top of page
P
A
R
A
S

Colombia: una distorsión de

la tenencia y uso de la tierra

Datos de 2013

Ofensiva para no fue contra la guerrilla sino contra la población civil

Colombia usa 39 millones de hectáreas en ganadería, cuando lo recomendable sería que no se usaran más de 24; y en contraste, tiene apenas 4 millones dedicadas a la producción agropecuaria, cuando podrían llegar a ser 211. Además, posee uno de los índices de desigualdad más grandes del mundo en cuanto a la distribución de la tierra. A este modelo se suma la reciente expansión de monocultivos industriales y el auge minero.

LOS PARAMILITARES

Los paramilitares no son un movimiento

homogéneo. Su nacimiento y desarrollo ha sido difuso y fragmentario, con momentos de alta coordinación pero lealtades muy frágiles, que han derivado en crisis internas, descomposición, y finalmente desembocaron en una negociación con elementos fallidos y un rearme parcial.

A finales de los años setenta, cuando

las guerrillas empezaron a expandirse, se crearon grupos de autodefensas locales, legales y apoyadas por las Fuerzas Militares, que buscaban defender a grandes y medianos propietarios de las extorsiones y secuestros. Sin embargo, estos primeros grupos de autodefensa nacieron con el enemigo adentro: el narcotráfico.

Efectivamente, muy pronto un núcleo

central de estas autodefensas, concentrado en el Magdalena Medio, derivó en grupo paramilitar cuando ganaderos, políticos y narcotraficantes buscaron contrarrestar la expansión territorial de las Farc, sabotear sus intenciones electorales y bloquear las reformas estructurales que se llevarían a cabo ante un eventual acuerdo con las guerrillas en el Gobierno de Belisario Betancur. El epicentro paramilitar del

Magdalena medio encontró su declive, por un lado, cuando el presidente Virgilio Barco logró derogar toda la legislación que desde 1968 le había dado piso legal a las autodefensas y, por otro, debido a las disputas internas que se desencadenaron por la penetración del narcotráfico.

No obstante, en todo el país quedaron grupos ilegales que tenían una doble faz. Por un lado,

mantenían una campaña de exterminio contra las bases de la izquierda y contra los líderes sociales que les competían a las élites locales en un contexto de descentralización política y administrativa.

Por el otro lado, estaban al servicio de narcotraficantes que, al fin y al cabo, eran sus grandes

financiadores. Ese nuevo modelo paramilitar que emergió en los años noventa tuvo su máxima

Belisario Betancur

Virgilio Barco

expresión en las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá bajo el mando de Carlos Castaño. La dualidad del paramilitarismo entre su naturaleza contrainsurgente y su talante criminal creó una frontera difusa y cambiante con el devenir del conflicto armado.

Hasta principios de los noventa,

las farc y el epl compartían su influencia en los sindicatos del banano, y en general en Urabá, Antioquia, que tenía una de las agroindustrias más importantes del país. Pero cuando el epl dejó las armas, la competencia entre estos y las Farc se profundizó y se volvió asimétrica: los unos siguieron en armas, los otros no. En medio de esta contra-dicción aparecieron los paramilitares del Clan Castaño, quienes emprendieron

una campaña sangrienta contra las farc y toda su base social, en alianza con sectores del desmovilizado epl que al tiempo, veían caer a centenares de sus militantes a manos de las farc. El saldo final de cinco años de exterminio recíproco fue la derrota de las Farc en Urabá por parte de los paramilitares, y Carlos Castaño, como gran vencedor, se dispuso a exportar su modelo contrainsurgente al resto del país.

Algunas élites económicas y políticas de las regiones más azotadas por la guerrilla quisieron

replicar el modelo. Por supuesto los nuevos capos del narcotráfico vieron que este modelo podría resolver las fuertes disputas que tenían con los grupos insurgentes por el dominio de las rutas, los cultivos de coca y por el control de las rentas y el poder local en las regiones. Pero esta ofensiva paramilitar no sería contra la guerrilla propiamente, sino contra la población civil. El propósito era, entonces, instaurar un proyecto político y militar propio que frenara la modernización y democrati-zación que prometía la Constitución de 1991. Un proyecto para “refundar la patria”, como ellos mis-mos lo llamaron.

Castaño nunca unificó a los grupos paramilitares que había regados por todo el país al mando

de narcotraficantes. Con ellos logró alianzas frágiles, que, en todo caso, siempre estuvieron interferidas por las rencillas propias de las mafias.

Luego de que fracasaran los diálogos del Caguán, y de que el Estado fortaleciera su aparato

militar para una lucha sin tregua contra la guerrilla, los paramilitares buscaron una salida política, pues sintieron que su proyecto estaba consolidado. Quisieron negociar su desarme y la legalización de los bienes y el poder que habían acumulado durante la guerra. Tampoco ignoraron el nuevo contexto internacional signado por la lucha contra el terrorismo ni la creciente internacionalización de la justicia, hechos que ponían en riesgo sus posibilidades de reconocimiento político. Pero la contradicción con el narcotráfico que llevaban en su seno se hizo cada vez más fuerte y estalló durante el proceso de desmovilización que sostuvieron con el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Las corrientes más contrainsurgentes fueron derrotadas, mientras las más inclinadas a actividades del narcotráfico y otras rentas ilegales terminaron rearmándose, con lo cual también mantuvieron el

asedio político en muchas regiones.

CONSTANTES Y RUPTURAS

El Grupo de Memoria Histórica encontró en su informe que a

lo largo de seis décadas de conflicto hay problemas que han tenido continuidades y rupturas en determinadas coyunturas. Se trata del problema agrario continuamente aplazado, de las limitaciones y las distorsiones de la democracia, de la manera como se ha construido el Estado, del narcotráfico, y de las influencias y presiones de las políticas internacionales.

EL PROBLEMA AGRARIO

La tierra está en el corazón del conflicto colombiano. No solo

porque nunca se hizo una verdadera reforma agraria, y la tierra sigue siendo una promesa incumplida para buena parte de los campesinos, sino porque no se ha podido modernizar la tenencia y el uso de los recursos rurales. Hay un déficit de Estado en el campo y una fuerte presencia y arraigo de los grupos armados.

El problema de la tierra se ha ido acumulando por años. La

Carlos Lleras

guerra civil de mitad de siglo XX se dio en medio de las frustraciones que dejó la reforma inconclusa de 1936, propuesta por Alfonso López Pumarejo con su “revolución en marcha”. La violencia bipartidista no hizo más que agudizar el problema del campo. Se calcula que dos millones de hectáreas fueron despojadas durante ese periodo.

A finales de los años sesenta, Carlos Lleras Restrepo se propuso sacar adelante una verda-

dera reforma agraria que acabara con el gran latifundio improductivo en manos de terratenientes. Quería modernizar el campo, y promovió la creación de una fuerte organización campesina (Anuc). Pero en 1972 la reforma se frenó cuando en Chicoral, Tolima, los gremios del sector agropecuario y un grupo de congresistas hicieron un acuerdo que le quitó los dientes a la ley que permitía las expropiaciones. En su incapacidad para romper el latifundio, el Estado ha recurrido sobre todo a promover la colonización en la frontera agraria, y a la adjudicación de baldíos como política pública.

Durante la década de los ochenta, la expansión de la frontera agrícola se hizo cada vez mayor.

Miles de colonos llegaron a zonas selváticas y olvidadas empujados por la crisis del café, y por el auge de las agroindustrias, la minería, el petróleo, y la coca. Tal fue el crecimiento de este cultivo de uso ilícito que a principios de los años ochenta había 4.000 hectáreas sembradas con hoja de coca y a principios de este siglo ya eran 160.000, sobre todo en el sur del país. En estas regiones de reciente colonización el Estado ha sido muy débil, y los grupos armados, guerrillas al principio y después también paramilitares, coparon esos espacios.

Esta situación se agravó con la apertura económica de principios de los noventa, que lanzó a

un sector en crisis a competir en el mercado internacional sin apoyo suficiente del Estado. Agroin-

dustrias medianas y campesinos pobres terminaron quebrados. Los primeros se volcaron  a la ganadería y los segundos a la coca. Este efecto fue reforzado por la dinámica del conflicto armado que desestimuló la inversión productiva en el campo con los costos crecientes que los secuestros, las extorsiones, los ataques a propiedades y el sabotaje que las guerrillas impusieron sobre la seguridad y la administración. A esto se sumó el apuntalamiento de un orden económico que, en el caso paramilitar, privilegió el uso improductivo de la tierra con la ganadería o la baja demanda de mano de obra intensiva con la expansión de los monocultivos.

La debilidad institucional en zonas de conflicto favoreció la apropiación masiva de tierras por

parte de narcotraficantes, así como el desplazamiento forzado de la población y el consecuente despojo de sus fincas, que hoy suman ocho millones de hectáreas. Esta contrarreforma agraria ha afectado de manera muy particular a las comunidades indígenas y afrodescendientes beneficiadas

con titulaciones colectivas que han sido cruciales para su subsistencia como etnias.El resultado final es que hoy Colombia tiene una distorsión de la tenencia y uso de la tierra. Usa 39 millones de hectáreas en ganadería, cuando lo recomendable sería que no se usaran más de 24; y en contraste, tiene apenas 4 millones dedicadas a la producción agropecuaria, cuando podrían llegar a ser 211. Además, posee uno de los índices de desigual-dad más grandes del mundo en cuanto a la distribución de la tierra. A este modelo se suma la reciente expansión de monocultivos industriales y el auge minero.

En ese contexto, el presidente

Juan Manuel Santos está implemen-tando la Ley de Víctimas y Restitución

de Tierras, que busca devolverle los predios a quienes los perdieron durante en el conflicto, legalizar los títulos de propiedad en un país donde la informalidad es muy alta y, en todo caso, también buscar entregarle tierra a miles de desplazados que nunca la tuvieron.

EL MIEDO A LA DEMOCRACIA

El miedo a la democracia ha sido una constante en Colombia, y se convirtió en un incentivo pa-

ra la prolongación del conflicto. En tiempos de guerra o de paz, el país ha acudido a figuras restrictivas de la participación, la protesta o la disidencia, especialmente con medidas o largos periodos de excepcionalidad. Desde 1940 hasta que se promulgó la constitución del 91, el país estuvo casi siempre bajo estados de Sitio, que significaban en la práctica un paréntesis a los derechos y libertades.

A pesar de que el Frente Nacional significó una relativa pacificación del país, demostró un pro-

fundo miedo a la democracia. Al ser un pacto de rotación de la presidencia, la competencia política se vio reducida para quienes estaban por fuera de los partidos tradicionales y en ocasiones horadó la legitimidad de las propias elecciones, como en 1970, cuando se denunció un fraude a favor del candidato conservador del Frente Nacional Misael Pastrana y en contra del candidato de la Anapo, Gustavo Rojas Pinilla. Ese supuesto fraude fue esgrimido por los fundadores del M-19 como el motivo de su alzamiento en armas.

Este temor a la competencia política, tanto por parte de las élites como por parte de los grupos

armados de derecha y de izquierda, se ha expresado de manera brutal con el asesinato de candidatos a la presidencia y a todas las corporaciones públicas. Su clímax ha sido el exterminio que han sufrido los movimientos de izquierda, en especial, la Unión Patriótica, el clan liberal de los Turbay en Caquetá por parte de las Farc, o de lo miembros de Esperanza, Paz y Libertad en Urabá, también por parte de esta guerrilla.

La estigmatización y criminalización de la oposición política ha hecho mella en la democracia.

Durante el Frente Nacional, y hasta finales de los años ochenta, la adscripción anticomunista de las Fuerzas Militares les imprimió un sesgo político que en medio de la excepcionalidad legal que imperaba, hizo que muchas personas de la izquierda, aun los que no estaban vinculados a grupos insurgentes, fueran allanados, detenidos, vigilados, torturados, amenazados, exiliados y, en oca-siones, desaparecidos o asesinados.

Si bien la nueva Constitución estableció garantías para que eso no ocurriera, la continua-

ción del conflicto armado no solo impidió que esas garantías permanecieran vigentes, sino que agudizó la estigmatización.

La Constitución del 91, que encarna una promesa de democracia profunda, inspiró temor tan-

to en guerrilleros como en paramilitares, razón por la cual apostaron por su fracaso. Las guerrillas manifestaron ese temor arrasando con el Estado en las regiones, con el secuestro de alcaldes, la destrucción de los bienes y obras públicas, las masacres a concejales y a los funcionarios del Gobierno. Los paramilitares, por su parte, capturaron las instituciones del Estado a punta de fusil. Manipularon las elecciones en muchas regiones para apoderarse de todo el sistema político y eliminar a cualquier contradictor. También es evidente que actuaron con la complicidad por acción u omisión de importantes sectores de la Fuerza Pública, la justicia y las instituciones, incluso a nivel nacional. En algunas regiones estas alianzas han sido de largo aliento y se niegan a desaparecer.

Tanto guerrillas como paramilitares han instrumentalizado las instituciones y mecanismos de la

democracia. Las elecciones, por un lado, pero también los espacios de participación social, la protesta y los movimientos sociales como juntas comunales y sindicatos. Unos y otros han castigado con violencia los gestos de autonomía que han hecho las comunidades y los líderes sociales. Casos como los de las Comunidades de Paz o los resguardos indígenas, que han sido sometidos al asedio armado sistemático, demuestran cuánta intolerancia ha habido con las comunidades autónomas.

Es síntesis, la democracia ha sido vista por todos los actores armados tanto como una oportu-

nidad para posicionarse, como una amenaza para sus planes de guerra. Todos han combinado las diferentes formas de lucha, mezclado peligrosamente la guerra y la política. Por eso, la gran víctima de este conflicto es la propia democracia.

Continuará

La debilidad institucional en zonas de conflicto favoreció la apropiación masiva de tierras por  los narcos.

bottom of page