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A mitad de semana regresa a Colombia el expresidente Cesar Gaviria para asumir de lleno la nueva misión que le ha sido encomendada por el presidente Juan Manuel Santos: la campaña por el al plebiscito por la paz.

El Plebiscito: herramienta constitucional mediante la cual, en este caso, el anhelo de los colombianos —con un inmensamente mayoritario— ha de refrendar el acuerdo definitivo que arrojen los diálogos con las Farc en La Habana, Cuba.

Para entonces, el primer mandatario de la Nación espera que esté listo el fallo de la Corte Constitucional avalando el plebiscito a fin de que pueda anunciar la fecha para el cumplimiento de este mecanismo que garantiza a los colombianos su participación en decisiones políticas que los afecte.

Por segunda ocasión, en los dos últimos años, Gaviria hace campaña proselitista a favor del gobierno de Juan Manuel Santos: en junio de 2014 había fungido como el jefe de debate de la reelección presidencial, en la cual hizo famoso el estribillo “Uribe mentiroso, Uribe mentiroso, Uribe mentiroso”, para contrarrestar las afirmaciones del expresidente y actual senador por el Centro Democrático contra Santos.

En la celebración del aniversario de la Constitución del 91, acto cumplido el jueves 7 en la Universidad Libre, el expresidente Gaviria dijo que “la campaña debe ser multicolor”.

Y puntualizó que “será de las víctimas, de la iglesia, de las universidades, de los estudiantes, de los empresarios, de las juntas de acción comunal, de los artistas, de los partidos políticos, de la sociedad civil: todos vamos a aportar a que se acabe este conflicto y podamos vivir en paz”.

Gaviria

por el...

¿

?

II parte

Quién hizo qué

durante tan

larga guerra

Una guerra larga,

cruel y compleja como la colombiana merece ser comprendida en toda su

dimensión. Indignarse frente a los desastres de la guerra es muy importante pero insuficiente. Solo si se comprende el entramado de motivos, objetivos, lógicas y, sobre todo, las transformaciones de los actores y el contexto, es posible encontrar el camino para ponerle fin y decir ¡basta ya!

GUERRILLAS

Se puede decir que las guerrillas han tenido tres eta-

pas a lo largo de este medio siglo. La primera, de nacimiento y anclaje en sus territorios hasta finales de los años setenta. La segunda, a principios de los años ochenta, cuando se propusieron acumular fuerzas combinando todas las formas de lucha con miras a una insurrección y la toma del poder. La tercera tuvo lugar en los siguientes veinte años. Las guerrillas abandonaron los espacios políticos y buscaron el colapso del Estado y de las élites económicas y políticas regionales y nacionales a través de las armas es decir, por vía exclusivamente violenta.

Las guerrillas colombianas nacieron en los años

sesenta como respuesta a problemas agrarios no resueltos que tenía el país. También como producto de la larga tradición colombiana de afrontar con violencia los conflictos sociales y políticos, y como parte de los cabos sueltos que dejó el Frente Nacional en su intento por frenar la violencia bipartidista. A esto se sumó que en el contexto de la ‘guerra fría’ había un auge de movimientos insurgentes y de liberación nacional inspirados en el triunfo de la Revolución cubana.

Las Farc nacieron oficialmente en 1966, dos años

después de que el Ejército bombardeara las llamadas repúblicas independientes como Marquetalia, donde campesinos que habían sido liberales durante ‘La violencia’ se mantenían en armas, ahora bajo la orientación del Partido Comunista Colombiano. Esa resistencia coincidió

con la decisión de los comunistas de establecer un grupo armado como medida de precaución, en caso de que la democracia se cerrara definitivamente como estaba ocurriendo con las dictaduras militares en el resto de América Latina y también como un influjo de la revolución cubana que acababa de triunfar. Al momento de su fundación, las Farc contaba con 300 combatientes y seis frentes, casi todos en el sur del país.

Las guerrillas colombianas nacieron en los años

sesenta como respuesta a problemas agrarios no resueltos que tenía el país. También como producto de la larga tradición colombiana de afrontar con violencia los conflictos sociales y políticos, y como parte de los cabos sueltos que dejó el Frente Nacional en su intento por frenar la violencia bipartidista. A esto se sumó que en el contexto de la ‘guerra fría’ había un auge de movimientos insurgentes y de liberación nacional inspirados en el triunfo de la Revolución cubana.

Las Farc nacieron oficialmente en 1966, dos años

después de que el Ejército bombardeara las llamadas repúblicas independientes como Marquetalia, donde campesinos que habían sido liberales durante ‘La violencia’ se mantenían en armas, ahora bajo la orientación del Partido Comunista Colombiano. Esa resistencia coincidió con la decisión de los comunistas

de establecer un grupo armado como medida de precaución, en caso de que la democracia se cerrara definitivamente como estaba ocurriendo con las dictaduras militares en el resto de América Latina y también como un influjo de la revolución cubana que acababa de triunfar. Al momento de su fundación, las Farc contaba con 300 combatientes y seis frentes, casi todos en el sur del país.

A mediados de los años sesenta nació el ELN, inspirado en corrientes

revolucionarias internacionales. Fundada por estudiantes y profesionales acogió las teorías del foco armado del Che Guevara y se asentó en zonas rurales del Oriente del país y Antioquia, pero logró algún arraigo entre estudiantes y, sobre todo, en la clase obrera petrolera.

En 1967 se fundó el EPL, brazo armado de la disidencia del Partido

Comunista conocida como PCC-ML, inscrito en el conflicto chino-soviético dentro del campo comunista internacional, de orientación maoísta, que creía en la guerra popular prolongada y en que la revolución iría desde el campo hacia la ciudad. Sus asentamientos más fuertes fueron las sabanas ganaderas de Córdoba y Sucre, y el enclave agroindustrial del banano en Urabá.

Hasta finales del Frente Nacional (principios de la década de los seten-

ta), la existencia de estas guerrillas no representó propiamente una guerra. La violencia se mantuvo en niveles bajos, en parte porque estos grupos armados estaban en regiones muy periféricas, pero también porque el Frente Nacional había sido una promesa reformista de modernización y desarrollo, combinada con una realidad que reprimía la protesta y la movilización social. No fue sino hasta el final del Frente Nacional que irrumpió una guerrilla que cambiaría el letargo de la insurgencia. El M19 nació a mediados de esta década como un grupo armado urbano para el que las acciones militares estaban en función de lograr un gran impacto político sobre el establecimiento y la simpatía de las masas populares.

A las acciones espectaculares que hacía el M19, como el robo de la Espada

de Bolívar o de 1000 fusiles de una guarnición militar, se sumó el profundo desencanto de la población con los partidos tradicionales y con las reformas inconclusas del Frente Nacional. Este desencanto se salió de cauce en una virulenta protesta: el paro cívico de 1977. Ese clima que había en el país se agudizo con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua que les dio aún más brío a los movimientos rebeldes.

Al iniciar la década de los ochenta, los insurgentes se plantearon una estrategia de toma del

poder combinando la guerra de guerrillas con la acción política y la influencia en los movimientos sociales que se radicalizaban cada vez más. Las guerrillas buscaron expandirse e incidir en las regiones más conflictivas. Las Farc, cuya dirigencia en ese momento era profundamente agraria, creció sobre todo en las regiones de colonización y las regiones ganaderas. El ELN se expandió en zonas de auge minero y petrolero. El EPL lo hizo en enclaves de la agroindustria, en regiones ganaderas y en territorios donde otrora se intentó hacer la reforma agraria. El M19, por su parte, tomó fuerza en las ciudades y en el sur del país.

Un sector de las élites temía que las guerrillas lograran sus propósitos revolucionarios, y antes

de que fuera tarde les lanzaron una oferta de negociación política e incorporación a la democracia durante el Gobierno de Belisario Betancur (1982-1986). El proceso fue aprovechado por las guerrillas para crecer. Al finalizar el mandato de Betancur, sus frentes se habían multiplicado y habían logrado tener movimientos políticos que, como la Unión Patriótica, tenían relativo éxito en el escenario público, donde le disputaban el poder en las elecciones locales y regionales a los políticos tradicionales.

Este proceso de paz tuvo muchos enemigos. Un sector grande de los militares se opuso a él y lo

saboteó abiertamente. Los partidos y las élites económicas se resistieron a que la paz impulsara reformas estructurales para el país. Finalmente, élites locales, asociados con miembros de la fuerza

pública y el narcotráfico, crearon los primeros grupos paramilitares y escuadrones de la muerte, que desataron una guerra sucia contra la izquierda legal y contra las bases sociales de los grupos insurgentes.

A mediados de esa década el proceso de paz

languideció y el Estado estuvo acorralado por la guerra que le había declarado el narcotráfico, en cabeza de Pablo Escobar. Las guerrillas radicalizaron sus acciones militares contra la fuerza pública y contra la infraestructura del país. Exacerbaron la lucha social y política y se propusieron dar un salto hacia la insurrección con el paro cívico del 27 de octubre de 1988, durante una huelga general convocada por todas las centrales obreras y grupos campesinos del país.

Pero la huelga fracasó y diversos factores hicie-

ron que el propósito insurreccional de las guerrillas se viera cada vez más lejano. Uno de ellos, la crisis global del modelo socialista y la profunda crisis de violencia terrorista que vivía Colombia.

La guerra declarada por el narcotraficante 

Pablo Escobar contra el establecimiento acorraló al Estado... ‘El patrón’, que en ocasiones se creía Pancho Villa, su paradigma por la osadía del revolucionario mexicano de atacar a los gringos.

Este momento crucial es interpretado por el movimiento guerrillero de manera disímil. El M19,

el EPL y otros grupos menores asumieron que la lucha armada estaba agotada y aceptaron la oferta que les hizo el Estado de ingresar a la vida legal, en una coyuntura en la que se estaba gestando un nuevo pacto social y político a través de una Asamblea Nacional Constituyente.

Sin embargo, las FARC y el ELN creían que las vías legales estaban cerradas, entre otras razo-

nes, por la expansión del fenómeno paramilitar y el exterminio de la Unión Patriótica, sin desconocer su profunda convicción acerca de las probabilidades ciertas de la toma del poder por la vía armada. Declinaron participar en la Constituyente y, después de un intento fallido de diálogos con el Gobierno de César Gaviria en Venezuela y México, se fueron a la guerra con todas sus fuerzas en los siguientes veinte años.

Durante los años noventa, la apuesta de la insurgencia, especialmente de las FARC, estaba

concentrada en tomarse el poder por la vía de las armas, con una estrategia de asedio militar a las elites, tendiendo un cerco a Bogotá y las grandes ciudades, y buscando el colapso del Estado. Le asestaron enormes golpes militares al Ejército, realizaron secuestros masivos en carreteras, iglesias y aviones. Sabotearon la economía y la infraestructura.

El Estado se sintió doblegado por la guerrilla e inició un nuevo proceso de paz, conocido co-

mo “El Caguán”, porque el Gobierno desmilitarizó 42.000 kilómetros en esta región del suroriente del país para facilitar los diálogos. Este intento fracasó dos años después, cuando quedó claro que tanto el Gobierno como las farc se preparaban para profundizar la guerra.

Al terminar el proceso, esta guerrilla contaba con 16.000 combatientes y había multiplicado sus

Frentes, que ahora eran más de 60.

En ese lapso las Fuerzas Militares habían dado un gran salto, gracias a los ingentes recursos

que recibieron del Plan Colombia. Helicópteros, inteligencia técnica, aviones de combate y una duplicación del pie de fuerza fueron la base para rearmar su estrategia y diseñar un plan de guerra para derrotar a las guerrillas. Todo ello en medio de un sólido consenso entre las élites a favor de la salida militar al conflicto y en detrimento de las soluciones negociadas. Consenso que encarnaba Álvaro Uribe Vélez y su política de seguridad democrática entre el 2002 y el 2010.Durante toda la primera década de este siglo, las guerrillas perdieron terreno, legitimidad y capacidad ofensiva. Luego de duros golpes recibidos, incluyendo la muerte de cinco de los siete miembros históricos del secretariado de las farc, estas retoman el rumbo político que habían abandonado años atrás y ac-

El Gobierno desmilitarizó 42.000 kilómetros en el Caguán para facilitar los diálogos de paz con las Farc, pero el intento fracasó.

y foco de tensión desde los años ochenta. Esta paradoja tiene su origen en los arreglos institucionales del Frente Nacional que se hicieron para garantizar la pacificación de la violencia bipartidista.

Uno de estos arreglos consistió en otorgarles una relativa autonomía a los militares para el

manejo del orden público, que si bien contribuyó a su despolitización partidista, reforzó su talante anticomunista en el contexto de la Guerra Fría. Entendiendo por orden público desde la protesta social hasta la acción insurgente como expresiones del comunismo internacional que había que combatir, las Fuerzas Militares ampliaron sus competencias dentro del Estado más allá de la seguridad. Es así como en el ocaso del Frente Nacional, cuando el desencanto se manifestó en reclamos muy radicales, los militares trataron con mano de hierro a los opositores y críticos del régimen, mientras que los Gobiernos civiles empezaban a ser más proclives al diálogo.

Un hito histórico de esta contradicción es el ya mencionado paro cívico de 1977 que tuvo lugar

durante un Gobierno liberal como el de Alfonso López Michelsen —reconocido disidente en los primeros años del Frente Nacional—, y que sin embargo fue reprimido sin titubeos. Este paro daría pie para que un sector influyente de las fuerzas armadas propusiera una serie de medidas excepcionales de orden público que el Gobierno siguiente, el del también liberal Julio César Turbay, adoptaría con el nombre de Estatuto de Seguridad, y que se convirtió en un fuerte incentivo para las primeras violaciones de los Derechos Humanos por parte de miembros del Estado.

Esa incipiente hoguera se avivaría con la ruptura del monopolio de la fuerza por parte del Go-

bierno, cuando se aprobó la Ley 48 de 1968, que autorizaba las autodefensas de civiles auspiciadas por las Fuerzas Militares, y que fueron la semilla de los grupos paramilitares en los años ochenta.

Es así como los primeros esfuerzos de contener la expansión guerrillera por la vía de la negociación y las reformas, en cabeza de Belisario Betancur, chocaron con el sabotaje de las elites políticas y económicas regionales que no admitían un escenario de competencia política con la izquierda. Y, por supuesto, de los militares que se opusieron durante la década de los ochenta a cualquier arreglo político con los grupos insurgentes. Al final, Betancur se quedó solo y los sectores radicales de las élites y los militares terminaron alimentando la maquinaria de la guerra sucia contra líderes sociales y de izquierda, disidentes políticos, y en ocasiones simples librepensadores como Héctor Abad Gómez.

La Constitución de 1991 se convirtió en un nuevo intento para abrir la democracia, modernizar

al país y crear un consenso alrededor de la paz. Pero tanto la idea de oxigenar el sistema político con la descentralización política y administrativa como impulsar el crecimiento con la apertura económica, implicaron dejar al país rural en manos del mercado y debilitar la presencia estatal en las zonas de conflicto, lo que puso el territorio a merced de los grupos armados.

Las fuerzas militares, que habían sido sometidas al control civil en la nueva Constitución, estaban bajo la mirada de los organismos de Derechos Humanos que ahora empezaban a tener un lugar importante en la agenda política global.

Hacia mediados de la década de los noventa la violencia persistía en las zonas rurales y las

guerrillas estaban desarrollando una ofensiva sin precedentes. El Estado, en lugar de apostar por el fortalecimiento de las Fuerzas Militares en esos territorios, optó por un remedio cuyos efectos nocivos ya conocía de vieja data: privatizar la seguridad. Esta vez lo hizo a través de la figura de las Cooperativas de Seguridad Convivir, que se convirtieron en el gran catalizador de la expansión del paramilitarismo por toda la geografía del país, en un estrecho maridaje con miembros de la Fuerza Pública en las regiones e incluso con la anuencia de algunos gobernadores y alcaldes.

Cuando la guerra alcanzó su clímax de crueldad y victimización, Andrés Pastrana (1998-2002)

le propuso al país una salida política que no contó con un respaldo definitivo de las élites. Es así como el Gobierno se jugó algunas de sus cartas en la negociación con las guerrillas, pero se guardó los ases para fortalecer como nunca antes a las Fuerzas Militares, lo que fue posible a través de la aprobación del Plan Colombia, apoyado por Estados Unidos. Esta paradoja de pedir la paz mientras se intensificaba la guerra fue posible porque las partes acordaron dialogar en medio del conflicto, sin que mediara ningún cese al fuego.

Cuando el proceso de paz fracasó, ya estaban sentadas las bases que harían posible por pri-

mera vez un consenso fuerte y prolongado entre las élites y la opinión pública alrededor de la salida militar al conflicto. La guerra, la salida militar y represiva, había roto la eterna ambigüedad entre el Estado y una parte de la sociedad sobre qué posición asumir frente a la guerrilla.

La política de seguridad democrática que implementó Álvaro Uribe Vélez durante sus ocho

años de Gobierno significó una relativa recuperación del control territorial y un importante retorno al monopolio de la fuerza al ser desmontados los grupos paramilitares, aunque fuera parcialmente. Tanto la gran campaña de exterminio de los paramilitares a finales de los noventa como la ofensiva de la Fuerza Pública en la última década —que afectó por primera vez a la cúpula de las FARC— debilitaron estratégicamente a las guerrillas y a su proyecto insurgente.

Pero el Estado no logró consolidar su éxito militar. Primero, porque actuaciones de miembros

de las Fuerzas Armadas como las ejecuciones extrajudiciales, presentadas como muertes en combate, golpearon fuertemente su legitimidad. Y segundo, porque la presencia social del Estado fue precaria y no resolvió las inequidades estructurales del campo que se han profundizado por el saqueo y el despojo que ha producido el conflicto armado. Muchas de las instituciones locales y regionales fueron capturadas por los paramilitares a través de sus estructuras políticas, lo que las hizo débiles y poco creíbles a los ojos de la población.

Es así como durante el ocaso del Gobierno de Uribe, las guerrillas estaban remontando su ini-

ciativa militar y, sobre todo, política. Desde 2012, un sector de las élites, representado por Juan Manuel Santos, busca una salida política del conflicto con un proceso de diálogo con las FARC que se lleva a cabo en La Habana, Cuba.

Continuará

tualmente buscan una solución negociada al conflicto. Esta vez con una correlación de fuerzas diametralmente opuesta a la que existía durante los diálogos de El Caguán. El eln intenta hacer lo mismo.

Este cambio de situación

revivió la división en las élites políticas, pues mientras un sector importante persiste en la idea de que por la vía militar se puede acabar con la existencia de las guerrillas, otro sector admite que la vía de la negociación es menos costosa para el país.

EL ESTADO

En estos años de guerra, el

Estado ha oscilado entre sus intentos reformistas y pacifistas para tratar el conflicto, y las salidas represivas y militares. Lo que inicialmente hacía parte de una estrategia única para enfrentar el comunismo en los años sesenta y setenta, se convirtió luego en una disyuntiva

¡No más!... ¡Basta ya!... Un sentir que hay que cristalizar votando sí el plebiscito.

He ahí el punto cumbre de la esperanza, en La Habana: Presidente Santos, Raúl Castro, Timochenko: la paz está cerca... Muy cerca... ¡Vamos a construirla!

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