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Relicario vallenarto

Valledupar:

          años de villa,

señorío y leyenda…

466

Por Raúl

Brugés Fuentes

Lo que eres para un guajiro que ¡te ama!

Casa verde...

carrera 11 con calle 13C, barrio Obrero, en Valledupar .

Foto Arnol Castillo

La abuela Emilia ‘Mime’

Vega Maestre

La tía Pema y Carmen Fuentes de Brugés, madre del autor de estas reminiscencias.

Un aspecto de Becerril, en la actualidad

Soy un convencido de que la historia, para cada lugar, persona e, incluso, simples objetos, tiene un lugar preciso. Dónde se nace… dónde se vive… qué se tiene… a quién se ama... qué puedes o no vivir o disfrutar… y en fin.

El 6 de enero del aún reciente 2016, se conmemoraron

466 años de la fundación de Valledupar, ocurrida en 1550, por parte de don Hernando de Santana y Juan de Castellanos, en un territorio fértil, encajado entre la sierra Nevada de Santa Marta y la serranía de Perijá, bañado por el río Guatapurí (en lengua Chimila, significa “agua fría”)... Y estoy seguro de que esta villa está ligada inextricablemente a mis afectos, a mi historia, a mis ancestros… y a mi talento musical, como un sino de mi propio periplo vital.

Y es que desde aquella niñez que nunca debió irse; desde aquellos tiempos que por fortuna revivo con facilidad, muchas cosas cotidianas, de familia, de conversaciones, sueños, planes, en fin, tenían que ver, de una u otra forma, con la denominada Ciudad de los Santos Reyes. La sublime tierra del Cacique Upar. Referente obligado en nuestro hogar. Nuestro devenir.

En este orden de ideas, debido a que mi centenaria abuela materna, doña Emilia Vega, residió varios años en Becerril —la tierra del inolvidable Rafael Orozco a quien mi madre, doña Carmen, nacida allí también, cargó cuando niño—, ella, mi abuela, al residenciarse en Maicao, nunca se desvinculó de esa hermosa población. Para entonces, eran frecuentes sus viajes al mencionado pueblo, en plan comercial y afectivo (allí se quedó mi tía Edina con sus hijos, tía Nena, familiares y muchas amistades). El itinerario incluía una escala necesaria en Valledupar. En uno de esos viajes, decidió llevarme como acompañante. Y allí empezó este romance para siempre.

Para mí, se hizo cotidiano tropezar en cualquier vía o sector del Valle, a Colacho Mendoza en su Nissan Patrol y su sombrero sempiterno; Emiliano Zuleta en su Renegade o Poncho su hermano, quien visitaba a Calixto Ballesteros, a media cuadra de donde los Sarmiento; Jorge Oñate, gran amigo de los Daza, en la carrera 12 o Freddy Peralta, cuya casa era a la vuelta.

De igual manera, en el Ateneo, en la misma jornada matinal que yo, estudiaba Rubén ‘El cuqui’ Quintero, pupilo de ‘El turco’ Gil, quien tenía un

flamante acordeón nuevecito… Trabamos amistad y empezamos a aprender juntos. En la jornada de la tarde estudiaba Héctor Zuleta y la protagonista de más de una de sus canciones: La hermosa Xenia Aguancha.

Binomio de Oro, 1978

La Locura, Diomedes y Juancho Rois

Pero el hito inolvidable para ese niño que era yo fue lo que sucedió a mediados de ese año memorable: el batatazo fue la salida al mercado del álbum ‘La locura’, de Diomedes Díaz y Juancho Rois. Apenas unos días después de su lanzamiento, ya era una auténtica ‘locura’. Cerquita de donde los Sarmiento, en pleno mercadito, por donde quedaba Radio Reloj, vivía Joaquín Guillén, gran amigo de ‘El cacique de La Junta’. Allí llegaron todos los músicos y se formó una parranda monumental, a la que se infiltró un niño gordito, de escasos 12 años, decidido a conocer a estos dos monstruos de la música que ya le había robado el corazón: ¡este servidor! Noche fenomenal. ‘El

cacique’ en lo suyo. Juancho Rois, un jovencito flaco y tímido, con una digitación centelleante, se convirtió en mi ídolo; mi referente para el acordeón. Años, después, seríamos amigos un breve tiempo, hasta su muerte, aún dolorosa.

Por supuesto, ante tanta emoción, perdí la noción del tiempo y al llegar tarde, el regaño fue espectacular. Pero ante lo vivido, nada tenía importancia.

Otro hecho notable fue cuando me colé en el mítico Club Valledupar, en un quinceañero de la hija de un reconocido político de la ciudad, para poder conocer al otro grupo de moda: ‘El Binomio de Oro’. Lo conseguí, gracias a la complicidad de un compañero de estudios apellido Baute, que sí estaba invitado. Me consiguió el Flux… ¡y me ayudó a entrar! Memorable noche… Allí se completó el idilio con esta música. Y mi admiración eterna por este grupo y por Israel, otro de los que considero excelsos ejecutantes del nacarado (esa noche, si pedí el permiso de rigor, por lo que no hubo regaño).

A partir de allí, Valledupar ha sido, es y será uno de mis grandes amores. Por mi familia, tan querida (tanto de padre como de madre) que viven allí; por haber sido el lugar en donde conocí el amor de pre adolescente (tal vez el más hermoso de la vida); en donde aprendí a tocar el acordeón con amor, pasión y destreza; en donde descubrí y bebí de los primeros hálitos de libertad. En donde conocí a seres humanos espectaculares, cuya huella permanecerá por siempre en mi chip. La ciudad que cada día veo más hermosa. En donde en cada rincón se respira identidad. Cultura. Folclor. Magia. Creo que es lo más cercano al Macondo de Gabo, con el debido respeto que se merecen Cartagena, Santa Marta, Riohacha, Barranquilla o Aracataca. Porque allí, en cada año, mi corazón late desaforado al desear subirme a la tarima como participante. Porque en cada una de sus calles (aun las que no conozco, porque ha crecido muchísimo) evoco leyendas; historias familiares; he tejido sueños y anhelo casi que constantemente un retorno. Ese es mi Valle… Ayer una villa… Hoy, casi una metrópoli, que se robó el corazón de este guajiro musiquero, parrandero y soñador...

Para un niño como era yo, todo fue sorprendente: El cambio drástico del paisaje desértico de mi tierra a un verde único desde la provincia de Padilla; mis ojos, acostumbrados al horizonte infinito, de pronto descubren con asombro, los cerros, las montañas de la Serranía del Perijá y la Sierra Nevada. Llegar de un pueblo pequeño a una pequeña Fenicia (el Valle era epicentro de una febril actividad, básicamente por el algodón). Ver esos Willys de la época… Percibir esos aromas diversos provenientes de las trinitarias; los alijos con productos agrícolas; los gritos de los pregoneros tanto de transporte como de otras actividades… y en fin: ¡todo un descubrimiento!

Pero sin duda, lo más agradable fue el encuentro con Tía Pema, hija mayor de mi abuela. Su esposo, mi padrino Juan Bautista Morales Montero (compañero de juegos del gran Calixto Ochoa en su natal Valencia de Jesús)... Mis primos (¡en ese entonces eran siete de once que tuvo mi tía con mi padrino!)... En la que, para nosotros, es una leyenda: La casa de la carrera 11 con calle 13C. Casa Verde le decimos ahora. El máximo referente de nuestra familiaridad y dinastía en el Valle.

Los viajes se hicieron más frecuentes. En ocasiones, con mis padres. Con mi abuela. A eventos distintos. En planes diferentes. Hasta que, en 1978, mis padres deciden enviarme a estudiar allí, mi segundo de bachillerato, con apenas 12 años de edad. Al ateneo el Rosario. De Checha Mendoza y doña Lily. En el San Joaquín. Entonces, se consolidó el amor.

Ante esta nueva situación, ocurrieron hechos notables. Conocí el aciago dolor de la distancia… del desarraigo… de la ausencia. Pero, llegué al seno de una familia maravillosa: El hogar de don Eugenio Sarmiento y doña Toña Mendoza y sus hijos (amigos de la familia desde Becerril). Allí me ubicaron mis padres, debido a que tía Pema ya tenía sus 11 vástagos y era muy complicado vivir allí. Empezó un nuevo tiempo. Nuevas amistades; nuevos referentes, con la feliz circunstancia de que, en ese entonces, el Valle era la capital de la provincia y allí confluían muchos paisanos de La Guajira. La adaptación fue inmediata. Me sentí en casa.

Conviene anotar que, para ese entonces, no era experto en vallenato. Conocía muy poco de esta música, aunque en casa no faltaban discos en 33 rpm de los Hermanos López, Alejo Durán, Alfredo Gutiérrez, ‘Los corraleros de Majagual’, Aniceto Molina, Darío Díaz, Luis Enrique Martínez y otros, debido al variopinto gusto musical de mis padres. Pero también conocía a Roberto Carlos, ‘Los panchos’, ‘La sonora Matancera’, Celia Cruz, Nelson Ned, ‘Los Blanco’, ‘La Billo’s Caracas Boys’, ‘El grupo Bota’, Leonardo Favio, las grandes bandas papayeras de la época, en fin. También disfruté de la influencia musical de mis tías Rossy y Mabel (grandes bailadoras, aún señoritas) por lo que no fui ajeno a música europea y norteamericana. Por cierto, ya daba mis pinitos con la guitarra. Básicamente, interpretaba baladas, boleros y rancheras.

Pero, lo que en el Valle se bailaba, se escuchaba, se respiraba era el vallenato. Incluso, hasta en el colegio solo se hablaba de vallenato. En ese año, las canciones de moda las imponían Los Zuleta (‘El cóndor legendario’); Diomedes Díaz y ‘El Debe’ López (‘Me deja el avión’); Jorge Oñate y Colacho Mendoza (‘Silencio; todo en chanza’); Silvio Brito (‘Llegaste a mí’); los clásicos de siempre (Alejo Durán, Calixto Ochoa, Alfredo Gutiérrez, entre otros). Y un grupo que apenas se abría paso: El Binomio de Oro.

Llegar de un pueblo pequeño a una pequeña Fenicia (el Valle era epicentro de una febril actividad, básicamente por el algodón). Ver esos Willys de la época… Percibir esos aromas diversos provenientes de las trinitarias...

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