, guacharacas, cajas, acordeones, poesía popular y enjambres de dedos…

De noche, sí, porque de día, casi siempre meti-

dos en descomunales aguaceros —‘abril, mes de lluvias mil’— las eliminatorias en los diversos concursos y categorías tenían escenarios diseminados por esa tierra bendita por el Santo Ecce Homo: ‘He aquí al hombre’; también por ‘La guaricha’: Nuestra Señora del Rosario, y por los ‘Santos reyes’.

Para entonces, se procuraba que el Festival 

arrancara el 26 de abril y finalizara el 30. Y es que alguna canción por siempre inédita lo alude en un figurado y poético verso: ‘Y en su cuna lo vivo cuando muere abril/, ‘La guaricha’ bendice todo cuanto hago/, parrandeo con los reyes: me tomo unos tragos/, a la aurora de mayo tengo que partir…”

Este lunes 20 de junio, Arturo Zamudio publicó

en Facebook que “El hermoso folclor vallenato, de nuevo de luto. La noche del domingo falleció un gran artista, un gran señor, un gran amigo, el Rey del Acordeón Julio Rojas. Hoy más que nunca nos unimos a su bella familia, aceptando los designios de Dios”.

Julio César Rojas Buendía como invitado especial, ya dos veces Rey Vallenato, a un CD de Adolfo Pacheco: ‘Montes de María’.

Fue por esta red social por donde me enteré del triste suceso. Y sentí otro puñetazo en el alma.

Julio César era mucho menor que yo, ¡9 años!, y yo lo había visto saltar a la fama —para entonces el Festival de la Leyenda Vallenata lo permitía, literalmente, lo permitía—, lo había entrevistado y, con cierta pícara ingenuidad e inocultable orgullo por parte de él, había de escuchar de boca de él, natural de San Juan Nepomuceno, Bolívar, que se sentía metido en las páginas de ‘Cien años de soledad’, que “yo soy un auténtico Buendía, de los de Aureliano”.

Y para complemento de su ‘revelación’ venía implícito en el desarrollo del hecho una vaina —si

se quiere, macondiana—, que Julio Cesar asumía para corroborar su apreciación: la actuación como jurado calificador de la décima sexta edición del festival, ese que ganó Julio César la primera vez, del genial volatinero de las letras, Nobel titiritero-creador de las hazañas de los Buendía en Macondo: Gabriel García Márquez.

Después, Julio y yo nos haríamos ‘ñía’, amigos, para que, largos años más tarde, sentado fren-

te a inmenso espejo retrovisor y asistiendo a la distancia a los funerales de un Buendía de carne y hueso, el cronista mascullara que muchos artistas le habían dicho en su momento que eran amigos, pero que, la verdad, lo eran solo por la posibilidad que tenían ellos de que el periodista los mencionara con alguna frecuencia en su medio. Cosa diferente con Julio, sustraído de esa pléyade de interesados y a quien yo había de considerar por siempre un amigazo, aunque no nos frecuentáramos. Y de él tengo que subrayar que nunca, pero nunca jamás, me ‘lagarteó’ nota alguna. Si había de hacer algún registro periodístico en torno al discurrir artístico de Julio Rojas Buendía, era por méritos. Sus méritos, incluso como actor de algún programa de humor de Telecaribe: ‘Cheverísimo’.

Sustraído yo de la parafernalia periodística de la farándula y el espectáculo, artistas del mundo

y yo —literal— dejamos de frecuentarnos: yo había dejado de ser uno de los portadores de las muchas posibilidades promocionales de ellos, pero cuando y donde tropezáramos con Julio, el abrazo era sincero, cálido, estrujante, cargado de palabras como de niños, recordando añejos momentos. Por eso no dudé un solo instante en comentar la publicación de Zamudio en Facebook, en los siguientes términos: “Un amigazo... Un rey sin ínfulas... Un acordeonero fino y un acordeonista respetuoso del folclor...”.

¡Cómo duele ver morir gente que uno vio crecer!... Me imagino el dolor de aquellos padres que

han asistido, impotentes, a la inversión de la lógica, porque esta señala que son los hijos los indicados para enterrarnos o para cremarnos, para relegarnos a un asilo o para … ¡qué sé yo! Cómo envidio a mama, ‘mamá Ina’, y a papá, ‘papá Ico’ —¡por Dios que los envidio!—, habitantes hoy día de la Vida Eterna y quienes sucumbieron acá en la Tierra en una especie de ceremonial familiar que nos había-mos impuesto sus cinco hijos: sabidos estábamos todos de que algún día viajaríamos sin retorno a casa —se impuso la lógica: ellos lo hicieron primero— y conscientes también estaban ellos de que Ena, Maritza, Sol, ‘Francio’ y Evelina estarían allí para asistir al último adiós. Primero a mamá, diez años después a papá.

A Julio lo vi crecer, sí, porque su cara, sus aptitudes con el acordeón y sus sueños ya eran cono-

cidos en el Festival, cinco o seis años antes de que se coronara rey por primera vez. Las veces que fue finalista y no ganador, ya alternábamos la relación amistosa en condición, hasta aquellos momentos, de ‘amistad festivalera’ —cada año, cada vez que coincidiéramos en un festival—. Y lo animábamos a él a que no cejara en su propósito de ganar algún día, para Bolívar, el certamen valduparense: lo lograría dos veces: 1983 y 1994.

Sensación indiscutible en la ejecución de la puya, Rojas Buendía fue finalista en el ‘Rey de

Reyes’ de 1987, y la puya que tocó en la ‘edición de ediciones’ de 2007 fue seleccionada como la

Dos figuras, cada uno en lo suyo, unidos en este fotomontaje y por medio de un acordeón Buendía...

plarla durante algunos días. Sí, hasta el instante justo en que el mismo García Márquez lo sacó de tal estado del pensamiento. Que la anécdota la contó Julio César al cumplirse el primer aniversario de la muerte del Nobel de Literatura:

“Me preguntó: ‘Julito, ¿sabes por qué ganaste el Festival?’ Yo, un poco nervioso e impresionado,

le contesté: ‘Por usted, Gabito’; él me respondió: ‘No señor, por sus cualidades, usted ganó porque fue el que mejor tocó, y te llamo para darte las gracias’”.

Así, con ‘usteos’ y tuteos, lo dijo el acordeonero en declaraciones a los medios.

Julio, en extremo generoso con los necesitados, jamás dejó de ser provinciano, no se mareó

con el éxito, no se salió del encuadre de su personalidad natural de hombre de pueblo, no se vio envuelto en escándalos generados por la fama mal manejada, y si tuvo que escenificar alguna pelea, esta fue, y muy intensa, contra las trastadas que su corazón le prodigó desde muy joven, relativa-mente joven: 41 años apenas. A esa edad estalló la primera falla cardíaca.

A lo mejor a Julio Cesar no le faltaba razón, desde su onirismo, claro está, para hacer mani-

fiesta su condición de miembro del linaje de Aureliano. Porque con el paso de los años se haría muy macondiano, no hay duda, y como en un extenso pasaje de ‘Cien años de soledad’, actuando en la

vida real como lo hizo el coronel en la magia de la ficción garcíamarquiana, bautizaría a sus cuatro hijos varones con un mismo primer nombre, para distinguirlos con el segundo: Julio Alejandro, Julio Alfonso, Julio Mario, quien heredó el arte fino del padre, y Julio Cesar. Claro, los de la novela de García Márquez serían 17: ‘los 17 Aurelianos’, hijos de 17 madres distintas y un solo coronel verdadero. Pero mientras el coronel había de sobrevivir a un suicidio al dispararse al corazón, pero en un punto en el cual no se afectaba ningún órgano vital —el médico al que le había pedido le pintará el punto exacto del corazón le pintó el punto, pero no en el sitio exacto—, a Julio se lo llevó ese bendito órgano: cuatro intervenciones quirúrgicas a corazón abierto en repetidos intentos, de pronto cargados de errores y precipitaciones médicas, no fueron suficientes para repararle finalmente las fallas de tan vital órgano. Sin embargo, le había hecho pelea durante quince años.

‘Garcíamarquianamente’, la visita final de ‘La parca’ comen-

zó a rodear a este Buendía cuando debía estar más redivivo que nunca, después de tantas vicisitudes por su temprana Insuficiencia Aórtica: en Barranquilla, la ciudad que había escogido para fijar su residencia, se le rendía tributo de admiración por su fortaleza física, por su grandeza espiritual, por su calidad artística, unidas en un

mejor de aquella versión especial, en la cual no fue finalista, en medio de cuestionamientos al des-arrollo de esa edición. Tampoco había clasificado a la final del ‘Segunda década’, ‘Rey de Reyes’ en el año de los santos reyes de 1997.

...

“Bellas tus palabras, querido José”, comentaría Zamudio a mi publicación en Facebook y él sa-

bía a lo que yo me refería cuando hacía la distinción entre acordeonero y acordeonista —“un acordeonero fino y un acordeonista respetuoso del folclor”, había dicho—. Porque Julio Rojas Buendía era acordeonero en lo auténticamente folclórico, cuando solo juegan guacharaca, caja y acordeón; y era acordeonista en lo comercial sin haber perdido jamás, en esta modalidad, su nota folclórica, tal cual como se mantuvo Alejo; sin atreverse a alterar las raíces del merengue ni del paseo, de la puya ni del son. ¿Para qué?... Sí, ¿para qué, si en su acordeón los cuatro aires sonaban magistrales, en cualquiera de los dos escenarios? ¡Y cómo se complementaba todo lo folclórico en él, cuando se lanzaba al ruedo a cantar, que también lo hacía bien, en especial puya!

Y es que García Márquez no lo tenía como su acordeonero favorito porque finalmente hubiera

aceptado que Julio era un ‘Buendía de los de Aureliano’. Lo prefería en sus parrandas porque era

Julio César, ¡6:37 minutos de puya!

Para los entendidos esta es una magistral ejecución de puya...

bueno tanto con los pitos como con los bajos y porque, amigo de sus amigos, Julio le cantaba lo que García Márquez le pidiera, en especial ‘Mercedes’, la puya ‘Mujer buena’, con la cual el sanjuanero bolivarense ganó por segunda vez, y mucho del repertorio del maestro Leandro Díaz. Sanjuanero bolivarense, sí, porque en la región Caribe también hay San Juan, del Cesar, pero en La Guajira.

A lo mejor Julio había recrea-

do la sensación de que su apellido materno había influido notoriamen-te en su primera elección.

Y esa idea había de contem-

‘Pero sigo siendo el… bi-rey’

estado de vida dispuesto a seguir ganándole la batalla a la muerte, pero tuvo que abandonar el acto... Partió del escenario del homenaje a su encuentro con ella...

Es que, en situaciones tan metafísicas como estas, nada más sencillo para entenderlo que las

tres últimas palabras de Arturo Zamudio en su publicación informativa del deceso de Julio Cesar Rojas Buendía por Facebook: “Designios de Dios”.

Esta foto tomada por el periodista Juan Rincón Vanegas, jefe de prensa de la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata, muestra a uno de los hijos de Julio César Rojas Buendía, Julio Mario, ejecutando el acordeón, en Jardines de la Eternidad de Barranquilla, durante las exequias de su padre, a quién le heredó tal legado.

bottom of page