El Muelle
CARIBE
Homenaje perenne al Muelle de Puerto Colombia
Crónicas y Opinión
José Orellano, director
Dejarse morir por no
poder comprar un carro
como el de ‘Jopitico’
Soledad y esa historia llamada ‘Carlos el loco’
Por Fernando
Castañeda García
Entonces, el teatro Colón proyectaba películas: nocturna diaria, vespertina los domingos y feriados. Llegaba al frente de la mesa de comida de ‘La Mona’, Eufrosina García —su amiga, como él la llamaba— y ella le servía sopa de mondongo en un pote de avena Quaker.
En el caño del mercado —hoy una costra de basura y batatilla—, ‘Carlos e loco’ pescaba bagres (pintado y blanco), dorada, barbúl, corvina, mojarra peña, entre otros manjares del río.
Así concebía Fernando Castañeda García, desde sus aptitudes de pintor, a ‘’El loco Carlos’ en 1980.
atracaran porque, según ellos, su vida corría peligro en las calles; además, él dormía con sus padres en ese cuarto de madera y temían que si se le metían durante la madrugada, para simular un atraco, le prendiera fuego al cuarto que compartía con sus mayores y donde dormía encima de un ‘tambo’ alto, con la rueda de billetes debajo de la cabeza como almohada.
Murió decepcionado y sin poder meterles
su paquete chileno a los atracadores
Carlos, al parecer, no era tan loco, ni tan idiota, como muchos pudimos pensar. Quiso jugarles una mala
pasada a los salteadores, razón por la que elaboró una rueda, no con billetes reales, sino con recortes de periódicos y esperaba la oportunidad para burlarse de aquellas personas que varias veces le robaron, para meterles el ‘paquete chileno’. Esto se puede inferir porque su familia cuenta que, después de su muerte, se llevaron una sorpresa al darse cuenta de que la rueda no contenía billetes sino papeles. Según su hermana, el día que Carlos murió ella vio una luz en el patio de la casa… No lo pensó dos veces, tomó un machete y comenzó a escarbar en el lugar donde apareció la luz… Para su sorpresa encontró unos frascos llenos de monedas metidas en agua de limón para evitar que se pusieran verdes, y un envuelto en forma de almohada lleno de billetes. Es decir, Carlos no volvió a cargar su preciado tesoro después del quinto atraco, simplemente la rueda era de papel periódico, a la espera de un nuevo intento de atraco para reírse de los ladrones.
Ahora, revolotea en mi mente la imagen de Carlos, recostado en la pared de la casa de la señora Alicia
Balza, durante las noches, frente a la venta de comida de mi madre, quien lo llamaba, le daba un pastel, o unos ‘fritos’, y le decía: “Vete para la casa que son las nueve de la noche”. ¡Y Carlos, se iba!
Decepcionado porque, cinco veces, le robaron el sueño que atesoraba en la rueda de billetes armada
con la paciencia de una abuela, decidió no salir más a la calle. Fue una férrea decisión, tenía 50 años de edad. Después de un año sin salir a la calle, duró seis semanas sin comer porque un día amaneció decidido a no probar, nunca más, un bocado de comida, y lo cumplió.
A los 51 años de edad, decepcionado, desconfiando hasta de su familia, y con la esperanza perdida en
la fortuna que cinco veces le robaron, junto a la ilusión de comprarse un carro como el de ‘Jopitico’, se dejó morir.
novia. Fue, entonces, cuando su hermana María le preguntó por qué la había bajado. Carlos le respondió:
“Porque la cabecita de la hicoteita me hacía así”,
colocándose la mano a la altura de los genitales, levan-
tando y bajando el dedo pulgar, para insinuarle sobre su erección producto del contacto de su cuerpo con el de Ana Sofía.
Víctima de seis atracos
A pesar de la desconfianza, fue víctima de cinco
atracos en la calle y uno en su propia casa. De los atracos a ‘Carlos el Loco’, el más popular fue el que le hicieron en la gallera La Reforma —hoy Banco de Colombia—, a mediados de los años sesentas. Del producto de ese atraco, sostenía la gente, el atracador montó una tienda, y cuando la gente pasaba por allí comentaba que la montaron con la plata robada a Carlos. Y la llamaban, en voz baja: ‘La tienda del loco Carlos’. La noche que lo atracaron, de la rabia lanzó la lata llena de monedas a la mitad de la carretera y los transeúntes se arremolinaron para recogerlas sin importarles el tráfico vehicular.
Se recuperó de ese primer atraco y no se detuvo en
su obsesión de atesorar dinero, como lo siguió haciendo hasta la vez que sus familiares, teniendo en cuenta la frecuencia de los robos, se pusieron de acuerdo con unos vecinos para que lo esperaran en la puerta de la casa y lo
pantalón, este último remangado dos vueltas encima de los tobillos, siempre descalzo… Cargaba, recelosamente, debajo de la camisa, una rueda formada con billetes de todas la denominaciones doblados en cuatro partes, que medía unos 35 centímetros de diámetro, aproximadamente, y una lata de galletas saltín Noel llena de paquetes de monedas en cajetillas de cigarrillos Pielroja, Nacional y Lucky que contenían un peso en monedas de cinco y diez centavos para cambiarle billetes por ‘menudo’ a los choferes y comerciantes del sector. Para defender su tesoro andaba armado de la inseparable honda de caucho y tres piedras de ‘caliche o chinas’, como las llamábamos, en la mano como munición, y del bolsillo trasero de su pantalón sobresalía la bayeta roja.
El loco Carlos fue aseado. Cuando ‘La mona’ le daba sopa de mondongo en el pote de avena Quacker,
lo lavaba después de comer; era asquiento, también, y no le recibía sobras de comida a ninguna persona. Mirándolo desde la distancia de los años, se me ocurre pensar que Carlos no fue tan loco como nos lo hacía creer. Su expresión ‘Dame cinco y soy tu marío’ pudo ser una treta para distraer la atención de las personas con el propósito de que no estuvieran pendientes de su rueda millonaria y hasta se llegara a pensar que mendigaba.
Limpiar carros y pedir cinco centavos no fueron las únicas fuentes de ingresos, también arreglaba
mecheras o encendedores. La inmensurable capacidad de Carlos para atesorar dinero parecía superar a su locura. Fue un loco desconfiado, recuerdo que cuando mi mamá —‘La mona’— me daba un billete de cinco o de diez pesos para que Carlos se los cambiara por monedas, yo aprovechaba ese instante para pedirle que me enseñara la rueda de billetes, y me complacía. Siendo un adulto, cada vez que llegaba a la venta de comida de mi vieja atravesaba hasta donde la señora Alicia Balza, compraba una gaseosa, se la daba y me decía: “Mono, mono, estás grande”. Con su mano puesta sobre la frente y sin poder contener el espabilar de sus ojos.
Ana Sofía, el amor platónico de Carlos
“Le dije al director que me lo llevaba para la casa bajo mi responsabilidad. A mi hermano le
ponían choques eléctricos... Una crueldad”, manifestó María Zambrano, hermana de Carlos, cuando se refirió a la única vez que lo internaron en la Clínica del Atlántico, un hospital mental que estaba ubicado en la calle 30 (autopista) con carrera 8, en Barranquilla, donde hoy funcionan una estación de servicios y un refugio para el desfogue pasional de amores clandestinos. De esos amores como el de la pasión que despertó en Carlos su vecina Ana Sofía, quien le decía que no quería tener un novio que no usaba zapatos y siempre andaba descalzo. Un buen día se puso unos zapatos de cuero que había traído su hermana María desde Venezuela, como estaban nuevos, se los calzó, pero para no ensuciarlos utilizó dos bolsas de papel que sirvieron de calcetines, después repitió la operación metiendo los pies calzados en sendas bolsas de papel, para no ensuciarles las suelas, y fue hasta donde Ana Sofía para que lo viera con los zapatos nuevos, porque ahora sí podía ser su novio… Así que la cargó y la llevó en brazos hasta su casa para presentarla como su
exploraba durante las primeras horas de la noche. Después del primer atraco, Carlos limitó su territorio a la esquina de la farmacia de Eliseo De la Hoz, donde se ganaba algunas monedas de centavos, que le daban los choferes por limpiarles los vidrios a los buses. Al caer la tarde, se iba por los alrededores del Teatro Colón, frente a la mesa de comida de ‘La Mona’, Eufrosina García —su amiga, como él la llamaba—, quien le servía sopa de mondongo en un pote de avena Quaker, que utilizaba como recipiente, y le daba un pedazo de yuca. Ese fue su segundo punto de trabajo, allí también limpiaba los carros de los comensales.
El Loco Carlos
o Carlos El loco
Algunas personas le decían
‘El loco Carlos’, otras, ‘Carlos el loco’. Este singular personaje vestía de dril, color caqui, camisa y
quiso ser rico: Él, sólo quería comprarse un carro.
Un carro como el de ‘Jopitico’
El día que José María Hernández Gil se presentó en su carro a visitar al padre de Carlos —Aniceto
Zambrano Pacheco— y le permitió montarse para que se creyera un piloto al frente del volante mientras jugaba con el vehículo estacionado en el frente de la casa, su afición por la cacería con honda y la pesca, pasaron en un segundo, a un segundo plano. Desde ese día se le metió la ventolera de comprarse un carro, pero no un carro cualquiera, sino uno como el de ‘Jopitico’, apodo del señor Hernández Gil.
Paralelo al tema de comprarse un carro, como el de ‘Jopitico’, pensaba en cómo reunir el dinero
necesario para tal fin; y llegó a la conclusión de que limpiando carros reuniría la plata requerida para adquirir el de su obsesión. Entonces, se armó de una bayeta roja y salió a limpiar carros.
Dame cinco y soy tu marío
Con la expresión ‘dame cinco y soy tu marío’, para pedir una moneda de cinco centavos, se hizo
famoso en la esquina de la farmacia de Eliseo De la Hoz —diagonal a la American Bar—, una especie de estacionamiento de los buses de Soledad, en esa época, cuyas carrocerías eran de madera revestidas con latón o cinc, y para amparar a los pasajeros del sol y de la lluvia, en las ventanillas tenían unas cortinas enrolladas en la parte superior, hasta que a alguien se le ocurrió la idea de fabricar las ventanillas en vidrio y marco de madera, que entraban, perfectamente, en los espacios entre costillar y costillar del bus, que se podían levantar y bajar sin ningún problema.
La esquina de la farmacia de Eliseo De la Hoz fue uno de los dos puntos donde Carlos se rebuscaba
impiando carros con la bayeta roja. Y caminaba, antes del primer atraco, por la calle 18 hasta la carrera 24, donde quedaban la Gallera La Reforma y El Trupillo, una cantina con mesas de billar, a la que convertían en caseta durante la temporada de carnaval. Ese era el territorio que caminaba durante el día, y también lo
decíamos en ese entonces. Pitirres, torcazas, palomas tierreras y conejos no escapaban de la mira de aquella honda, cuyo caucho no le era fácil estirar a cualquier persona, pero, estirada por Carlos, parecía una simple liga. En el caño del mercado de Soledad pescaba bagres (pintado y blanco), dorada, barbúl, corvina, mojarra peña, entre otros manjares del río que luego disfrutaba en su casa. Tenía fama en su barrio y los alrededores por la puntería que tenía con la honda y su paciencia y destreza para pescar. Después, se convirtió en el loco más singular y famoso, allá por los años 50s, 60s y 70s, en el municipio de Soldad y sus alrededores, por la obsesión de amasar dinero, aunque nunca
En diciembre de 1981 regresé a Soledad para las vacaciones de fin de año —era docente en
Sahagún-Córdoba—, y no sé por qué razón le pregunté a mi mamá por él, y respondió que había muerto. Conservaba un par de fotos suyas que le había tomado Fidel De la Hoz, dibujé las dos expresiones de su rostro y le pedí a mi mamá que le entregara el dibujo a sus familiares. Ese dibujo lo reproduje en la cartilla ‘Nuestra historia ilustrada’, un texto didáctico acerca de la historia del municipio de Soledad.
Ese día recordé que la rutina de su ‘viaje mental’ duró más de treinta años, alimentada por la obsesión
de reunir dinero; que, para él, gastar un centavo de su plata no tenía sentido, su lógica era sumar. Restar no fue operación matemática que aplicó en la práctica. Cuando sus progenitores le pedían dinero para la comida, les respondía: “Los padres están en la obligación de mantener a sus hijos”... Y los amenazaba con prenderle fuego al cuarto de madera, donde dormía con ellos, y la casa, si le cogían un solo peso de su plata.
Su obsesión por el dinero no la relacionaba con la concepción de riqueza, él, jamás quiso ser millonario.
En su cabeza tenía fijada la idea de comprarse un carro, para ello atesoraba cuanto centavo llegaba a sus manos. Así interpreto, a esta edad adulta, ese deseo vehemente de atesorar dinero del ‘Loco Carlos’ que conocí, desde mi infancia, por los alrededores del Teatro Colón de Soledad.
Necesitaba conocer el año, mes y día de su nacimiento e igualmente la fecha en que falleció, entre otros
aspectos, para contextualizar esta crónica sobre ese personaje que se hizo famoso con la frase “Dame cinco y soy tu marío”. Porque no quería valerme sólo de mi memoria para escribirla, busqué a Orlando Roca Zambrano, su sobrino, quien me comentó que su tío se llamaba Carlos Alberto Zambrano Herrera, y me dijo que, como el resto de su familia, sólo sabía que había nacido en 1930 y fallecido en 1981. Cuando le pregunté si tenía conocimiento del porqué de la locura de su tío, se limitó a decir que cuando éste tenía dos años de edad, su mamá, Carmelina Herrera Bermejo Junco, lo estaba amamantando y cogió una rabia por X o Y motivos, y a ese episodio le achacaron el cuadro de convulsiones que, posteriormente, comenzó a presentar. Dice Orlando que un día, cuando el niño estaba convulsionando, pasaba por el frente de la casa de su abuela el doctor Juan Domínguez Romero, quien lo examinó y le entregó a la señora Carmelina, dos pastillas que sacó del bolsillo de su chaqueta, con la advertencia de partirlas en mitades y darle a tomar un pedazo cada doce horas. Las convulsiones cesaron con el tratamiento recetado por este eminente médico soledeño, pero el daño estaba hecho.
Carlos creció como un niño diferente y un día decidió no asistir más a la escuelita de patio donde,
posiblemente, aprendió las operaciones elementales de matemáticas, para, después, convertirse en un cazador —de honda— y pescador.
Con la honda, o ‘cauchera’, se iba de cacería, siempre exitosa, por la puntería o ‘tino’ que tenía, como le