El Muelle
CARIBE
Homenaje perenne al Muelle de Puerto Colombia
Crónicas y Opinión
José Orellano, director
Remezón a viejas estructuras de la memoria
La implosión del
Coliseo Cubierto y
su onda expansiva
Crónica sobre recordaciones de una que
otra faena en el desaparecido escenario
Por José Orellano
Han hecho implotar el coliseo cubierto Humberto Perea y, en medio
de amarillenta polvareda y quizá un vergonzante final para el gigantesco testigo mudo de historias de otros tiempos, el hormigón y el hierro retorcido cayeron hacia adentro, pero nadie pudo atajar la onda expansiva que, fugi-tiva, alcanzó a viajar —en línea recta, pero ascendente— los 715,22 kilóme-tros que separan a Barranquilla de Bogotá y, acá en el páramo, reventó con-tra un relicario de recuerdos.
La onda de choque contra tan atesorado guardapelo hizo saltar desde
añejas comparticiones numerosas recordaciones que, algunas difusas y otras arropadas de sobrecogedora frescura, se desperdigaron sobre imagi-nada alfombra voladora de evocaciones y de ideas. Y desde allí, flotantes, comenzaron, ¡rebeldes!, como a querer ejercer presión —mi propia presión mental— para que se les impartiera orden de importancia.
¡Uf!… ¡Qué camello!
Decidí huirle a la coacción cerebral, eludí el alegato interior que pre-
tendía imponer estricto cumplimiento a eso del orden de importancia, y he preferido comenzar por el mismísimo principio, aunque a lo mejor tal inicio carezca de relevancia comparada con algunas otras. Qué más da.
Había que comenzar por el comienzo, claro: mi primer acceso a ese
Fabio Poveda Márquez, maestro del periodismo deportivo, imagen de la época en que era Jefe de Deportes de Diario de Caribe, jefe de quien escribe esta nota.
escenario, en condición de reportero deportivo en ciernes, por orden jerárquica del extinto Fabio Poveda Márquez (mi primer gran maestro) para hacer mis pininos en materia de boxeo para Diario del Caribe: engreído, ‘periodista de Diario del Caribe’, el que editaba Álvaro Cepeda Samudio, entré
al Coliseo Cubierto Humberto Perea a cubrir, por allá por 1972, una velada de preparación para algunos Juegos de uno de los hermanos Cardona —estoy casi seguro que Prudencio— y de Cle-mente Rojas, entre otros.
Poveda Márquez aprobó la nota y la publicó
y yo esperaba el momento para ingresar de plan-ta al diario que quedaba en la calle 34, prolonga-ción apretada del Paseo Bolívar, carreras 35 y 36. Se sabía que Joao Herrera —sí, el ex notario y hoy alcalde de Soledad—, que era periodista deportivo de Diario del Caribe, había de retirarse en próximas semanas. Así sucedió. Quedaba una vacante e ingresé a la planta: Julio Roca Baena, Hernando Gómez Oñoro, Rafael Salcedo, Ricardo Rocha, Aquiles Berdugo, Jairo Avendaño, Marga-rita Galindo, Benedicto Molinares, Rodolfo Abello, los reporteros gráficos Alfredo Robles, Copete Acuña y Páez, Pablo Patiño y, en fin...
Arturo López Viñas, ya fallecido, cuando a comienzos de los 70, hacía un previo al inicio del Festival de Orquestas en el coliseo cubierto Humberto Perea, al fondo, en sus plenos papeles y llenas las graderías.
...
Ya Arturo López Viñas, hoy viajero de la Vida Eterna, había logrado que el coliseo cubierto
Humberto Perea fuera sede del Festival de Orquesta en lunes de Carnaval, que años después, en martes de Joselito, se complementaría con el de acordeones, para que más tarde se fusionaran y el Festival de Orquestas asumiera cierto carácter de itinerante dentro de la ‘circunscripción monárquica’ de Momo, con Reina y séquito: del coliseo saltó al estadio de béisbol Tomás Arrieta —también demolido recientemente— y de este al de fútbol Romelio Martínez. Allí sigue. Que nadie quita que así sea hasta cuando también haya que implotar el viejo escenario de la 72.
¡Ah!, el coliseo cubierto Humberto Perea para más de una añoranza, más allá del boxeo y las
gloriosas páginas allí escritas, ‘a punta de trompá’ y muchas fintas, por una pléyade de pugilistas provenientes casi todos de los estratos bajos de Barranquilla, el Atlántico y la región Caribe, páginas en las cuales también figuró, al final de su brillante carrera, Bernardo Caraballo, lo mismo que Kid Pambelé y creo que hasta Mochila Herrera peleó en ese escenario. Lucha, basquetbol, futsal, pesas, circos, Festival de Orquestas y Acordeones y conciertos, infinidad de conciertos para que, sin que quede la menor duda, ese escenario fuera catapulta primera del vallenato comercial y bien trajeado, gracias a las programaciones frecuentes de conciertos vallenatos que tuvieron en Mike Char Abdala, por medio del grupo radial que comandaba, al gran promotor. Todas las agrupaciones vallenatas del primer orden en el decenio de los 70 y algún piquito de los 80, desfilaron por allí la noche de un jueves o de un viernes, para llenos a reventar. Y consolidación de nombres. Impajaritable presencia en esas memorables exposiciones del vallenato del Binomio de Oro o de Los Betos, de Diomedes o de Oñate, de los Hermanos Zuleta o de Daniel Celedón con Ismael Rudas.
Y en ese escenario —con toda su carga de historia del deporte y de manifestaciones artísticas
de Barranquilla, el Caribe y Colombia ahora borrada del mapa barranquillero por una carga de dinamita— había, pues, de tener mis faenas. Una fea, para el olvido, aunque sea difícil olvidarla; otras regulares y unas muy buenas. Retrotraerlas ahora son puro efecto de la onda expansiva que escapó de la implosión del coliseo cubierto Humberrto Perea, escenario que había venido sumién-dose en un lento pero implacable deterioro, implacable, sí, ante rampante desidia oficial. Me recrearé en algunas de esas recordaciones.
…
Allí en el Humberto Perea, aprovechando eso de que ‘en Carnaval todo pasa’, escenifiqué, para
finales de los 70, en medio de una pista atiborrada de carnavaleros, el aterrizaje de una de las borracheras más ‘memorables’ de mi lapso de vida parrandera: era martes de Carnaval. Todo había arrancado la noche del viernes anterior, con lucimiento masivo de camisetas Edgardo Pereira, EP-Al Oído (se repartieron entre mis lectores más de 5.000): cuatro días sin parar: en ‘Espérame entre palmeras’, en ‘Puya loca’, en Batalla de Flores por la 43, en Gran Parada, en casetas diversas y ¡qué más sabré yo!… Y finalmente ese templo de la música en el Carnaval de entonces —primero un día, después dos—, el coliseo cubierto en la vespertina de ese martes, con intervención de Cruz Roja y Policía: Cruz Roja para la desintoxicación, Policía para el retorno al mejor comportamiento del autor de ‘Al oído’, de ‘Al ritmo de la marimonda-Cochongondo’ y de ‘El paredón de El Monje’. El miércoles de Ceniza me darían palo radial del bueno, pero eso había de permitirme, en medio de guayabo bestial, garrapatear para el día siguiente una crónica reivindicadora o reivindicativa de la juma: alegué que estábamos en Carnaval, que nadie podía cuestionar una borrachera de no sé cuántos pisos en el tradicional jolgorio, válvula de escape para la inhibición, y la acompañé de varias fotografías de personajes borrachos en distintas épocas durante los días de festín barranquillero, entre ellas una de un distinguido miembro de la alta sociedad barranquillera: el extraordinario e inolvidable Pedro Vengoechea durmiendo, en pleno Carnaval, una juma de Torito o de Congo procedente del barrio Abajo y vencido por el ajetreo de las carnestolendas en los bajos de la Gober-nación del Atlántico, un hueco que había entre el piso de material y el mero suelo. Nadie lo robó, nadie se metió con él, eran otros tiempos. Pero sí le tomaron foto y si no estoy mal, había sido portada de la revista Barranquilla Gráfica, la misma de la barranquillerísima y extendida familia Salcedo, de mucho periodismo y actividad editora.
Foto de www.mollendo.net
El típico ceviche peruano. Un plato de estas características fue degustado por el cronista en el coliseo cubierto.
Y cómo no evocar con exagerado
paladeo la degustación, por vez primera, allí en ese escenario, del ceviche literal-mente peruano, un sábado cualquiera. Por orden directa de la dirección del pe-riódico —todavía en la calle Real entre La Paz y Progreso— se le había dado amplio despliegue al montaje de un circo, con magos, trapecistas, payasos, acró-batas y fieras amaestradas en el coliseo cubierto y me correspondió cumplir el mandato superior. Eso sirvió para caerles bien a la gente del circo y convertirme en invitado especial permanente de las funciones. Y así, las relaciones interper-sonales iban ampliándose y consolidán-dose, hasta que un día cualquiera los
directivos circenses me preguntaron si había probado el famoso plato inca. Les respondí con la verdad: “¡Nunca!”. Y entonces me invitaron para un medio día de sábado, sin espectáculo programa-do para ese fin de semana, a una cocina-comedor improvisada en el interior del coliseo, entre el aparejo circense en reposo, como dormido en aras de obsequiarme una extremada atención. ¡Estu-pendo ceviche! Y después, como postre, la salida en grupo a discoteca vespertina y más después… ¡Ah!, después… después...
¡Qué noche la de aquella noche! ¡Cómo olvidar a aquella bella trapecista que me condujo, con
extrema maestría, por columpios del amor desconocidos, para mí! Desconocidos hasta aquel mágico momento, año 74 o 75 —24 o 25 años— , ¡qué se yo! ¡Y cómo no ponerle fruición al paladeo de esta recordación!
El circo levantó toldas y apareo y se fue a seguir su ruta devoradora de mundo y yo nunca más
supe de ella, mi trapecista extranjera de una noche barranquillera... Ni de otro ceviche auténtico.
…
Y a partir de ahora, las dos últimas recordaciones: Una. La vez que me correspondió, no pre-
ciso el año, parar en seco a Jorge Oñate y bajarlo de la tarima y no dejarlo actuar. Casi en las mismas circunstancias mías del martes del Carnaval ya aludido, el ‘Jilguero de América’ había subido
Para aquellos tiempos de coliseo cubierto Humberto Perea y Festival de Acordeones en Carnaval: Jorge Oñate con Juancho Rois y Diomedes Díaz con Colacho Mendoza. De los cuatro, sobrevive Oñate.
al entarimado, no recuerdo qué asunto lo disgustó, y le propinó par puntapiés a la decoración. No actuó. No le permití actuar, no podía permitirle que nos perrateara.
Muy ligado a la información sobre el Carnaval, me había sido encomendada, creo que junto con
el extinto Patrocinio Jiménez o con colegas de la Asociación de Periodistas del Espectáculo de Barranquilla, APEB, difuso recuerdo, mediados del decenio de los 70, algunos aspectos de la organización de un acto de pre-carnaval. Paré en seco a Jorge, pero después seríamos amigos, hasta la presente. En más de cinco ocasiones había de amanecer en su casa en La Paz, tras la final de uno y otro, y otro más, Festival de la Leyenda Vallenata. Antes, en el elepé ‘Paisaje de sol’, tema ‘Al otro lado del mar’ —ya era 1980—, me enviaría un saludo compartido con Pat Jiménez. Mu-chos no se imaginaban que Pat era Patrocinio Jiménez y alguna escaramuza de celos femeninos originó ese ‘Pat’ de Oñate... Claro, enseguida había de resultar fácil despejar dudas.
Arrastrado por ‘La voz’ del vallenato —así lo bauticé alguna vez mediante una crónica y así lo
llamaron por algún tiempo—, asistí a más de una docena de presentaciones de Oñate por pueblos y veredas de la Costa, con Juancho Roys o con Colacho Mendoza o con Alvarito López o con quien fuere su acordeón del momento.
…
Y dos, final. Año 1984. 5:30 de la tarde del martes de Carnaval. La faena más relevante: miem-
bro del jurado del Festival de Acordeones, aun en el coliseo cubierto Humberto Perea. Diomedes Díaz y Jorge Oñate eran los señalados para ganar. Pero Diomedes no se había circunscrito a las reglas del juego y repitió dos de los tres temas que había interpretado en 1983, entre ellos ‘Regalo a Barranquilla’ —creada y estrenada el martes de Carnaval en que ganó Congo de Oro, un año antes—, repeticiones que estaban prohibidas por los reglamentos.
El público, como es de suponer, quería que ganara él. Y el jurado, exceptuándome, quería con-
graciarse con el público. Diomedes estaba totalmente clavado en el corazón de su fanaticada, con más razón si ‘Regalo a Barranquilla’ estaba que desplazaba el himno de Amira De la Rosa. Y la fanaticada de Diomedes quería imponerlo como ganador, por segundo año consecutivo, del Congo de Oro. Para fortuna de mi convicción —Diomedes no se lo merecía, había violado las reglas: había cantado dos de las tres canciones con que ganó la edición anterior del concurso—; para fortuna de mi convicción, decía, yo estaba sentado en el extremo derecho de la hilera del jurado en el nivel superior del coliseo, arriba de la puerta de acceso, y las paletas con el puntaje comenzaron a alzarse por la izquierda: yo sería el último en mostrar mi veredicto. Cuando me tocó el turno de alzar la pale-
ta, ya había hecho la sumatoria y la ventaja de Diomedes sobre el segundo era considerable. A velocidad de jet, apliqué cálculo y mentalmente saqué cuentas: si estiraba la paleta con el 3, Diomedes no ganaba, ¡no tenía derecho a ga-nar! No lo dudé: esa fue la que exhibí...
¡Ganó Oñate!
Eso sí, apenas escuché el nombre del ga-
nador de boca del presentador y bajé la paleta, comencé a andar a toda prisa hacia la salida, al tiempo que me quitaba de encima la camiseta amarilla que distinguía al jurado. En un santi-amén, la guardé en lo profundo de mi mochila, saqué la camisa carnavalera y me la enfundé. Tenía muy claro que el público, frustrado en sus deseos y con sed de venganza, saldría en busca del jurado que calificó con baja puntuación al
No había de otra... La desidia oficial, el abandono, lo llevó a este estado de deterioro. Había que demolerlo.
ídolo, otorgándole solo 3 puntos a su aplaudidísima actuación. Pero lo cierto es que Diomedes no merecía más. En verdad, lo correcto, desde mi perspectiva era 3,33 —no había paleta para exhibir este puntaje, con porcentaje—, porque el restante 6,66, con lo cual se acercaría al 10, máxima calificación, los había desperdiciado él mismo al repetir dos temas: 0 y 0 para cada número, así hu- bieran sido, quizá, mejor interpretados que en el mismísimo 1983.
En efecto, el público salió a buscarme. El monstruo de las mil cabezas, ya en las afueras del
coliseo, echaba ojo y buscaba la camiseta amarilla por todos lados. Yo los veía desde el taxi que había agarrado, rumbo a casa de mi novia. El taxista, que seguía las incidencias del Festival por radio, me dio la razón sin saber a quién transportaba. “¡Tiene huevo Diomedes…! ¡Cómo se le va a ocurrir repetir dos de las canciones del año pasado, sobre todo él que es cantautor! ¡Invéntese otra, como lo hizo el año pasado!”, dijo el conductor. Cuando llegamos a la calle 75 número 68-45, barrio Bellavista, casa de mi novia, me le descubrí: “Yo soy el jurado que descalificó a Diomedes”, le dije.
“¡Usté también tiene huevo, cuadro!”, me espetó. “¡Con to’ese montón de diomedistas que llenó
el Coliseo!… ¡De vaina salió sano y salvo!”, remató.
Después, durante varios días post-carnaval, mucha gente de la radio, totalmente entregada a
‘El cacique de La Junta’, me dio palo… “¿Cómo era posible que se me hubiera ocurrido darle tal calificación a Diomedes? No, no era posible, se trataba de ‘El monstruo de la canción vallenata’ y había que respetarlo”. Eso decían.
Mucho tiempo más tarde, muchos de aquellos diomedistas radiales terminarían dándome la ra-
zón: Diomedes no se había ajustado a lo reglamentado.
¿Y qué pasó con Diomedes? Tres o cuatro saludos distantes, fríos, dos de ellos en Santa Mar-
ta, hasta antes de su tempranero, lamentable y sensible fallecimiento.
…