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V parte

Impactos y daños

por el conflicto

Cruel ‘estilo’ de tortura ‘paraca’: el objeto, la indefensa población infantil, ¡niñas apuntadas por fusiles y otras armas letales!

La violencia prolongada durante más de 50 años y

su degradación han generado impactos y daños devasta-dores tanto para las víctimas, sobrevivientes, como para el conjunto de la sociedad colombiana.

En virtud de la impunidad, las víctimas han experi-

mentado situaciones de horror extremo en condiciones de indefensión y humillación absoluta. Y su forma de enfrentase a ella ha sido la memoria, la resistencia y la solidaridad. Los daños son difíciles de medir, pero hacen parte del legado con el que la sociedad colombiana en su conjunto debe lidiar

para poder mirar hacia el futuro. Para los sobrevivientes, el dolor de la guerra se expresa de muchas maneras, y en ocasiones es un sufrimiento que no cesa.

LAS HUELLAS DE LA GUERRA

Hombres, mujeres, niños, niñas, adolescentes, jóvenes, viejos presenciaron asesinatos atroces

de familiares cercanos o vecinos; se los obligó a observar cuerpos torturados que fueron exhibidos para el escarnio público. Fueron víctimas de amenazas, encierros, violaciones, reclutamientos y obligados a colaborar con un determinado grupo. Estas situaciones han derivado en un profundo miedo que se mantiene con los años:

[…] Todos nos manteníamos preparados, mucha gente dormía con la ropa puesta, con la ropa

empacada, los hijos inclusive, pues con su proceso de planear como su fuga, sus cosas. Entonces ese tiempo fue una zozobra muy dura. (Testimonio de habitante de San Carlos, Antioquia).

En los sobrevivientes también pervive la sensación de desarraigo y la nostalgia por la pérdida de

lugares y seres amados. Estas sensaciones alteran el sueño, la concentración e incitan al consumo de diferentes drogas y conducen a desórdenes alimenticios:

[…] Ella se quedaba callada o lloraba, no salía casi de la casa. Mantuvo la ropa de mi papá por

mucho tiempo y guardó el luto hasta el día de su muerte. Se volvió muy taciturna y se enfermaba más

frecuentemente, tuvo úlceras, se volvió algo adicta al tabaco, y esto la llevó a que se manifestará mucho más rápido un cáncer que le generó la muerte (Víctima de masacre de La Rochela, Santander).

Así mismo, el odio profun-

do y la rabia emergen en algunas de las víctimas por el recuerdo de las humillaciones que recibieron o porque perciben como una injusticia que los victimarios queden libres o reciban beneficios económicos, jurídicos o reconocimientos. Este es un sentimiento censurado, que genera incomodidad y culpa, y que usualmente se redirige hacia otras personas, como los niños y los adolescentes, lo que

Imagen para el olvido: la matanza de La Rochela, Santander.

genera conflictos familiares y comunitarios:

“Yo me volví una persona muy amargada y pienso que mis hijos sufrieron mucho por eso, yo los

gritaba, les pegaba y mucho tiempo después hablando con mi esposa, nos dimos cuenta que la violencia nos había vuelto así, que esa rabia que teníamos la pagaron ellos”. (Habitante de San Carlos, Antioquia).

La culpa y la vergüenza mortifican la vida de las víctimas. Este es el caso de las mujeres que

fueron víctimas de violencia sexual; de los hombres que se sintieron “incapaces” de proteger a sus familias. Otras se culpan por haber aceptado la muerte o se reprochan a sí mismas el haber recuperado su cotidianidad, pues creen que es una deslealtad con la persona amada que está ausente.

Todos estos daños psicológicos y emocionales se quedan en la vida privada de las víctimas, lo

que impide asumirlos en la vida pública como secuelas de la guerra y de los actos que cometieron los grupos armados. El dolor que llevan a cuestas las desubica con relación al mundo y les impide interpretar su experiencia de una manera ponderada y razonable, incluso aunque pasen los años. Algu-nas de sus huellas son el encierro, el aislamiento, el silencio, las pesadillas, el insomnio, la

depresión, la pérdida del deseo sexual, el descuido físico personal, el deterioro de la autoestima, enfermedades diversas, y los pensamientos e imágenes intrusivas que invaden la memoria.

DAÑOS MORALES

Muchos actos violentos han buscado menoscabar los valores de las comunidades y las personas,

degradar su dignidad, devaluar sus ideales y creencias, y socavar los pilares de la identidad colectiva. Las comunidades narran con dolor e indignación la forma en que los actores armados, y las élites que los respaldaron, expresaron desprecio hacia sus prácticas religiosas y culturales, sus características fenotípicas o étnicas, y sus convicciones políticas. En algunos casos esto fue experimentado como sacrilegio.

En el caso de familiares y víctimas de detenciones arbitrarias, de masacres y de ejecuciones extra-

judiciales, los líderes cívicos fueron calificados de “militantes guerrilleros” o “terroristas”, lo que produjo gran indignación, porque el estigma destituye a la persona del lugar social que ha construido.

El daño moral también se produce cuando las acciones criminales son exaltadas por los victima-

rios en espacios públicos como las versiones libres. Allí, la percepción de injusticia se incrementa por la manera como se nombra a sus familiares y por el trato de “héroes” que reciben algunos criminales:

“Ellos pasan en sus carros lujosos en compañía de los políticos, como si nada, como si no debieran

nada, como si no supiéramos quiénes son ni qué hicieron […] nosotros en cambio con la cabeza agachada, sin atrevernos a decir nada” (Testimonio de hombre de la costa Caribe).

En casos de  mujeres víctimas de violencia sexual, los hombres las culpan, al sentirse ellos ‘incapa-ces’ de proteger a sus familias...

La crueldad rodó por todo el territorio nacional: matanza en El Salao.

DAÑOS SOCIOCULTURALES

La vida cultural de muchos pueblos, sus relaciones sociales,

costumbres y creencias fueron alteradas completamente por la guerra. Los actores armados reprimieron o impusieron las fiestas, el trabajo comunitario, la solidaridad y el duelo. Se propagó la desconfianza, imperó el aislamiento, se imposibilitó la ocupación de los espacios de la vida pública y se distorsionó su naturaleza con las marcas del terror, se perdieron prácticas culturales y se les impusieron a las comunidades nuevas concepciones del orden social. La nuestra no ha sido solo una guerra por el territorio, también ha

sido una guerra por la imposición de nuevos órdenes sociales basados en valores autoritarios.

Los daños y pérdidas de bienes civiles afectaron la calidad de vida de las víctimas, pues las pose-

siones materiales también hacen parte del imaginario de estabilidad, arraigo y pertenencia de las personas. La destrucción de colegios, puestos de salud, puentes y otras obras comunitarias acrecientan el daño, porque estas construcciones casi siempre han sido llevadas a cabo colectivamente y son símbolos del progreso local:

“Ellos llegaban, se tomaban las casas y la gente se tenía que ir. Quién iba a llegar a decirles nada,

ellos armados, quién iba a decir qué”. Si la casa era del gusto de los combatientes, estos desalojaban a dueños y moradores: “Casas que les gustaban, lo iban sacando. A lo que les gustaban, a ellos lo iban sacando” (Habitante de San Carlos, Antioquia).

De igual manera ocurre con los daños ambientales causados por la voladura de oleoductos, la

contaminación de acueductos, la tala indiscriminada de árboles, la extracción de minerales, la alteración del cauce de los ríos, entre otros. Estos causan impactos muy profundos en comunidades afrocolombianas y los pueblos indígenas, pues la guerra ha vulnerado su autonomía, a veces

obligándolos a abandonar sus territorios, y otras confinándolos en ellos, sumiéndoles en el hambre y la penuria. El asesinato de sus líderes espirituales atenta contra el legado histórico del país, ya que quebranta la transmisión de sus saberes, que son la base de su identidad.

DAÑOS POLÍTICOS

Tanto la guerrilla como los paramilitares y los

miembros de la Fuerza Pública se esforzaron por silenciar, exterminar y someter a organizaciones cívicas, movimientos políticos, sindicatos, asociaciones campesinas y grupos o personas con pensamiento crítico.

La oposición política se convirtió en una condena a muerte, como lo prueba el exterminio de la UP,

aunque otros grupos más pequeños, junto con los partidos Liberal y Conservador también fueron blancos de la violencia o del acoso judicial y la criminalización. Estas muertes o desplazamientos de líderes han dejado en el limbo procesos sociales y generaliza la idea de que la participación social y política es muy riesgosa.

La participación activa de funcionarios y de agentes del Estado en la violación de los Derechos

Humanos sembró la desconfianza entre las comunidades y erosionó la legitimidad del Estado. “No hay a quién acudir”, “no se puede confiar en nadie” son expresiones recurrentes en las regiones donde se ha vivido el conflicto armado. Este es un daño profundo y duradero para la institucionalidad pública del país:

“El comportamiento del Ejército y de la Policía el día de la masacre fue de lo más cobarde que se

puede haber visto aquí […] no hicieron nada para impedir esto y ni siquiera hicieron un simulacro de haberlos perseguido ni nada […] masacraron a la gente aquí en el parque y la Policía a menos de cien metros y cómo es que no defienden al pueblo… El Ejército llegó como veinte minutos o media hora después de que todo había pasado, llegaron maltratando a la gente, obligándonos a que saliéramos con las manos en alto” (Habitante de Segovia, Antioquia).

Todo lo anterior redunda en la pérdida de la pluralidad política, en la ruptura de procesos organi-

zativos, y en la negación de derechos tan elementales para una democracia como de elegir o ser elegido. Por eso estos daños no solo han afectado los proyectos personales de las víctimas, sino los proyectos de democracia que se han emprendido en el país de manera colectiva.

Continuará

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