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un militar de baja monta. Al menos soñaba con un político que incendiara el Congreso con sus discursos. Para eso de la música ya era suficiente con Toño Fernández, que bastante ‘buche’ había tomado y parrandas consumidas en agotadoras faenas a garganta limpia. No se hablaba todavía, vox populi, de la verdadera tragedia, la quiebra económica, que para muchos era tan deshonrosa como hallar a una mujer usada.

Y ya en el patio, para enfrentar la afrenta de regresar a los inicios, difícil sería volver a trepar los páramos, cuando la parranda era buena en el sitio. Adolfo Rafael había regresado con ideas comunistas, producto de las tantas y variadas lecturas en Bogotá, donde aparte de la bohemia costeña con los miembros del grupo de ‘La danza de la regadera’, se había convertido en un voraz lector en parte para matar el encerramiento de los grises fines de semana en un cuartucho de pobres, en parte para pulir sus talentos comunicativos. Quería expresarse de alguna manera para no tener que matar. Y buscaba, afanosamente, las maneras. Creía en que en su puño cerrado, cabía el mundo. Era capaz de jugar en todas las posiciones del deporte rey y manejar la novena, mientras hacia un pisa y corre para robarse una base o autorizaba una base por bolas. Era ambidextro y sagaz como una gacela.

San Jacinto vivía un ambiente de rebeldía, atizado por la generación pre estudiantil del hipismo, donde sectores de la muchachada usaban el pelo largo, mientras José ‘Pepe’ Rodríguez, en su famoso colegio lancasteriano, impartía la historia oficial de los vencedores. La de los vencidos ni asomaba aun en ‘Los mochuelos cantores de los Montes de María la Alta’. Numas Armando Gil, por esas calendas apenas jugueteaba descalzo en la libertad del patio, en casa de Tilsa Olivera, del barrio Buenavista, casi corral con corral donde la letra tenía que entrar con lapos. ¡Y los lapos sacaban sangre, pero metían la letra!

Adolfo Rafael Pacheco Anillo, como es su gracia completa, era partidario de levantar monumentos a los héroes populares en vez de bustos a los mismos opresores del pueblo, que solo servían para recibir las flores de los pájaros. Allí estaban Toño Fernández, ‘Los gaiteros’, José Manuel García y el popular ‘Manta de lana’. Si Don Pepe, que azotaba con la penca ‘Matías Moreno’ —que sacaba lo malo y metía lo bueno— lo descubre a tiempo no lo hubiese admitido como profesor una vez tuvo que buscar empleo para pagar sus propias parrandas y poder enamorar con su título de bachiller. Para la misma época, Rafael Escalona tenía licencia para enamorar por el significativo acto de ser bachiller. Así lo refería mientras enamoraba a Mercedes, el nombre de su madre, con el que resguardaba a sus amores de carne y hueso. “Soy un bachiller, para ti no es nada, yo tengo experiencia, Mercedes, soy profesor”.

La maleta y los libros se quedaron para siempre en Bogotá. No fue necesario reclamarlos ni por encomienda. Hernando Fernández Vásquez, que era el fiador en la pensión de pobres, los negoció con la dueña del inmueble por los meses de deuda que Adolfo prometió pagar una vez regresara con la libreta militar. ¡Todavía lo están esperando!

Como profesor de primaria, Pacheco empezó a romper tabúes. En la clase de preceptiva literaria, su alumno más distinguido, Numas Armando Gil Olivera, oyó por primera vez hablar sin tapujos del pedo y del eructo.

Ese pasaje de su vida quedó magistralmente interpretado en ‘El profesor’, una de sus pinturas de la nostalgia más queridas, que era, sin duda, la canción de Pacheco que más le gustaba, junto al son Mercedes, al nobel Gabriel García Márquez, especialmente en el verso que dice “Toda la esperanza de ser un profesional, se la llevó el destino”. Si Gabo consideraba que Mercedes era el himno de su casa (así se llama su mujer) ‘El profesor’ los emparentaba entonces en la frustración de la Universidad. Tanto el padre de Gabo —el telegrafista de Sincé— como el Viejo Miguel los querían doctores. Ya enterado de sus ideas revolucionarias, el maestro Pepe no pudo hacer nada, cuando Adolfo era el mejor amigo de José Domingo, su hijo querido. Allí empezó a fermentarse la monumental obra de sanjacintero, en un ambiente bucólico, apto para la bohemia y la poesía. ‘El mochuelo picoe maíz’ apenas empezaba a levantar vuelo.

Un día estaba encaballado en una hamaca, con la guitarra cruzada en las piernas, puliendo los versos de El viejo Miguel, quien se había ido quebrado para Barranquilla, cuando llegó el profesor Carlos Barraza Alandete, con una ‘juma’ de varios días. Adolfo cantaba la frase “Paco Lara adiós, me voy de la tierra mía”.

Paco Lara era el juez. Y Carlos, escuchó la frase unida por los embates musicales “Pa-colar-a-Dios”.

—Nombre, Adolfo, pacolar a Dios se necesita un colador muy grande!

Entonces Adolfo tomó del licor que le encimaba el profesor Barraza a pico de botella.

Y rectificó:

—Adiós Paco Lara, me voy de la tierra mía.

No habría de allí en adelante talanquera que lo aguantara en sus inmensos deseos de comunicarse. Si no logra esos niveles de comunicación con la musa y la música, a través de la cual empezó a desfogar sus nostalgias, penas y amarguras, su dolor, posiblemente, lo habría matado. Eran tiempos de rebeldía suprema, con pantalones anchos, a veces desfondillados, en que el hoy maestro de la música colombiana era capaz de dirimir una mala mirada a punta de trompadas. Su hermano Miguel, el de la piladora de maíz y más tarde Registrador Municipal, le había regalado un pantalón y unos zapatos corona, que se habían convertido en una especie de uniforme para las ocasiones especiales. El resto no era más que, pantalón corto, babuchas y guitarra.

A lo único que no le cantaría, después de pintar La hamaca grande con magníficos colores y dibujar la nostalgia con l Viejo Miguel, sería a la libreta militar, que de allí en adelante poca falta le haría.

II

La ternura en Escalona                                       

Después de escucharle recitar múltiples apelativos contra Rafael Escalona, de los que ya Colombia sabe soberbio, engreído, orgulloso, bebedor, mujeriego, regionalista, el periodista preguntó:

—Maestro, Adolfo, ¿y es que Escalona no tiene nada positivo?

—Claro, el más grande valor de un hombre: ¡La Ternura! Escalona era todo ternura. Se ‘botaba’ de la gente. Si era posible se entregaba de cuerpo y alma. Le gustaban los regalos exquisitos, especialmente para honrar a las damas. Cambiaba con extremada facilidad, de la rabia en la que era posible matar con una mirada, hasta llegar a la ternura exquisita que lo llevaba a regalar lo que fuera por complacer a sus relacionados. Era capaz de sentarse en las piernas de sus amigos y era todo un macho. No era ningún marica. Así lo ratifica en su canción elegiaca a Jaime Molina.

A Adolfo le decía ‘indio’, para ubicarlo por debajo de su ego. Alguna vez Escalona lo invitó por un diferendo en la directiva de Sayco, de la que Rafael era el presidente y Adolfo el vice. Escalona quería una partida de siete millones de pesos y Adolfo la votó a favor, pero por cinco millones de pesos solamente. Le recortó dos millones. Pacheco era austero y Escalona gastaba a manos llenas.

—Eres un hijo de puta, ven para pegarte un tiro —le dijo Escalona.

Y Adolfo, que estaba que se moría del susto, le contestó:

—¡Más hijo de puta soy yo!

Allí lo desarmó. Después se dieron un abrazo y salieron a ver una exposición, porque Escalona era de gustos refinados. En la galería estaba colgado el cuadro de una mujer desnuda, cuyas nalgas parecían unos inmensos mangos del Sinú. Obvio, como empedernido mujeriego que era, Escalona se quedó contemplando el cuadro, embelesado en las tremendas posaderas.

—¿Cuánto vale? —preguntó.

—Dos millones y medio —dijo la administradora.

Escalona, que poco antes había estado a punto de alzarse en armas contra Adolfo Pacheco porque le recortó dos millones de pesos, ahora se ofrecía, generoso, con el arte. Le extendió un cheque por tres millones. Parece que ese cuadro aún está en la dirección de Sayco en Bogotá.

Adolfo supo explotar su ego. Lo primero fue aprenderse sus canciones. Las punteaba en la guitarra tal como lo hacían ‘Bovea y sus vallenatos’. Cuando supo que ‘El indio tocaba la guitarra al principio se mostraba incrédulo, pero después llegó a calificarlo “como el mejor guitarrista del mundo”. Pacheco le había tocado toda la noche sus canciones. Ese era el mejor honor para Escalona, que le admiraran su obra. Y allí sí que era botado.

Y Adolfo, que solo toca la guitarra por acompañarse en sus canciones, supo que para Escalona el mejor era aquel que le tocara sus canciones, verdaderas crónicas cantadas. De allí el amor de Escalona por Nicolás Elías ‘Colacho’ Mendoza e Iván Villazón. Esas relaciones, sin duda, afectaron al rey vallenato a la hora de disputar la corona con Andrés Landero. Se argumentó que al momento de definir un empate llevaba ventaja quien cantara una canción de Escalona y ‘Colacho’ era su principal intérprete. Mendoza había llegado a Valledupar algo derrotado en 1952, huyendo de una tragedia familiar. Una pelea entre guajiros era una verdadera calamidad y Escalona se lo llevo a su finca de capataz y de chofer. Lo relacionó a través de sus parrandas. Mendoza se fue sin un perdón absoluto, siendo un virtuoso intérprete de la nota picada.

Secretamente Escalona peleaba con el maestro Jorge Villamil y le reclamaba por qué no hacia un vallenato. Para él no existía mejor música. El periodista Silvio Cohen, en Sincelejo, le preguntó por qué no componía un porro y le respondió:

—¡Porque traiciono mis sentimientos!

Escalona enseñó a los vallenatos a darse porte. Cuando era presidente de Sayco obligaba a los directivos a viajar en avión de primera clase y a hospedarse en hoteles de primera categoría. Adolfo, que por esa entonces estaba mal económicamente, se iba en bus para ganarse la diferencia. La tacañería le alcanzó hasta que Escalona lo supo.

Escalona, como gran relacionista que era, se inventó una figura llamada el CIU para que los directivos de Sayco pudieran percibir algunos emolumentos, pues por ley no recibían sueldos.

El ex presidente Alfonso López Michelsen no sabía mucho de vallenatos, pero tenía en Escalona a un extraordinario asesor. Siendo Gobernador del Cesar, ‘El pollo’ López se iba por los pueblos con Escalona, con bultos de whisky. Alguna vez se quedaron secos y mandaron a buscar provisión en un helicóptero. ¿Para qué era el poder?

Según Adolfo, Escalona era celoso en extremo. Creía que el sanjacinetero lo podía desbancar en la presidencia de Sayco y le hacia la vida imposible.

—La gente quería, pero nunca aspiré a la presidencia —dice Pacheco.

Después de largos años al frente de Sayco, en los que Adolfo siempre fue invitado de honor a la Casa de Escalona, en Bogotá, llegaron los momentos de crisis. Escalona logró conquistar a varios miembros que Adolfo había asociado, entre ellos Gilberto Torres y Hernán Villa. Por ello se distanciaron.

Escalona era un estratega de las componendas y las relaciones. Aquella vez le mandó a Pedro García, director de ‘Los cañaguateros’, para que lo ablandara. Hablaron del tema durante horas. García insistió con diferentes argumentos durante horas, hasta que Pacheco se levantó de la mesa. El enviado de Escalona casi suplicó:

—¡Hombe, Adolfo, tu no votas por Escalona y se muere —le dijo Pedro.

 —Bueno, dile que vaya comprando el cajón —le respondió Adolfo.

Comenta Adolfo, de quien se prepara una biografía exquisita, que Rafael Escalona manejaba tanto poder que llegaba a algunos ministerios y ordenaba que le expidieran cheques millonarios para seguir relacionando el vallenato. Llegaba, por ejemplo, al despacho de un ministro liberal como Horacio Serpa, con una nota de López, y eso era oro puro. Allí estaba el cheque.

III

Aunque Pacheco ha sido un incansable buscador del amor, ahora que pasa de los 75 años ha tenido problemas con su mujer, quien no le perdona el haber concebido una hija por la calle a estas alturas del partido.

Aquella vez, enamorado de su última conquista, una mujer que le complace acompañándolo en sus habituales peleas de gallos, al primero que le confesó que estaba preñada fue a su amigo Régulo Matera García, alcalde sempiterno de Galapa, Atlántico.

—Calcula, Régulo —le dijo—, que mi novia está preñada.

…Y Regulo, mamador de gallo, le preguntó:

—¿Ado, y tú de quien sospechas?

Pero Adolfo tiene tanto sentido del humor, que despejó la duda con una frase magistral:

—Es una niña y si no es mía me la cojo pamí.

Dice que su mujer quiere matarlo, celosa por esta nueva relación, que lo amenaza constantemente. Y él, que la conoce muy bien, le teme de veras porque

Somos crónica literaria

Escalona y Adolfo Pacheco, degustan amistad y desayuno típico sosteño en ‘La Cueva’ de Barranquilla, en 2005, en fotografía tomada de El Colombiano.

Diálogo de dos colosos

Por Alfonso Hamburger

La justificación de dejar la friolenta Bogotá de los años sesentas, donde había llegado años antes a estudiar matemáticas, fue la libreta militar. Con las buenas relaciones del viejo Miguel —su padre— en los círculos influyentes del Partido Conservador, en San Jacinto, era más viable. El viejo no estaba muy contento con el muchacho, pues quería un doctor en la familia y no un matemático ni a un músico. Y menos a

alguna vez, se metió un la ladrón en la casa y ella tuvo el coraje de dispararle con un revólver de la guerra de los mil días que ni él se atrevía a disparar. La primera vez que pelearon, siempre por cuestiones triviales de celos y esas cosas de mujer en celos, ella le lanzó una almohada, que ha sido lo más suave que le ha lanzado en el transcurso de un matrimonio gusto a gusto.—Yo le dije que no supo matarme

cuandoyo estaba dispuesto. Al principio, si ella me hubiese pedido que me tirara del cerro de La Popa yo me hubiese lanzado, pero ya no.

Y remata diciendo:

—Ahora que quiere matarme no puede y yo tampoco me dejo.

Pastelero en la política, porque ha sido comunista, conservador y liberal, según la época y la tierra, Pacheco no quiere saber nada de proselitismo electorero, por eso, hace cuatro años, cuando su amigo Alberto Lora Peñalosa estaba empeñado en ser elegido Alcalde de San Jacinto, le auguró que sería un buen gobernante. Interesado por la revelación, Lorale pidió que le explicara su apreciación, a lo que el maestro sabanero le replicó:

—Porque el Municipio está raspado y no hay nada que robar.

IV

El abogado Esteban Salas Somosa, uno de los hombres esenciales para que el vallenato se instalara en Bogotá, eximio corista, guacharaquero y mano derecha de Rafael Escalona, llegó a su oficina un lunes con gafas oscuras para ocultar el dolor. Al calor de una discusión por asuntos de Sayco, se fue de agresión verbal contra Adolfo Pacheco.

La discusión era de palabras hasta que Salas le recordó a Pacheco que este había puesto unas canciones a nombre de su mujer. Fue allí donde Pacheco le dio un tapaboca con la mano al revés. Eran tiempo en que Adolfo discutía por todo, ahora es mucho más calmado y cordial.

Con talento a torrentes, Pacheco pudo haber sido el mejor acordeonista de la sabana, después de dominar la caja, la guacharaca y el canto. En una parranda en casa de Lizardo Guzmán en San Juan Nepomuceno, el anfitrión le pidió al maestro Alejo Duran un son sin estrenar de Adolfo Pacheco, titulado ‘Mercedes’. Por más que intentara acomodarse al estilo, Durán no pudo con el tema. Fue cuando el sanjacintero tomó el acordeón, se lo llevó al pecho y él mismo se hizo acompañar.

Guzmán, que era un gran animador de la música, entusiasmado con lo que acababan de ver sus ojos, se metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y se los entregó a Durán. Tomó el acordeón en sus manos y se lo entregó a Adolfo.

Es suyo, explótelo —le dijo Guzmán, dándole una palmadita al sanjacinetero.

Alejo Durán no se varaba, porque siempre llevaba cuatro acordeones. Al día siguiente, el maestro Andrés Landero fue a visitar a Pacheco, en el preciso momento en que salía del cuarto tocando el acordeón que el día anterior era de Durán. Al escuchar la nota, pulida y certera, Landero abrió sus ojos gatunos y tras aprobar la gracia, le dijo

—Hombre, Adolfo, ¡si tú vas a ser uno de los grandes!

Al siguiente día, Pacheco fue asaltado por la idea de despedazar el acordeón. Más que tocar quería componer. Ya con la guitarra era suficiente para alcoholizarse. El acordeón llegaba como emergente y su gracia se desfogaba por la comarca llevando tras de sí una horda de alcohólicos desalmados. ¡Fue una alarma para el poeta!

Esa mañana, ante la presencia de Landero y la idea de convertirse en el mejor acordeonero de la Sabana, se asustó. Allí tomó una de las mejores decisiones de su vida. No la despedazó ni la vendió, se la entregó a Landero. Desde entonces fueron inseparables, convirtiéndose los dos en un solo equipo, Adolfo componía y Landero interpretaba.

Allí se volvieron inmortales.

Que llevo una hamaca grande, pa'que el pueblo vallenato, meciéndose en ella...

—Eres un hijo de puta, ven para pegarte un tiro —le dijo Escalona.

Y Adolfo, que estaba que se moría del susto, le contestó:

—¡Más hijo de puta soy yo!

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