El Muelle
CARIBE
Homenaje perenne al Muelle de Puerto Colombia
Crónicas y Opinión
José Orellano, director
Relato literario
Aforismos de
la cosecha de
Abel J. Rivera
* De vez en cuando hay que mirar hacia abajo para conocer lo grande que es Dios, y ‘la altura’ que nos ha dado para agradecer su obra.
* A quien ora y no actúa en bien, Dios le escucha como quien oye llover.
* Si en nuestro mundo, con solo pensarlo, se murieran o esfumaran a quienes se tienen por enemigos, ya se hubiese extinguido la especie humana.
* La soledad es inaceptable para aquellos que, estando en ella, tienen la oportunidad de conocerse a sí mismo y ver que malvados son.
* Para ir hasta el cielo se requiere algo más que rezar. Curas y feligreses, ¡fuera de las iglesias y templos!
* Poesía: espacio para que tu corazón diga lo que quiere libremente, a su favor o en su contra; aun cuando, a veces, son rosas o espinas al aire.
* La poesía es la síntesis más bella.
* Las mejores flores tienen espinas, como la mujer que amas.
* Desvalidos sociales: forzados por las plutocracias, oligarquías, imperios y sistemas económicos a sufrir privaciones, pobreza, discriminación, humillaciones, apartheid.
* Contar con una persona indecisa es como conservar un trozo de hielo en las manos, estando en el trópico.
* Muchos tienen todos los bienes materiales pero escasos bienes espirituales; y por tanto son tristes e infelices.
* No podemos evitar que quienes amamos más y están a nuestro alrededor, se mueran física o afectivamente y nos causen tanto dolor; lo importante es reponerles para mantener el balance de afectos.
* Lo más difícil es volverse un ‘hombre de valor’. * Hombres de ‘éxito’ abundan fabricados con mentiras, engaños y crímenes contra el prójimo y la sociedad.
Periplo por
Costa Verde
Amigo pelícano, miré atrás
en el tiempo: en una cuna ornitológica naciste, allá al final del húmedo Everglade de la Florida, donde las dulces aguas del caudaloso Misisipi derraman al mar, separando cual barrera, al inmenso Océano Atlántico del mar
Por Abel José
Rivera
García
Caribe. Sobre un mangle rojo tu madre hizo su nido con ramitas secas y hojas de la enea que brota del pantano. Allí viste crecer sobre tu desnuda piel rosada, pardas plumas en tu dorso y albos plumones en el pecho. Mil cuidados prodigáronte tus padres, con tilapias y siluros tu yantaste, jamás hubo estrechez en tu pitanza.
Un buen día del caluroso mayo, te agrupaste en bandada con un centenar
de tus congéneres, dispuesto a iniciar una hégira migratoria hasta las lejanas tierras del Septentrión Suramericano, cumpliendo el pagamento que te ordena tu genoma. Alzaste vuelo hasta la isla de Vieques, en la tierra de la brava Anacaona, probando así tus alas, pues tu destino, al igual que la bandada estaba mar allende, en aquellas aguas que conjugan el más amargo acíbar con la dulcísima miel: La Ciénaga Grande de Santa Marta. Te sentiste seguro, sabias que podías lograrlo, que eras un formidable volador, capaz de enfrentarte retador a los más fuertes tornados y a los horribles huracanes del Caribe.
Continuaste con tu viaje una mañana de junio. Navegaste hacia el suroeste,
apurando los espacios con sostenida cadencia. Como en una carrera de relevos, el mayor de la bandada dio la orden y, al instante, te pusiste en vanguardia. Cruzaste el mar de Cortés toda la noche, guiado por la estrella Quince del Centauro; saludaste al país de los aztecas y buen viaje te desearon los espíritus Olmecas, al paso por las nobles ruinas del Chichén Itzá. Atisbando siempre la línea litoral, reiniciaste vuelo por seis días y cinco noches sucesivas, hasta llegar al extenso lago de Nicaragua; allí, aliviaste las fatigas de tu adolorido cuerpo, con el tibio bálsamo de sus verdes aguas. Sé que descansaste y reasumiste el brío juvenil de los pelícanos occidentales.
Siguiendo el itinerario que trazó tu destino, te enrumbaste hacia el levante,
sacando ventaja a los alisios del noroeste con un grácil planeo cruzado, remontando enormes y amenazadores cúmulos, que por estos tiempos transportan los vientos. Dos días más tarde, aterrizaste en la albufera del río Camarones, en La Guajira colombiana, más exactamente, sobre las espumosas aguas de la laguna de Navío Quebrado. En un frenético entusiasmo, te zambulliste en picada una y otra vez, ávido de peces. Así degustaste el típico manjar de las cachirras y aún disputaste un delicioso múgil con una garza altanera. Buen partido sacaste a esa abundancia íctica, hasta tanto se secaron y se pintaron de blanco sus hialinas aguas. Te acosaron los pescadores del pueblo circundante, quienes, como tú, recogían los peces disecados por las sales y el inclemente sol, cual plateadas monedas esparcidas por el suelo. Y sentiste miedo.
Triste final para un hermoso relato... ¡Adiós, amigo pelícano!
Ciénaga Grande de Santa Marta
en otroras épocas de esplendor.
Foto de Jaime Andrés Mejia
U Pontificia Bolivariana
Llegada la alborada, par-
tiste hacia el oeste franco; todavía embelesado por la belleza de este rico humedal. Esta vez, a una voz del mayor de tus hermanos, la bandada juntó ala con ala y dibujó en el firmamento azul una inmensa “V” de la victoria esperada. En tu camino volaste sin deriva por la franja litoral a poca altura. De esta manera, pudiste percibir los colores y el aroma marino
alejaste, compadeciéndote por los inmutables habitantes de esa hospitalaria ciudad.
Con rápido aleteo, te dirigiste al sur hacia tu destino final. En una hora atisbaste la gran barra costera que se
extiende hacia el poniente. A lo lejos, como un refulgente espejo castigado por el sol del mediodía, estaba ella: la pródiga Ciénaga Grande de Santa Marta. Evocaste a tu madre y sus historias contadas sobre el nido. Recordaste que te habló de la existencia de unas aguas encantadas del color esmeralda, provenientes de una mágica montaña que, como cuernos de abundancia, derramaba machuelos, lisas, boconas y mil especies más, de abigarradas formas y colores.
Así, pues, en la playa Costa Verde de la ciudad de Ciénaga bajaste sobre el estero de un río, de cuyas
aguas bebiste y, en verdad, miel te parecieron. Hambre grande tenías y alarde hiciste de tu arte en pesquerías. Una y otra vez, y muchas más, la bandada y tú, acribillaron el agua con sus agudos picos sin obtener regalo. Sin embargo, tragabas como saboreando un apreciado festín. Luego de varios días de tan infructuoso motín, te abandonaron tus fuerzas, nadaste con toda la bandada hasta esa negra playa teñida de carbón por los derrames consuetudinarios de las barcazas de los puertos carboneros. Allí se entorpecieron tus carnes y se nublaron tus ojos. Y tras un rictus de muerte se te fue el alma. Te fuiste a la nada.
¡Adiós, amigo!
del Santuario Natural de los Taironas; mas no te detuviste.
Oteaste ‘La samaria’ y te afligieron sus miserias. Planeaste junto a El Morro y
pareciote un gran centinela que guarda su bahía; advertiste los vahos malolientes de los vertimientos en el boquerón del emisario final de su alcantarillado. Los cerros negros de carbón en los tinglados de la terminal portuaria, emanaron una espesa nube de polvillos que irritaron la membrana nictitante de tus ojos. Por fin te