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El niño del

matarratón

Viene a cuento la historia por cuanto, hace poco, nos encontramos en Bogotá en casa de un amigo común,

José Orellano, periodista de profesión y chismoso de oficio y Edgardo Aguirre Guzmán trajo a colación ese recuerdo de nuestra común infancia. Fueron varias horas de charla y al ver su barriga pensaba para mis adentros que, parte de su mediana panza fue producto de su nobleza al suministrar al viejo Teódulo las ramas de matarratón que a diario necesitaba. Y regresó a mis sentidos el olor dulzón de los cogollos verdes al quemarse con las brasas y el olor de Doris al pasar airosa frente a mi casa.

Ah de la vida anterior/ de las flores lilas del matarratón/ y de los amigos que vuelven del ayer/ para dejarnos

ver/ que los años han pasado/ pero que cada verano/ regresan cálidos y brotan nítidos/ igual que los latidos de nuestro corazón.

JOSE JOAQUIN RINCON CHAVES

Bogotá D.C. noviembre 5 de 2016

Un poema muy singular... irreverente

¡No, no! ¡No se puede concebir!

Ahora le veo llegar

en busca de su pastel

para poder tapar

esa inmunda cagá

que dejó el alcalde aquel,

robando sin cesar.

¡Oh! ¡Qué pena a mi me da!

También, ¡Feliz!, le veo venir

en un auto singular:

que son sus llantas de queso

y combustible de suero,

del llamado atoyabuey;

y él, “blanqueado” no se viene

algo se ha de traer:

o la plata en los bolsillos

o un fiambre pa comer.

¡Oh! ¡Qué pena a mi me da!

Con el ‘Tapacagá’,

ya no podemos contar

si perdió su honestidad,

pues, se dejó comprar.

¡Oh! ¡Qué pena a mi me da!

Le dicen “doctor hallazgo”

porque glosa con pasión

aunque al final nada

encuentra,

cuando le dan su ración;

si solo ve cuando brilla

de Jasón el vellocino.

¡Oh! ¡Qué pena a mi me da!

De pueblo en pueblo va,

buscando conseguir

una nefanda ocasión

para poderse llenar,

¡Y al fisco defraudar!

El poeta Abel José Rivera García y su amigo de cuitas Cristóbal Escandón Camargo.

El ‘mata matarratones’

esparcida por la superficie para que adquiriera calor y, después, era necesario remover las brasas y las cenizas. Para ese propósito, montaba una escoba larga que alcanzara el fondo del horno y para armar la escoba, requería de las ramas verdes del matarratón.

¿Entienden ahora por qué mi

padre-hornero requería de las ramas de los árboles que crecían en la casa del muchachito? Pues bien, como no todo es gratis en esta vida —frase que mi progenitor cada día me recordaba—, careaba a Edgardo con una bolsa de pan o de golosinas cada vez que necesitaba de este producto de primera necesidad para su trabajo y mi amigo la compartía con la pandilla del barrio. En jerigonza santandereana, carear quiere decir, contentar. No es por darme de ilustrado, sino porque a veces las cosas se entienden por otro lado.

Los árboles crecían por mon-

tones por las calles del vecindario. Su verde era inconfundible y, en verano, sus flores alegraban el paisaje de estas aceras que con su sombra mitigaban el andar de las gentes y, con su color, pinturaba de sonrisas las caras. Flores que, según Pedro Coley, un estudioso de la naturaleza local, producían la más dulce miel que los labios probaran, lo cual justificaba la ronda de las abejas por sus capullos en sazón. Mejor que las mieles del amor, solía decir.

Sus hojas servían para curar el es-

cozor de algunas enfermedades tropicales y hasta eran buenas para el baño de los infantes en platón de aluminio. Doris Villarreal, la mujer más hermosa de la cuadra de la calle 69, las usaba como emplasto nocturno, para lucir más bella en la mañana. Claro que ella ignoraba que, en los pueblos de la costa, el florecer del árbol es señal de que una muchacha se va a ‘salir de la casa’ para coger marido. Otra razón para justificar que cuando la chica salía taconeando de su casa los muchachos del barrio Boston se alborotaran sin saber la razón y si era verano ‘pior’, pues bien es sabido que esta estación agita más las hormonas.

Pero, bueno, la historia no trata de

ensalzar las propiedades del árbol, que entre otras desgracias ha ido desapa-reciendo de las calles de Barranquilla.

Desgracia, porque su ausencia de antejardines y parques ha incrementado el calor sofocante de la urbe, porque sus flores se añoran y porque las abejas no zumban en miles como antes. ¡Ah!, y porque Doris ya no vive en la cuadra, según me contó hace poco Edgardo, y por aquello de las fiebres juveniles.

El niño Edgardo vivía en diagonal de mi casa. Frente a la tienda de Alejandrina y Marina, dos hermanas

santandereanas verracas que surtían de víveres los hogares de las dos manzanas a la redonda. Cuando no había Olímpicas y se pagaba la compra con ‘credikent’, en monedas o con anotación en la libreta del debe. Alejandrina, más madura, llevaba las riendas del negocio. Marina era la contadora de pedidos. A veces, este mortal coincidía con Edgardo en la tienda. Otras, cuando nos poníamos a fisgonear en carnavales la corraleja de la candidata del barrio. Una muchacha alta, bella, rumbera, que es un pleonasmo si se habla de barranquilleras. Pero otra vez me pierdo en el cuento.

Resulta que la casa de Edgardo estaba rodeada de matarratones y mi padre, necesitaba de sus ramas

verdes. Las de los árboles, claro está. No porque papá fuera brujo o algo que se le pareciera. No. Era panadero de oficio y hornero de ocupación. Como el horno era de ladrillo, se calentaba con leña que, luego de arder, era

Las flores rosadas del verde matarratón barranquillero se añoran... Ya las abejas no zumban en miles como antes...

Nota del director: El Diccionario de la Real Academia Española presenta la locución ‘cagar’ como un verbo intransitivo, malsonante y coloquial que significa: ‘evacuar el vientre’. Y ‘usado también como transitivo y como pronominal’, significa ‘manchar, deslucir, echar a perder algo’… Conjugado en sus tiempos y modos llega a ser sinónimo de ‘acobardarse’ y cubre acciones como las de ‘cometer un error difícil de solucionar’ y ‘expresar desprecio o rechazo hacia esa persona o cosa’… Con derivados de la palabreja se puede ‘expresar extrañeza o contrariedad’ y hasta manifestar, entre los españoles concretamente la tierra del origen de la lengua que nos impusieron, la que hablamos, que algo es ‘muy bueno, excelente’: “Tienes un coche que te cagas”.

Sobre todas esas consideraciones, cabe el poema singular ‘El tapacagá’ de las ‘ías’, de la autoría de Abel José Rivera García… Una singular irreverencia, con tiro directo:

‘El tapacagá’

de las ‘ías’

Recuerdos de la Barranquilla de otros tiempos

Ricardo Rocha: Y pensar que en Barranquilla tumbaron los matarratones porque el funcionario de la época consideraba que era un árbol sin pedigree.

Nota de El Muelle Caribe: A quienes siegan vidas se les llama ‘matones’… El matarratón es vida y a quienes matan la vida del matarratón ha de llamársele ‘mata matarratones’... No lo dice el colega y amigo Ricardo Rocha, lo dice El Muelle...

Por José Joaquín

Rincón Chaves

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