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razónpública

Desde la izquierda y desde la derecha, en la mesa de La Habana y en la sede del Congreso, de frente o de medio lado, los actores de esta guerra degradada trabajan juntos para auto-perdonarse a cambio de que cese su violencia. Estos han sido sus pasos.     

1. Un fuero nuevo para la Fuerza Pública

2. Amnistía para los guerrilleros.

3. Jurisdicción Especial de Paz (JEP).

Escrito por Hernando Gómez Buendía* 

4. Perdón para la derecha

5. Por el honor militar

6. Por los paramilitares

Perdonar todos los

crímenes y a todos

los criminales

Realismo

Estoy muy viejo para creer en conspiraciones, y lo bastante para no hacerme ilusiones. La paz no se negocia entre palomas sino entre los halcones, y por eso su precio será la impunidad para todos los crímenes.

El gobierno y las FARC nos repiten ad nauseam que “el centro del proceso son las víctimas”.  El centro verdadero son los victimarios. Pero no cabe duda de que habrá una dosis de “verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición” para las víctimas, lo cual es una gran noticia porque la alternativa sería quedarnos como estamos. También es cierto —y es afortunado— que habrá reformas en materia de tierras, lucha contra las drogas y apertura política; y aunque cabe dudar de la capacidad o aún la voluntad del Estado para llevar a cabo esas reformas, la alternativa sería que no haya ningún cambio. 

El Acuerdo de la Habana es entonces deseable porque reduce la violencia, propicia las reformas y consuela a las víctimas. Pero este acuerdo es la oferta que los autores de una guerra degradada le están  haciendo al pueblo colombiano a cambio de no ser castigados por sus crímenes. Es una oferta que debemos aceptar e incluso agradecer porque la alternativa es prolongar la barbarie: entre alargar la guerra sin castigar a nadie y hacer la paz sin castigar a nadie, cualquier paz es evidentemente preferible.

La paz que viene es nuestra paz posible, la paz que da la tierra, la que podíamos esperar de nuestra historia y de nuestros dirigentes. Pero al menos deberíamos tener la lucidez y el coraje para ver lo que estamos haciendo —y por eso en los párrafos que siguen intentaré mostrar en orden cronológico los siete pasos que han dado nuestros dirigentes para extender la impunidad al máximo.           

El entonces Consejero de Paz Rafael Pardo junto al Comandante Carlos Pizarro
Leongómez en 1990. Foto: Centro de Memoria Paz y Reconciliación

Las primeras personas a quienes Santos comunicó su intención de negociar con las FARC fueron los comandantes de las Fuerzas Armadas y de la Policía, asegurándoles que “no permitiré que policías y soldados acaben en la cárcel mientras los guerrilleros salen libres”.  

Esa había sido la intención del Acto Legislativo 02 de 2012, que la Corte tumbó  en 2013 por vicios de procedimiento. Fue la reforma que el propio Santos revivió a través del Acto Legislativo 01 de 2015 y donde simplemente se inventa un nuevo fuero penal para la Fuerza Pública.

En efecto, el fuero que existía en la Constitución —y el que existe en el resto del planeta— consiste en que sean militares quienes juzgan las faltas al servicio (como decir la desobediencia o la deserción) porque ponen en peligro la integridad o la victoria del Ejército. Pero aquí se inventaron:

  • Que la justicia militar se ocupe de  crímenes de guerra (y no apenas de faltas al servicio),

  • Que estos juicios se rijan sólo por el Derecho Internacional Humanitario (aunque la Corte acabe de agregarlos Derechos Humanos), y

  • Que la Policía quede cobijada por el fuero militar.

O sea que los uniformados se juzgarán a sí mismos por los crímenes en contra de terceros indefensos y sin plena sujeción a las leyes colombianas. Los militares sostienen que esto les da “claridad jurídica”, pero el modo correcto de tenerla habría sido un tribunal civil especializado en el derecho de guerra.

Sin añadir que a raíz de la caída inicial de la reforma, este gobierno había tramitado la Ley 1698 de 2013 para que el fisco —es decir los ciudadanos— costee la defensa de militares y policías acusados por cualquier juez y por cualquier motivo.

Perdonar la rebelión y sus delitos conexos (como el porte de armas o aún las muerte s en combate) es parte inevitable de una paz negociada. Esto es lo mínimo que conceden los Estados en aras de la paz, pero es también lo máximo que pueden conceder sin violentar los derechos de las víctimas. Este fue el caso por ejemplo de la Ley 77 de 1989  para el M19, una amnistía para los delitos políticos y conexos que expresamente excluyó “los homicidios fuera de combate, con sevicia o colocando a la víctima en estado de indefensión, los actos de ferocidad o de barbarie.”

Pero en el caso de las FARC, la zona gris vendría a ser la amnistía o el completo perdón para dos delitos que serían “conexos” con el de rebelión:

  • El narcotráfico, que la Corte Suprema ya declaró como conexo, “siempre y cuando fuera para financiar a las organizaciones insurgentes”. La implicación importante es por supuesto la de no extraditar a ningún guerrillero es decir, prescindir del castigo más severo y efectivo que los excomandantes podrían recibir.  

  • El secuestro. El Artículo 40 del acuerdo de justicia transicional entre el gobierno y las FARC excluye de la amnistía “la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad”; pero el Artículo 39 incluye las conductas “dirigidas a facilitar, apoyar, financiar u ocultar el desarrollo de la rebelión”, el 23 dispone que la amnistía “será lo más amplia posible”, y en todo caso el Fiscal considera que el secuestro es un delito conexo, que por tanto sería susceptible de amnistía. 

Los tratados internacionales impiden amnistiar los delitos más horrendos, y por eso el gobierno y las FARC acordaron crear un sistema y un aparato de justicia ad hoc para estos crímenes. Según dice el acuerdo respectivo, la JEP:

  • Deberá “concentrarse en los casos más graves y representativos” (o sea que muchas atrocidades no serán investigadas cuando precisamente ellas habrían de ser la prioridad de la justicia);

  • Impondrá penas muy bajas para aquellos que confiesen sus crímenes (de 5 a 8 años en lugares distintos de la cárcel), bajas para el que confiese tarde (5 a 8 años de cárcel) e inclusive reducidas —hasta 20 años de cárcel— para los que no confiesen. (A modo de referencia, recuerdo aquí que en el Código Penal un solo acto de extorsión puede tener hasta 15 años de prisión).

  • No hará responsables a los jefes guerrilleros sino por el “control efectivo” sobre la conducta que constituye el delito (o sea solo por ser sus coautores  directos).    

Estos fueron los motivos principales que tuvo Human Rights Watch para desmenuzar un acuerdo que califica como “piñata de impunidad”. Los defensores del acuerdo sin embargo dicen que

  • Sí habrá penas.

  • La JEP es parte del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición (Comisión de Verdad, Unidad de Búsqueda de Desaparecidos…), de manera que “el centro del acuerdo son las víctimas”.

  • El acuerdo se ciñe a los tratados y mereció el respaldo de la comunidad internacional.    

El debate anterior podría verse como el de “vaso medio lleno” o “vaso medio vacío”. Pero hay un hecho perfectamente claro: que las partes hicieron lo posible para atender a las víctimas sin castigar a los victimarios más allá de lo mínimo que imponen los tratados internacionales. Es decir que el acuerdo consiste en maximizar la impunidad para los guerrilleros sin dejarlos expuestos a las cortes internacionales. En vez de exigir justicia como representante de las víctimas, el Estado se sumó a la insurgencia para evitar los radares extranjeros. 

Pero este no fue un acto gratuito de Santos: fue la única manera de destrabar el proceso para consolidarlo antes de que expire su mandato. Derrotadas en el terreno militar, la presión del reloj acabó por obligar a Santos a tratar a las FARC como “parte beligerante” o como un cuasi-Estado capaz de pactar con otro Estado la creación de un aparato de justicia distinto e independiente del que tiene ese Estado.      

Los militares y los civiles no insurgentes están sujetos por definición a la soberanía del Estado. El gobierno no tiene por qué negociar con ellos algo tan esencial a un Estado como es su monopolio de la justicia penal —menos aun cuando se trate de funcionarios o personal a su servicio—.

Pero estamos en Colombia y lo que “dio la tierra” fue la presión abierta o encubierta de la derecha extrema, que sin mucho aspaviento extendió la JEP a “los agentes del Estado que hubieren cometido delitos relacionados con el conflicto armado” y a “las conductas de financiación o colaboración con los paramilitares” (numeral 32 del acuerdo). 

Este es el elefante que llegó a La Habana con la complicidad activa del presidente, los expresidentes, el procurador, el fiscal, los directorios políticos, la oposición, el grueso de los medios, el de los académicos y el de la misma comunidad internacional. Prácticamente todos dan por sentado que el perdón de los unos debe extenderse a todos de manera automática, y casi nadie advierte que una injusticia no justifica otra injusticia. El consenso es general por dos razones básicas:

  • La asimetría moral de la gran mayoría de los colombianos que, como dije alguna vez, “podría resumirse en una frase: el mínimo perdón para las guerrillas, el máximo perdón para sus enemigos”.

  • Una derecha interesada en el perdón para “su gente” y unas fuerzas progresistas que se tapan los ojos para lograr la paz que tanto necesitan.

Al extender la JEP a todos los actores del conflicto, Colombia se estrellaba con el hecho inaudito de que los militares y policías fueran juzgados bajo unas reglas convenidas con sus enemigos.

  • Por eso la objeción realmente “inamovible” de Uribe y del procurador al acuerdo de justicia transicional que se anunció inicialmente era que en él se “igualaba a las Fuerzas Armadas con las guerrillas”.

  • Por eso el acuerdo finalmente publicado advierte que la JEP se aplicará a “los agentes del Estado…de forma diferenciada, otorgándoles un tratamiento equitativo, equilibrado, simultáneo y simétrico”.

  • Por eso —y como si  representaran a los bandos— los ministros de Defensa y Justicia firmaron un “compromiso” que ratifica el tratamiento separado para agentes del Estado. 

  • Por eso el presidente recorre los cuarteles anunciando que los militares y policías presos por delitos de este tipo podrán pedir la revisión de sus sentencias (y salir libres por pena cumplida), que el superior jerárquico no responderá sino por acciones directas, y que las penas se cumplirán en instalaciones militares (sin esperar la firma del acuerdo, ya de hecho se hicieron los traslados).

Aunque el pudor les prohíbe decirlo, tampoco es aceptable para la derecha que los comandantes, políticos, empresarios y demás civiles comprometidos con el paramilitarismo queden sujetos a las reglas negociadas con las FARC. De aquí el proyecto de reforma constitucional del uribismo que crearía un tribunal adicional e ​independiente de la JEP para que

  • Juzgue y amnistié a los civiles por delitos políticos y conexos (la universalización del paso 2).

  • Imponga hasta 5 años de cárcel a los militares o civiles ajenos a la guerrilla por  sus crímenes más graves en el contexto del conflicto armado. Esta cárcel suena más severa que la “restricción de libertad” de la JEP para exguerrilleros, pero en efecto (i) los reos de la derecha no dispondrán de “territorios de paz” para cumplir sus condenas, (ii) el acusado no necesita confesar a tiempo ni a destiempo (otra garantía para el “honor” militar), (iii) el tope es inferior a los 8 años de la JEP, y sobretodo

  • El tribunal podrá revisar las sentencias de militares o paramilitares que ya han sido condenados, o dejar en libertad provisional a los hoy procesados.

7. Por el círculo de Uribe

Los abogados de las FARC Leyva y Santiago le han explicado a los medios y visitan a los  presos en el círculo de Uribe para hacerles saber que sus delitos fueron parte del conflicto y que serán cobijados por la JEP.

En la lista de presuntos “consultados” figuran Diego Palacio y Sabas Pretelt (“yidis-política”), María Isabel  Hurtado y Jorge Noguera (los del DAS), Bernardo Moreno, César  Mauricio Velázquez y Luis Carlos Restrepo (los de Casa de Nariño) y el congresista Luis Alfredo Ramos. Con un buen abogado y con la misma lógica saldrían de la cárcel o cesarían los procesos contra más de treinta funcionarios y políticos de “la casa Uribe”, incluyendo digamos desde Arias (“Agro Ingreso Seguro”) o Zuluaga (caso “hacker”) —porque ambos querían la Presidencia para seguir la guerra— hasta Santiago Uribe (con los Doce Apóstoles) o aun tal vez Jerónimo y Tomás si “demuestran” que  buscaban la plata para lanzarse mañana a la política.

Y así se cierra el círculo. Los extremos se unen para que la impunidad de un bando quede amarrada con la del otro bando. Por eso Uribe y sus acólitos ya empezaron a aceptar y apoyar el proceso de La Habana.  La paz que viene es una paz entre ellos, la paz que podía ser, las que nos da la tierra.

Serán cien años más de soledad para las víctimas. No un Estado y una clase dirigente que cierran filas para minimizar las concesiones e imponer la máxima justicia para el número mayor de criminales, sino una alianza entre izquierda y derecha con el gobierno como intermediario para evitar que tribunales extranjeros apliquen la justicia en nombre de la especie humana.  

Pero para las víctimas y para el pueblo colombiano esta paz es la mejor, la menos peor, de las opciones que les ofrece su clase dirigente.

 

* Director y editor general de Razón Pública.

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