top of page

Por Inocencio De la Cruz*

No es que haya sido escogida como ‘la más bella del mundo’ sino que fue ubicada entre 23 construcciones de majestuosa concepción arquitectónica sobre la faz de la tierra.

En épocas juveniles de caminante, ‘mochilero’, y de rebeldía sin causa, pasamos por allí y el impacto visual —penetrando todos los sentidos— persistió desde entonces, pero ahora, 46 años después, se ha hecho más muellemente punzante en los recuerdos, debido a que el periódico británico ‘The Telegraph’ se ha encargado de ello: sitúa el Santuario de Las Lajas como la única construcción de América Latina que merece contarse entre esas 23.

En las afueras de Ipiales, ‘Ciudad de las nubes verdes’ como la denominó el poeta Juan Montalvo  —es que las nubes vespertinas se tiñen de una curiosa coloración, apunta su página web— , se levanta esta augusta obra civil sobre el río Guáitara, epicentro de un portentoso milagro por entregas a mediados del siglo XVIII: la aparición de la Virgen no solo para asustar a una madre y darle voz a una niña indígena que nunca antes había hablado sino, más tarde, para arrancársela de los brazos a la mismísima Parca, que ya la había hecho suya.

Una historia que se sitúa —con epílogo registrado un septiembre de hace 261 años— en una cueva ribereña junto con su entorno amerindio e involucra a dos madres y sus frutos: dos seres terrenales y dos seres divinos: la aborigen María Mueses de Quiñones y su hija Rosa y María Madre de Dios-Jesús en brazos (A la aborigen María, algunos autores la apellidan Meneses).

De nuestro relicario mental enmohecido desempolvamos uno de sus tantísimos compartimientos y traemos a presente aquella sensación de asombro inigualable que nos produjo —después de habernos herido dulcemente los ojos, pero de un modo casi sadomasoquista ante tanta belleza arquitectónica concebida por el hombre— el hecho de caminar sobre lajas: hasta entonces creíamos que tal locución correspondía exclusivamente a la gravilla, a las piedras trituradas que se usaban para hacer concreto armado en las primeras calles que se pavimentaron en mi pueblo. Pues bien: encima de aquellas mesetas llanas nariñenses, nuestros pies caminaban como si estuviéramos sobre pisos celestiales. Esa fue la sensación que nos invadió aquella vez.

Y aquella vez supimos que nunca perderíamos la capacidad de asombro, sí, pero sintiéndonos insignificantes ante la magnificencia de la construcción que recibe su nombre de los pedazos de geografía por donde hubimos de tener la posibilidad de transitar: las lajas, a 2600 metros sobre el nivel del mar: un Caribe de 18 años, de ‘mochilero’ por allí, soportando bajas temperaturas por primera vez en su vida, metiéndose trozos de pan blando en la boca y amarrándose con un calzoncillo el mentón con el cráneo para amainar el rechinar de los dientes.

Era como si estuviéramos alucinados, sí, pero siempre con esa sensación de insignificantes a que nos reducía la maravillosa joya arquitectónica, pero percibiendo, al mismo tiempo, que el Santuario —que pareciera mirar hacia el cielo— nos provocaba ‘erizante’ sobrecogimiento y, necesariamente, nos obligaba a creer en algo Superior y a ponerle toda la fe del mundo a la proclamación del milagro que nos contaban. Era momento para asumir la plena convicción de que en efecto el prodigio divino sucedió. Y que por eso esa obra de la arquitectura y la ingeniería civil estaba empotrada allí, por la gracia de Dios, sobre un cañón de algo más de 50 metros de profundidad, una pendiente del Guáitara en los mismísimo Andes colombianos, a siete kilómetros del casco urbano de Ipiales y a once del puente de Rumichaca, punto legal de unión entre Colombia y Ecuador. Y el puente sobre el Guáitara, la plazoleta congregacional de la Basílica y, además, camino sin tropiezos hacia la imagen de la Virgen y la estatua de María y Rosa.

 

 

Somos periodismo de fe

Santuario

Las Lajas

Una devota madre con su hija en brazos, frente al prodigio en una piedra laja: María Santísima y su Hijo Jesús, con San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán en los flancos.

María Meneses de Quiñones y Rosita.

Devoción empotrada en un cañón andino

Bordeando

un abismo,

obra única

sobre la faz

de la Tierra

Majestuosa obra de la ingeniería, gracias a un milagro de vida.

Parte superior de la entrada e interior del Santuario, sitio para el total recogimiento.

Ciento sesenta y dos años después del milagro comenzó a construirse el esplendoroso Santuario. Un trozo de la historia cuenta que era el año de gracia de 1916, primero de enero cuando se colocó, bendecida, la primera piedra —la ocurrencia final del prodigio divino debió darse el 16 de septiembre de 1754— y se requirieron 33 años para su terminación, exactamente en 1949: la eternización del estilo neogótico, arquitectura medieval distribuida en tres niveles y que en agosto de 1964 fue elevada a categoría de Basílica Menor por acción del Papa Pio XII.

El santuario se cimienta en una laja de 3,20 metros de alto por 2,30 de ancho y las crónicas de ayer y de hoy precisan también que el comienzo de la obra corrió por cuenta del ingeniero ecuatoriano J. Gualberto Pérez y la terminación fue asumida por el ingeniero pastuso Lucindo Espinosa.

Dicen igualmente que en 1794 se había construido el primer templo de ladrillo y cal; que en 1862 había de levantarse una capilla más espaciosa y cómoda, y que en 1899 se dieron los primeros pasos hacia la construcción de un templo con capacidad para congregar las multitudes que venían creciendo devota y de manera arrolladora por gracia del milagro. Las paredes del templo son de piedra tallada de color gris y el altar se yergue en

Una mirada

con fuerza de

convicción.

Trémula de emoción, exultante de alegría, María siguió a Ipiales, a donde había de llegar a las diez de la noche —exactamente a la casa de los Torresano—, haría  despertar a la gente y contaría la portentosa ocurrencia. No debía haber lugar a dudas. El testimonio era contundente: Rosa, que había sido vista sin vida, regresaba jugueteando, a pesar de la hora.

Encabezada por don Juan de Torresano se organizó la comitiva que fue a dar aviso al fray Gabriel de Villafuerte, de la orden de los Dominicos, y se procedió al interrogatorio de rigor. Las campanas se echaron al vuelo, sus tañidos atraían más y más gente hacia los alrededores de la Curia y la noticia corrió por el pueblo: “¡La Virgen del Rosario se ha aparecido en Las Lajas! ¡Resucitó a la hija de María Mueses! ¡La imagen es, sencillamente, hermosa!”.

Pero el fraile no quedaba del todo convencido, quería cerciorarse directa, en vivo y personalmente y, en medio de las expectativas reinantes, se organizó la que había de ser, con salida a comienzos de la madrugada, la primera peregrinación a Las Lajas. Ya era el 16 de septiembre y la procesión llegó al sitio al rayar el alba. Ya no cabría más escepticismo en torno al milagro: desde el interior de la cueva destellaban luces extraordinarias. Y en la pared de piedra, grabada para siempre jamás, la imagen de la Santísima Virgen. Fray Gabriel de Villafuerte lo admitió: el milagro brilló ante sus ojos, ante su corazón y ante la mirada maravillada de numerosos feligreses. No era posible persistir con las dudas: la Santísima Virgen hizo aparición y milagro de vida en las lajas nariñenses, en el entorno petrificado de Ipiales, a 2600 metros sobre el nivel del mar.

Después, años después, el político, periodista y pensador católico conservador de derecha, natural de Nariño, Plinio Correa de Oliveira, admirado ante las sorprendentes características de lo que veía sobre las lajas, diría que esa era “la firma de Dios en la Creación”.

Lo reiteramos: es de singular majestuosidad la figura impresa en la piedra laja representando a Nuestra Señora del Rosario, de pie sobre la media luna, llevando al Niño Jesús en el brazo izquierdo y el santo rosario en el derecho, flanqueaada por las figuras de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán.

Allá, al Santuario Las Lajas, hay que volver a ir.

(*Libre adaptación, con datos de  diversas fuentes, incluidas las personales)

trozos de roca extraídos de la cueva donde María y Rosa tuvieron sus encuentros con la imagen de la Virgen, la admonición de Nuestra Señora del Rosario, arraigada entre aborígenes gracias a los Dominicos.

El hecho de que el Santuario pareciera que cuelga sobresaliente bordeando el abismo obedece a que en sus inmediaciones había ocurrido el milagro: son 266 peldaños los que hay que bajar para después cruzar el puente con ángeles custodios —sobre el río Guáitara— para apostarse, de frente al santuario y entregarse a la contemplación, pero llenos de fe yderrochando devoción...

Descendiente y ascendente esfuerzo que, tres veces al año, han hecho y siguen haciendo y harán miles de miles y más miles de devotos de Nuestra Señora de la Lajas: en Semana Santa, la víspera y el día de la patrona, 15 y 16 de septiembre, y en Navidad y Año Nuevo por la connotación que tiene el primero de enero: recordación de la primera piedra. Esos esfuerzos de fe serán menos dispendiosos a partir de un día de este noviembre cuando, de acuerdo con anuncios oficiales, será entregado el teleférico, el cual reducirá distancia por carretera: ya no serán cuatro kilómetros en carro sino un kilómetro y 300 metros.

Toda esta historia gracias a las indígenas María y Rosa, madre e hija. Pero concretamente, su génesis se da en María, descendiente de caciques y quien solía caminar seis millas y un cuarto entre su pueblito, Potosí, e Ipiales. Ubicándonos con exactitud en la geografía colombiana, hay que precisar que Las Lajas —hoy día un corregimiento— están situadas entre la capítal de Nariño, que en la antigüedad fue fundación española para adoctrinamiento de los lugareños, y Potosí, un caserío indígena separado por el río Guáitara, que podía ser cruzado a pie gracias a un largo tronco-puente. Y este es un Potosí que nada tiene ver con la Villa Imperial de Potosí, en el Alto Perú, en la Bolivia actual. Bueno: solo el nombre.

Cuentan los cronistas que al llegar a las lajas —piedras planas y lisas—, alrededores del río Guáitara, cuando iba a cruzar el punete, María fue sorprendida por una fuerte tormenta que la sobresaltó y la llevó a refugiarse en una cueva. Sola y angustiada invocó a Nuestra Señora del Rosario pero, de un momento a otro, sintió que alguien le tocó la espalda y la llamó. Al voltear no vio a nadie y, más llena de miedo, puso pies en polvorosa y huyó hacia el pueblo de los suyos.

Días después volvía a Ipiales, pero esta vez llevaba ‘en burrito’ a su pequeña hija sordomuda, de nombre Rosa. Al llegar a la cueva, inevitable punto del susto anterior, se sentó, sin embargo, a descansar sobre una piedra. Sin terminar María de acomodarse, Rosa había bajado de su espalda para irse a las volandas a trepar otras piedras. De pronto gritó: “¡Mami... mami!, ¡Aquí hay una señora blanca con un niño en sus brazos!”. Este susto de María fue peor que el anterior: era la primera vez que oía hablar a su hija y, husmeando de un lado a otro, no veía las figuras descritas por su hija.

Transida de terror, tomó a Rosa, volvió a echársela a su espalda y siguió hasta Ipiales. Contó lo vivido y por mucho que intentó convencer a parientes y conocidos, nadie le creyó.

Cumplidas sus diligencias en Ipiales —ella servía en casa de don Juan Torresano—, tomó el camino de regreso a Potosí y al pasar por la cueva, exactamente a la altura de la entrada, Rosa volvió a gritar: “¡Mami: la señora blanca me está llamando!”.

Pero nada era lo que veía María. El miedo se le acrecentaba, a pesar de la satisfacción maternal porque su hija por fin hablaba gracias a ‘la señora blanca’. En casa, hizo el relato a su gente y muy pronto la región amerindia supo, sin creerlo de a mucho, sobre el enigma de la cueva, cosas difíciles de comprender, nadie lo imaginaba, ¿cómo?, si todos transitaban por allí, un paso obligado, imposible de esquivar, y en el cual nada de lo que relataba María ellos veían.

Pasaban los días en Potosí, hasta cuando Rosa desapareció de su casa sin que fuera posible encontrarla en sus alrededores. Estando en la búsqueda, María tuvo un pálpito: su hija debía estar en la cueva, últimamente ella decía y repetía que ‘la mujer blanca’ la llamaba. Se apresuró hasta allá y la encontró de rodillas frente a ‘la mujer blanca’ y jugando con el Niño, a quien su santa Madre había permitido bajar de sus brazos para que compartiera su sublime ternura con Rosa. Maravillada, María cayó de rodillas ante tan divino espectáculo: ¡por primera vez, estaba frente a la Santísima Virgen y su Hijo, de cuerpo presentes! Esta vez, María calló. Y con Rosa, mantuvieron por largo rato el secreto, lapso en el cual las dos solían visitar la cueva para cubrirla de flores silvestres e iluminarla encendiendo velas de sebo...Un día de esos la niña enfermó gravemente y poco después murió. Afligida, María llevó en andas el cadáver de su hija hasta la cueva, le recordó a la Virgen de Las Lajas, que así la llamaban ella y Rosa, todas las flores y velas que la niña le había llevado y le suplicó que la volviera a la vida, que tan niña no merecía estar muerta. La Virgen Santísima había de interceder ante el Divino Hijo por el milagro de la resurrección y Rosa regresó. Había de ser el 15 de septiembre de 1794.

No se equivoca quien dice que “la hermosura del paraje cañón con su cascada de 80 metros de caída es indescriptible y las fotografías sólo nos dan una pálida idea del mismo”. Razón le sobra a Juan Carlos Ariza Gómez. La vistosidad del espectáculo es para vivirla con los cinco sentidos. Que queden clavadas en los bellos recuerdos las imágenes de ese lugar único en el mundo. Único por su magnificencia natural y por la singular arquitectura de la basílica, empotrada en un cañón del Guáitara, bordeando el abismo. La hermosura del cuadro que representa a Nuestra Señora del Rosario, de pie sobre la media luna, llevando al Niño Jesús en el brazo izquierdo y el santo rosario en el derecho, flanqueada por las figuras de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán,  es excepcional, diríamos casi indescriptibles, la verdad. Es una imagen viva, con una rara expresión en la mirada de la Virgen, una mirada capaz de remover las más petrificadas fibras sentimentales del más inconsecuente de los ateos.

bottom of page